Un gallinazo y un carnicero: la historia de una curiosa y fiel amistad en Medellín

Después de haber ido una primera vez, las visitas se han hecho constantes en los últimos cuatro años entre Rogelio y su amigo Mocho

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Dos carniceros del barrio Santa Mónica, en el occidente de Medellín, que viven de los recuerdos y un viejo negocio, le ofrecieron su amistad a un gallinazo. Un animal, que generalmente es rechazado por quienes lo ven, encontró un amigo que lejos de los prejuicios por su naturaleza carroñera, le entregó una identidad y su cariño.

José Rogelio Pérez es el nombre del carnicero de 60 años, según contó el periodista Mauricio López en la revista Universo Centro. Él trabaja junto a Aldemar Osorno, de 75 años, quien heredó hace 28 años la carnicería de Santa Mónica, cercana a cumplir medio siglo de existencia, de quien recuerda como “el mejor jefe que nunca nadie tendrá”.

La historia la ha contado Rogelio a varios amigos, curiosos y periodistas, con la emoción de los innumerables recuerdos que acompañan la vejez. Empezó hace cuatro años cuando el ave llegó a uno de los postes enfrente de la carnicería y lo conquistó.

Pérez no se explica por qué le llamó curiosidad y en lugar de ahuyentarlo, le ofreció unos trozos de carne. El animal, precavido y sigiloso se acercó, devoró la presa y regresó al techo de una casa vecina. Luego partió. Parecía una escena anecdótica, pero se ha repetido casi día de por medio y se ha forjado una relación entre el carnicero y el gallinazo.

El chulo es el más pequeño de los buitres, según la clasificación de la universidad Eafit. En Colombia habitan en todo el territorio nacional, en pueblos y ciudades. Algunos andan solitarios, pero es un ave social que suele conformar en grupos pequeños o grandes bandadas, que algunas guías de aves describen con una lealtad feroz hacia su familia que mantiene por largos periodos de tiempo.

Son carroñeros y también comen algunas frutas. Aunque pueden cazar a animales pequeños, jóvenes o indefensos, prefieren que el “trabajo sucio” lo hagan otros y se conforman con los restos, debido a sus picos largos y delgados. Su pinta puede ser elegante, con el color negro de su plumaje y algunas blancas bajo las alas, la cabeza pelada grisácea y las patas del mismo color.

Sin embargo, Rogelio asegura que “hay un racismo puro” en contra de estas aves, le dijo a El Colombiano. Algunos lo ven como una falta de higiene, señalan que las plumas generan verrugas o que significan muerte. En cambio él los considera valiosos, porque muestran las corrientes de aire a los parapentistas o avisan a los campesinos cuando una vaca va a parir.

Lo primero que lo impactó del animal que llegó a la carnicería fue la forma en la que lo miró y se acercó. Con las visitas más frecuentes, se percató que le faltaba una uña y por eso le dio el nombre de ‘Mocho’, aunque al verlo le dice ‘mochito’, ‘negro’, ‘rey’.

Sus encuentros son esas visitas esporádicas. Cuando el ave llega a la carnicería, Rogelio le mira las patas y se da cuenta que se trata de su amigo, le saca algunos pedazos de carne, lo admira, le habla mientras el animal gira la cabeza prestando atención, come, reposa y emprende el vuelo nuevamente.

Incluso por algún tiempo, le dijo a la revista Universo Centro, acompañó a una clienta frecuente de la carnicería hasta la casa, esperando que le diera de comer, como las danzas que da la manada en el aire al identificar una carnada.

Para el carnicero Pérez esa ave carroñera, que algunos le atribuyen la cura del cáncer, es un animal que da vida. Por eso espera confiado que pueda durar otros largos años su amistad y mantener la carnicería para que se puedan encontrar.

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