Los partidos se empezaron jugando en La manga de Don Pepe. Lo que había que ver, entonces. El potrero era el escenario más bello del mundo. Al lado suyo el Bernabeu sentía envidia. Allí se reunían los chicos a jugar y a hablar de la vida, a soñar con la pelota, que se iba despacito, como imantada, siguiéndoles los pasos, rodando, rodando. Era el año de 1935. El que caminaba por ahí no sabía si estaba en Argentina o en Colombia. El barrio se presta para confusiones: Buenos Aires.
Fue allí donde un grupo de muchachos, estos chicos inquietos, decidieron que era tiempo de tener su propio equipo de fútbol. Nada malo podía haber en eso. Unión Foot-ball Club le llamaron. Al año siguiente, ya estaban participando de su primer torneo, en el fútbol amateur. Para 1942 lograron el ascenso a la primera división de la liga de Antioquia y con el ánimo de expandirse, decidieron unirse a otro club. Adoptaron el nombre de Unión Indulana Foot-Ball Club. Así estuvieron durante cuatro años hasta que en marzo de 1947 fueron acogidos por una sociedad comercial fundada por el expresidente de la Liga Antioqueña de Fútbol y pasaron a ser el Atlético Municipal de Medellín.
Un año después se fundó la División Mayor del Fútbol Colombiano, que terminó oficializando una liga para acoger a todos los equipos ya establecidos en el territorio nacional. A partir de entonces, el Municipal se fue asentando, pero no lo tuvieron fácil. Una crisis económica los sacudió y en cuanto arribó “El Dorado”, aquella época en la que jugadores de todo el continente comenzaron a llegar a Colombia y elevaron el estatus del fútbol en el país, el equipo no pudo hacerse con los servicios de ninguno de ellos y en sus filas solo contaban con jugadores locales. Ante eso, cambiaron su nombre una vez más, y puesto que tenían consigo a futbolistas de casi todo el territorio nacional, pasaron a llamarse como se llaman hoy, el Club Atlético Nacional.
Con el nuevo nombre llegaron los primeros títulos, y qué revolcón el que le pegaron a Medellín. El equipo se cargó la montaña. El verde que te quiero verde, consiguió dar la vuelta olímpica en 1954 con Fernando Paternoster como entrenador. Un tipo que había llegado a Colombia después de haber sido subcampeón del mundo con la selección Argentina en 1930. A Dios gracias que terminó metido en ese valle, porque con él todo cambió para el equipo. Qué jugadores reunió. Estaban Hernán Escobar Echeverry e Ignacio Calle. Lo que es ver esas fotografías en negro, Dios mío. No hace falta ser hincha del equipo para apreciar lo que pasa allí, es parte de la historia importante del fútbol nuestro.
En el arco estaba el primer ‘Chonto’. Sí, antes de el ‘Chonto’ Herrera, hubo un Julio ‘Chonto’ Gaviria. Gabriel Mejía le complementaba. Se unieron los extranjeros por fin y allí sí que supieron brillar los de Argentina y Uruguay. Qué no hicieron, y qué no han hecho a día de hoy. En ese equipo estaba Julio Ulises Terra, que se hizo mítico por ser ese que solo jugó un partido con la selección uruguaya en el 47. Los argentinos Atilio Miotti, Miguel Juan Zazini, Nicolás Gianastasio y Carlos Gambina, que metía goles de todas partes, dejaron sus nombres tatuados en el cuerpo de la hinchada verde.
De ahí en adelante, la banda no paró de tocar. Los extranjeros fueron muy importantes para los logros venideros. Los años 70 fueron gloriosos. Todo hincha del buen fútbol en Colombia recuerda esos nombres. Y ahí si no. Qué bandota. El quiebre entre lo que venía siendo el club y lo que ha sido después ocurrió en esos años. Llega ‘La Chancha’ Fernández y se abre el cielo sobre la montaña. El argentino termina siendo ídolo del equipo y le abre la puerta a otros personajes de su país, como Osvaldo Zubeldía, que al mando del equipo consigue dos títulos de liga y los dirige hasta el momento de su muerte, en 1982, cuando cae víctima de un infarto.
