Conserva, después de tantos años, la misma curiosidad del inicio. Se sorprende como una niña, llora, se enoja, ríe. Recuerda lo que ha dejado atrás, las personas que se han ido y las que han llegado. Nunca para de hacerlo, de recordar. Ese es uno de los motores de su escritura. En su casa, guarda cuadernos con anotaciones, ideas para libros enteros. Tiene manuscritos que no han visto la luz, y tal vez no deberían, y otros que se resiste a mostrar, por pudor, quizás, o por una inseguridad suya. Escribe, escribe, escribe todo el tiempo. Para Fanny Buitrago, la vida es eso. No hace otra cosa, no sabe hacerlo.
Se sienta a la mesa y habla de libros, de esos escritores que ya no se preocupan por cultivar el oficio, sino su imagen. Importa más, ahora, el escritor que su obra misma. “Todos quieren figurar, ser sus propios protagonistas”, dice. En su caso, sus libros hablan por ella.
Su obra ha comenzado a resurgir, después de un buen tiempo en que se le abordó como si fuera una escritora de un solo libro. “El hostigante verano de los dioses” es una de las grandes piezas de la literatura colombiana en el siglo XX, pero no es el único de sus buenos libros. Su obra ha rondado casi todos los géneros. Le falta escribir el guion de una serie para Netflix y con eso ya estaría todo cubierto. Ha escrito desde cuento hasta novela, pasando por obras de teatro y ensayos, además de libros para niños. Fanny Buitrago es una de las escritoras más versátiles y prolíficas de Latinoamérica en los últimos 100 años.
En su momento, la reconocieron como ‘la niña rebelde de la literatura colombiana’ y Juan Rulfo dijo, y esto se ha repetido hasta el cansancio, que era una de las mejores escritoras latinoamericanas, porque escribía como hombre. Ella estuvo en esa época del Boom y debió haber sido parte, como tantas otras voces, pero no lo fue, quedó rezagada. Obras como Cola de zorro, Bahía sonora o Señora de la miel tendrían que formar parte de ese canon con el que han insistido por tantos años. La obra literaria de Fanny Buitrago es una de las que permite trazar el curso de la narrativa colombiana en la modernidad. Los temas que maneja y la manera como lo hace, dictan un camino distinto, marcan un ritmo. El lenguaje es transgresor, es puerta de entrada y salida a un universo que surge de lo real, pero es en la ficción donde adquiere todos sus matices.
Oriunda de Barranquilla, pero más bogotana que la changüa, Fanny vive en el centro de la ciudad, en un edificio infinito de apartamentos. Toda la casa está llena de libros, como no podía ser distinto. Los hay en la sala, en las habitaciones, sobre las mesas y uno que otro en las escaleras. Hay cuadros, varios, como ese que Grau le hizo a ella. Fanny camina la casa como niña perdida en medio de un jardín de flores. “Esa fue la portada de la primera edición de El hostigante”, me dice. “Y ese fue de los primeros textos que salieron sobre mí en el periódico”. Letty, su hermana, me cuenta sobre esos primeros años de Fanny como autora, me dice que todo fue muy rápido. Juntas me enseñan las fotos con amigos, con la familia. En todas está ella, Fanny, sonriendo, o mirando hacia otro lado. Así es ella, que te mira, pero mira a otro lado. Su cabeza siempre está pensando en historias.
Tras publicar en 2020 En torno al frenesí, la primera novela inédita de la autora en varios años, este año el Grupo Planeta, bajo el aval del editor Juan David Correa, ha decidido reeditar Bello animal, una de las más camaleónicas y quizá la más crítica, entre las varias que ha escrito; mientras que la editorial de la Universidad de Antioquia publicó recientemente una colección inédita de cuentos suyos: La luna sobre el agua. Ambos títulos forman parte de la programación de la Feria Internacional del Libro de Bogotá.
- Empieza muy joven como escritora, y además con una novela que termina siendo todo un acontecimiento en la época. ¿Cómo fue el proceso de su escritura?
