Alquiler y venta de niños y niñas en Bogotá: así funciona

Una problemática que cada vez se va haciendo más grande en la ciudad aún no es atendida con el rigor que se requiere

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La pobreza es una de
La pobreza es una de las principales causas de la venta de niñas en Guerrero.

Es un hecho que las mafias que funcionan alrededor de la utilización de menores de edad para fines comerciales tienen una amplia y fuerte presencia en Bogotá. A inicios de 2022 se interpusieron varias denuncias sobre redes de venta y distribución de niños y niñas que funcionaban, especialmente, en Transmilenio.

Al parecer, los infantes son drogados para que puedan cumplir con largas y extenuantes jornadas de trabajo que empiezan alrededor de las 4 a. m. y se extienden hasta altas horas de la tarde, con el fin de recaudar la mayor cantidad de limosnas posible. A quienes adquieren el servicio del ‘niño limosnero’, el día de alquiler les vale entre 50.000 y 60.000 pesos.

Con la llegada de inmigrantes venezolanos a la ciudad, la presencia de estos infantes en las calles se ha disparado y algunas de las mafias estarían utilizando la necesidad de la gente para usarla a su beneficio, garantizándoles techo y comida a cambio de la comercialización de los niños.

Recientemente, en una columna publicada por El Espectador, Alberto López de Mesa describe, con aire de crónica, cómo es que estas mafias operan en el centro de la ciudad. A través del relato de una mujer que habita en las calles llamada Karen, es posible el funcionamiento de estas redes criminales que se aprovechan de la necesidad de otros para usarlos a su antojo.

En la columna, Karen es descrita como una mujer que lleva habitando la calle mucho tiempo y el columnista la conoce de un tiempo atrás, cuando la invitaba a desayunar con el ánimo de alejarla de su vida de indigente. Mucho tiempo pasó y le perdió la pista a la mujer, pero hace poco la volvió a encontrar. Le sorprendió lo mucho que se había deteriorado y la panza de embarazada que lucía entonces, ya no estaba. Ahora era un bulto deforme bajo su ropa. Le preguntó por ese bebé, qué había pasado, y Karen dijo que pese a que su “parche” le había aconsejado abortar, no pudo hacerlo, pues su mamá ya había acordado un negocio con ese hijo que estaba esperando.

“Ella negoció a mi hijo con la señora Carmenza. Tal vez se acuerde de ella, una que le guardaba o les compraba cachivaches a los ladrones. Ella pagó el parto y nos dio $500.000 por el niño, que le entregué a los dos meses. Por amamantarlo le cobré mis tres comidas diarias y los pañales. No sé a quién se lo vendió”, narra la mujer.

El columnista, ante la conmoción que le causa el relato, decide acompañar en su trayecto a la mujer. Se citan en un restaurante y ella le cuenta que la niña con la que está no es su hija. Se llama Juanita, y debe entregarla otra vez por que es alquilada. Karen le cuenta a López de Mesa que, en su momento, la mujer que compró a su bebé ahora tiene un negocio y alquila niños pequeños, como al que ella acude para conseguir más limosna. “Mire usted. En la casa donde entregué a Juanita, ella les alquila habitaciones a parejas o a mujeres con hijos, de máximo cinco años y que tengan empleo. El trato es que ella alimenta y cuida los niños, mientras ellos trabajan, pero es como si los empeñara, porque los alquila a quienes trabajamos en el retaque. Usted sabe que cargando un chiquitín la gente se conmueve y dan mejores limosnas. Nos cobra $30.000 por la jornada de cinco horas. Hagamos lo que hagamos, esa tarifa es fija”.

El relato continúa revelando datos escabrosos, y permite confirmar una verdad que muchos en la ciudad conocemos, pero no queremos aceptar. La explotación infantil es una falta a los derechos de los niños y es considerada como un delito. En Bogotá, las cifras alrededor de esta situación crecen de manera exponencial y se amplían a otros territorios del país.

Parece de película que un niño pueda ser comprado o alquilado, como si de un objeto de transición se tratara, un carro, un traje, o cualquier otro elemento. Parece de no creer, pero sucede con más frecuencia de lo que queremos aceptar, y justo frente a nuestros ojos, todos los días, de camino a nuestros trabajos.

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