Es curioso que el origen del equipo haya ocurrido en un sitio cuyo nombre es el de la ciudad de la furia, la capital de Argentina, más allá de que todo se concretara después en el barrio Boston. La conexión de ambos países pareciera estar declarada desde el inicio. No hace falta conocer mucho para saber cuánto argentino ha pasado por este equipo y la importancia que han tenido en su desarrollo. Entrenadores y jugadores han sido vitales para que la leyenda verde se enaltezca cada vez más. Y el voseo de los argentinos termina fundido con el de los paisas, dando a luz una sola voz, un solo canto, un único y bello tango.
El tango es otra de las cosas que conectan a Medellín con Buenos Aires. Sumemos la belleza de esa música con la del fútbol y tenemos la expresión más intensa de la poesía. Y el fútbol de por sí es eso, poesía. De ahí que no todo el mundo entienda su importancia. La historia de Atlético Nacional es la historia de Colombia y su hermandad con el país de Maradona, en una época marcada por los dictadores y las protestas sociales, las puertas cerradas de las casas, en donde el que entraba no salía de nuevo, por temor a que se lo llevara la policía, por cualquier cosa, y ya no regresara.
Esas conexiones y los logros que trajeron consigo dieron paso a la época de “Los puros criollos”. Esa es, quizá, la que mayor recepción popular ha tenido hasta el momento, por la época en particular y por los nombres que hicieron parte de la escuadra en ese tiempo. Eran los 80 y Medellín, así como el país entero, enfrentaba una de sus peores batallas. El gobierno no le prestó la atención requerida a los poderes que se tejían más allá de las comunas y se extendían por todo el territorio. Era la época de las explosiones, de los aviones que estallaban por los aires, de los políticos asesinados, de los equipos de fútbol financiados por el narcotráfico. Era el tiempo de la coca, el tiempo de los poderosos de bigote y pelo despeinado, que con mover un dedo podían, sin ningún problema, destruir el mundo entero y recrearlo a sus anchas.
En aquel equipo que brilló en esa década es imposible olvidar los nombres de Francisco Maturana, que revolucionó la manera y la filosofía de juego que teníamos en Colombia. No solo cambió el fútbol de Atlético Nacional, sino el del país entero y dejó un legado que a día de hoy no ha podido mejorarse. Junto a él, Leonel Álvarez, Luis Carlos Perea, Gildardo Gómez, René Higuita, Andrés Escobar, John Jairo Tréllez, Albeiro Usuriaga, César Cueto y Guillermo La Rosa, entre tantos otros nombres. Si la banda de los argentinos había sido buena, esta había conseguido el disco de oro.
Mientras que el país se desmoronaba por la violencia, la hinchada de Atlético Nacional se debatía entre vivir de primera mano esa crueldad y recibir de manos del diablo todo el apoyo y respaldo para el crecimiento de su equipo. Pablo Escobar intervino muchas veces en los destinos del club y sus jugadores, financió partidos y compró resultados a favor. Eso desacreditó un poco a esta generación maravillosa de futbolistas, porque en cierto punto no se sabía si lo que conseguían era por merito propio o por capricho del patrón. Más allá de todo, el fútbol siempre le ha permitido a la gente tener algo a lo que aferrarse. Es una pasión, al fin y al cabo. El amor llevado al extremo.
Así como las tristezas abundaban alrededor, las alegrías que trajo consigo la banda de Maturana fueron inmensas. En 1989, el equipo participó de la Copa Libertadores de ese año. Hacían parte del grupo 3, junto a Millonarios, un equipo muy fuerte en ese momento, Emelec y Deportivo Quito. El primer partido, jugado en Bogotá, terminó en empate, con un gol marcado por cada escuadra. El segundo, en Guayaquil, tuvo el mismo resultado, y el tercero, en el estadio Atahualpa, terminó igual. El panorama no era muy alentador. El equipo no conseguía ganar y para completar, en el partido de vuelta por el clásico ante Millonarios, en Medellín, cayeron por 0 - 2.