- Fue un proceso muy largo, pero no fue tan complicado para mí. Yo venía escribiendo desde muy pequeña. Mamá decía que me veía en esas ya a los 6 años. De niña yo era lectora, entonces, de alguna forma, terminé metida en la escritura. Era lo único que yo hacía. Lo único que he hecho siempre: leer y escribir. Mi hermana me ayudaba a escribir a máquina mis primeros cuentos. Yo escribía a mano. Cuando empecé con El hostigante verano de los dioses, yo ya había escrito una novela. Todavía tengo el manuscrito. Nunca la terminé y a día de hoy no la he releído. No me he atrevido, pero sé que era buena, aunque no tanto, por eso no ha salido a la luz.
- Se publica la novela y viene la revolución. ¿Cómo termina metida con los nadaístas?
- Yo no me metí. A mí me metieron. Una iba a fiestas, a reuniones, y de repente, se veía siempre con los mismos. Entonces, como me veían con fulano y con zutano, comenzaron a decir que yo estaba con ellos, que yo era nadaísta.
Hay momentos en los que uno deja de depender de sí mismo. Los demás se lo inventan a uno. Y a mí me inventaron como escritora. Eso me perjudicó en varias ocasiones. Las editoriales se resistían a publicar algunos de mis libros. Buscaban temas menos escandalosos, de alguna manera. Lo único que yo tuve que ver con los nadaístas fue el hecho de que compartimos mesa en algún café. Me interesaba estar en esos espacios porque allí se hablaba de libros, allí se gestaba la cultura del momento. La prensa se encargó de decir que yo era nadaísta. A mi papá le molestó mucho eso y estuvo enojado conmigo un tiempo, y enojado con la prensa. Aún hoy me consideran nadaísta y yo me he encargado de decir las cosas como son.
- Esa necesidad de escribir ha permitido que explore registros diversos. ¿En qué momento empieza a concebir que puede navegar entre uno y otro género?
- Alguna vez estaba yo en una fiesta en Cali y un muchacho extraño, muy extraño para mí, me sacó a bailar. Tenía los ojos claros y el cabello largo, muy bien arreglado. Se veía que era un sujeto muy bien puesto. Yo no había publicado nada y él se queda mirándome a los ojos. Me dice: “Usted es la reencarnación de tal...” Se refería a un escritor francés. No le presté mucha atención al comentario porque a mí lo que me interesaba era que me vieran. La literatura no estaba en primer lugar. Yo tenía esa edad en la que los muchachos son lo único que importa. No sabía nada del amor, no tenía ni idea, pero quería estar ahí. Entonces, como muchas veces el mundo no se abrió para mí, yo me lo imaginaba. Ahí empecé a escribir con otra visión y yo creo que un poco esa necesidad de imaginarlo todo es lo que me permite estar en tantos géneros, además del hecho de que soy extremadamente curiosa.
- De alguna manera, sus libros están permeados por la figura de su abuelo, desde las novelas hasta los cuentos infantiles. ¿Cómo logra sumirse en una ternura intensa, habiendo escrito antes algo de una carga mucho más oscura o pesada, partiendo de esta referencia al abuelo?
- Yo fui una niña o muy feliz, o infeliz. Los niños son así. Un día están saltando de alegría y al otro están sumidos en el llanto. Mi casa era gigantesca, en la que yo vacacionaba, allá yo podía perderme, jugar todo el día. Había diecisiete habitaciones y tres patios, una sala grandísima. Uno la recorría como si se tratara de un juego. Allí uno podía hacer lo que quisiera. Esa infancia en la casa se trasladaba al cine. Esa era la actividad con el abuelo. Ver las películas mexicanas y llegar a la casa a hablar de eso. El abuelo tenía una biblioteca bellísima y siempre andaba leyendo. Ese ejemplo del abuelo, y también esa alcahuetería, me permitieron a mí sumirme de lleno en este mundo. Las historias vienen del abuelo, muchas de ellas. Su ternura está en todo, y es un poco la mía. Escribiendo libros para niños, mi mente descansa. No es la misma exigencia, pero sí el mismo nivel de atención.
- Entre tantas palabras con las que se ha aliado para gestar sus libros, ¿cuál sería la más hermosa?
- ¡Qué pregunta tan complicada! Diría que “alma”. Me gusta mucho. “Oro”, porque no se oxida nunca. Me fascinan muchas palabras. “Aura”, por ejemplo. Pero si se trata de escoger una sola diría “cosmos”. Tan vasto e inexplicable.
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