La caverna de instantes infinitos
Supongo que a varios les sucede igual. Quizá es una cosa de lectores, una pulsión, un capricho. Cada vez que viajo a un lugar, llevo conmigo un libro, o dos, a veces tres. No puedo ir a ninguna parte sin un libro en la maleta. No importa que me vaya a demorar poco en un sitio o sean horas las que vaya a pasar por fuera. El libro es como mi droga, mi dosis personal de heroína. Y de esa forma funciona también mi manera de conectar con las personas y los sitios que visito. No interesa cuál sea el lugar al que vaya, siempre termino buscando una librería. No logro vincularme por completo con un sitio si no encuentro una librería, por pequeña que sea.
Llevo viajando a Villa de Leyva de manera consecutiva desde 2019, siempre para la época en que se realiza el Festival de Cine Independiente. Antes había visitado el municipio, pero no le había puesto demasiada atención. Era muy niño o muy tonto como para reparar en la magia del sitio. En ese 2019, con el ánimo de cubrir el festival, me quedé tres días en el Hotel La Española y desde allí recorrí el lugar como antes no lo había hecho. Me acompañaba en ese momento una buena amiga, una tremenda fotógrafa que a cada paso encontraba una imagen digna de guardar en la memoria. A ella le dije: “Quiero buscar una librería”. Encontramos algunos anticuarios, dos o tres. En uno de ellos había unos pocos libros. Muy pocos. La inscripción sobre la puerta decía ‘Antigüedades - Libros’, pero eran más antigüedades que libros. No me sentía del todo satisfecho. Seguimos recorriendo, con el sol pegándonos en el rostro y cuando ya nos dábamos por vencidos, la encontramos.
Una casa de fachada blanca, casi gris por el polvo, y una puerta pequeña, apenas para que entraran dos personas. A ambos lados de la puerta, un par de anuncios que decían: ‘LIBRERIA’, y a un lado, una placa con la leyenda: ‘ARTE LIBROS - ARTESANIAS’. Entramos y tras una pila de libros amarillentos apareció un hombre de unos 36 años, cabello negro y corto, nariz entre respingada y regordeta, de entre 1.65 y 1.70 de estatura. “Bienvenidos, qué buscan”, dijo. Le agradecimos y le dijimos que estábamos contentos de encontrar una librería, que ya llevábamos caminando un buen rato. “Estamos aquí desde unos meses. Bueno, veníamos seguido, pero ahora es cuando nos quedamos”, dijo. Nos contó que se trataba de una librería móvil. Iba de lugar en lugar, recorriendo Boyacá, con libros para la gente, libros usados. “Nos ha ido bien porque somos los únicos”. Le preguntamos si la gente del lugar compraba muchos libros y nos dijo que no como él quisiera. “Las ventas son por la gente que viene de afuera. Los turistas vienen buscando cosas para llevar, siempre”.
Además de libros, en el lugar se encontraban máquinas de escribir antiguas, más para decorar que para usar, fotografías viejas, relojes, cuadros, tazas, discos, y hasta un escudo de armas. Había de todo. Era como la oficina de un escritor en el siglo XIX. Estuvimos ahí como por 60 minutos. Vimos libros de arte, diccionarios, enciclopedias, y curioseamos las estanterías. En medio de la búsqueda encontré tres libros que llamaron mi atención: Cien años de soledad, una reedición de la editorial Sudamericana, Rayuela, en su duodécima edición por parte de la misma casa editorial y una versión de El viejo y el mar, publicada por Círculo de Lectores. El primer libro estaba un tanto desencuadernado y tenía un precio que, para su estado, me pareció injusto. El libro de Cortázar me enamoró y estuve cerca de llevármelo, pero lo que tenía en el bolsillo no me alcanzaba. Me decidí, mucho antes que considerar a los otros dos, por el libro de Hemingway, que en la primera página tenía una firma que no pude identificar y la fecha de julio de 1985. Yo ni siquiera había nacido.
Cuando era niño, mi mamá me leía una edición ilustrada del libro del norteamericano, que había heredado de su padre. Con el tiempo, el ejemplar se fue deteriorando y resolví retirar las ilustraciones para conservarlas, mientras encontraba otro ejemplar que fuera de mi agrado, uno muy similar a aquel. Hasta ese momento, ya llevaba tiempo buscándola. Entraba a librerías y ninguna edición me convencía. De repente, ahí estaba, esperándome. Fueron casi ocho años de búsqueda. Me encontró y la encontré en el lugar menos pensado. Una vez, un librero amigo me dijo que los libros siempre llegan a nosotros de las maneras más inesperadas, que pueden demorarse años, pero al final, siempre llegan.
La compré sin dudar, eufórico, y también me llevé una edición vieja de La ciudad y los perros. Le dije al librero que regresaría en otra ocasión por el libro de Cortázar. “Ojalá no se lo lleven”, dijo. Salimos de la librería y al regresar a Bogotá caí en la cuenta de que había olvidado pedir el nombre del sitio, o preguntarle al hombre el suyo. Me sentí triste, pero me obligué a no olvidar el episodio. Para mi fortuna, un año después, ya con el virus andando, regresé, una vez más para cubrir el festival de cine. Apenas tuve un rato libre, fui en búsqueda de la librería. Allí estaba. El librero era el mismo, la entrada era la misma.
“Tal vez no me recuerde, pero estuve aquí hace un año”, le dije. El hombre me miró y dijo que no, que eran muchas las caras que veía. Le dije que lo entendía y le pregunté por la Rayuela que yo había visto esa vez. “Aaaa sí. Me acuerdo de que la preguntaron”, dijo, pero no se acordaba de mí, solo de alguien que la tomó en sus manos un año antes y la miró con cariño. “Creo que sigue aquí”. Me indicó en dónde buscar y sí, allí estaba. Era el mismo ejemplar. No se había deteriorado ni un poco. Me estaba esperando. Tomé rápidamente el libro entre mis manos y lo abrí en las primeras páginas. “¿Encontraría a La Maga?”. Me abracé a ese momento y sin decir más le dije al librero: “Me la llevo”. Él sonrió porque, de alguna manera, reconoció en mi voz el alivio del lector que había emprendido una larga búsqueda y por fin la terminaba.
Por segundo año, me fui del sitio sin preguntar nombre alguno, ni de la librería ni del librero. Cuando llegué a Bogotá, abrí el ejemplar en las primeras páginas y encontré dos cosas: La primera, una nota en letras incomprensibles en la que se alcanzan a identificar dos nombres, Julio Acosta y Cecilia Díaz Granados; la segunda, una dedicatoria que reza algo así como... “Para llegar al cielo en mi imaginación, en una librería, y es como una canción” - Librería Rayuela. Bogotá, 12/XI/71. Me quedé pensando en las historias más allá de la historia que llevan los libros consigo. Quise saber cómo luciría en su momento aquella librería con el nombre de la novela más icónica de Julio Cortázar. Cuando fui a guardar el libro, una papelito cayó al suelo. Lo levanté y me di cuenta de que era la respuesta que llegaba tras arrepentirme de mi desatención.
Ahí estaban todos los datos. No tuve que hacer más. Y así, hasta con teléfonos, regresé por tercer año al sitio. En aquella ocasión, no compré nada para mí, o bueno, no lo hice con esa intención. Me llevé, con el ánimo de obsequiarla, una edición de Aire de Tango, de Manuel Mejía Vallejo. Al interior había una firma ilegible a la que le seguían unos datos de alguien: “Calle 100 # 19 - 45. Apto. 501″, y una fecha: Octubre de 1974. Quise saber quién vivía en esa dirección y varias veces pasé por allí, a bordo de mi bicicleta, pero no me animaba a indagar. Me daba miedo encontrarme con un fantasma. Tal vez, quien había tenido el libro en sus manos en aquella época ya no vivía ahí, o no vivía, simplemente. He preferido quedarme con mi propia versión. Alguien dejó el libro por ahí y otra persona lo encontró, lo leyó y, de alguna manera, el ejemplar comenzó a viajar por sí mismo, hasta llegar a mí. Le regalé ese ejemplar a alguien muy importante en ese momento. Hoy, dicho ejemplar reposa en mi biblioteca, y aquella persona se despierta todos los días a mi lado.
Es impresionante reparar en los caminos que siguen los libros antes de llegar a nosotros, las manos por las que pasan y los sitios que ocupan. Una vez leí que una librería es un símbolo de civilización, un negocio cultural que marca para siempre a quien lo visita y le deja impresiones gratas. A esta pequeña librería en Villa de Leyva le debo mucho, a pesar de que la visito una vez por año y todavía no me animo a recordar el nombre del librero. Le agradezco cada momento que me ha obsequiado, pues con cada visita algo cambia en mi vida, algo me llevo, algo recibo. No es solo una librería, ninguna lo es realmente, son agujeros de gusano que nos llevan de un lugar a otro, de una época a otra, envueltos en páginas amarillentas y olor a viejo. Son como una caverna de instantes infinitos que se entrelazan. Sí, son eso.
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