Los partidos siguientes les permitieron sumar puntos y con eso lograron la clasificación, como segundos del grupo. En octavos de final, vino la prueba de fuego, y sí, ante los argentinos. Enfrentaron a Racing Club, el 5 de abril, en Medellín. Ese partido terminaría 2 - 0 a favor de los colombianos. El de vuelta sería triunfo para los argentinos, en Avellaneda, por 2 - 1. El marcador global favoreció a los dirigidos por Maturana y en los cuartos de final se enfrentaron nuevamente a Millonarios. Los dos partidos de esta fase fueron complicadísimos. Ambos conjuntos querían demostrar que tenían lo necesario para avanzar en el torneo, finalmente fueron los verdes quienes consiguieron llegar a las semifinales. Ahí superaron a Danubio, aunque no con facilidad, y saltaron derecho a la gran final.
Esa fue la primera vez que un equipo colombiano llegaba a una final internacional. Nunca antes se había dado. Y, quizás, Millonarios lo habría hecho en la etapa de ‘El ballet azul’, pero el torneo no existía en ese entonces. Lo de Nacional era algo surreal, como cuando después, ese mismo grupo de jugadores consiguieron, en el Mundial de Italia 90, empatarle a la súperpoderosa Alemania con aquel gol legendario de Freddy Rincón.
El triunfo en la Libertadores, representó para Medellín y los hinchas del verde, la escena ideal para escabullirse de todos los problemas, para dejar de lado las matanzas y las bombas, para no seguir sintiendo la preocupación constante de que se puede doblar la esquina al salir de la casa y perderse, no llegar nunca más a ninguna parte. Ese título dividió la historia del fútbol colombiano, y del país, en dos. Fue así por la magia del instante, la forma en que los jugadores, vestidos de gladiadores, salieron a luchar con todo en su búsqueda eterna por la gloria.
El futbolista es un constante buscador de tesoros, un Robin Hood que hace maromas y mientras le roba la gloria a unos, se la lleva a los otros. Ese futbolista vivaracho, juguetón, talentoso, en últimas, un mago, gestó a toda una generación. Nacional ha estado lleno de esos magos, de los zurditos chiquitines que clavan balones en los ángulos, de los altitos que bailan sobre el campo como si fueran danzantes en pies descalzos, de los artilleros inquietos, combativos, que se lanzan por los aires, sin importar que su talla sea menor que la de los rivales, y de los que cabalgan por detrás como caballeros, custodiando puertas asediadas de escorpiones que brincan en el momento menos pensado.
Nombres buenos han sabido vestir esta camiseta, nombres que han dado títulos, que han hecho leyenda, que han podido hacerse merecedores de formar parte de la historia viva de un país desmoronado que se resiste a caer, de un equipo que refleja lo que ese país era en un momento y ha venido siendo hasta hoy. Muchas son las cosas que han pasado, muchos los aprendizajes, las alegrías y los lamentos. A pesar de que a Nacional se le han caído dos aviones y ha tenido que levantarse por debajo de los escombros, no pierde la fuerza, la fiereza, la magnífica magia con la que juegan al fútbol.
Los jugadores van y vienen, como los barcos sobre el puerto, y son pocos los que se quedan en la memoria de la gente. Lo que suele ser más concreto, más fácil de recordar, no es tanto a uno, sino a todos, a los que fueron, a ellos. Se recuerda un equipo completo, no a un solo individuo. Eso es Atlético Nacional desde que empezó, un equipo, un grupo de gente toda unida que no ve la vida del mismo modo sin la existencia de una pelota y la bellísima posibilidad de acariciarla y decirle en voz baja que es la más hermosa del mundo.
Nacional es hoy un abuelito para muchos equipos que lo ven y quieren escuchar sus historias sobre aquellos días de gloria, sobre los días de guerra y las veces en que todo se alineó para que la vida pudiera más que todo, y el fútbol, por supuesto. Han pasado 75 años, y seguirán pasando muchos más, pues así como las glorias de los gladiadores en la Roma clásica, como las estrellas sobre el cielo y más allá del espacio, las proezas conseguidas por este equipo serán eternas, infinitas. Y ole, ole, ole.
SEGUIR LEYENDO: