LA ESTRECHEZ DE LA MEMORIA
La polvera de ese día ha sido la más intensa en los últimos 100 años de nuestra historia. La sangre y el fuego que se propagaron el 9 de abril de 1948 aún hoy siguen dejando rastro. Ese día, el de El Bogotazo, no sólo asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán, terminaron con la idea de un país que reclamaba cambio en un tiempo de costumbres arraigadas y caprichos radicales. Mucho se ha escrito y hecho alrededor de esta fecha. Poemas, cuentos y novelas; ensayos, biografías y tesinas; películas, cortometrajes y series, obras de teatro, performance, de todo, hasta pósters y camisetas. El 9 de abril de hace 74 años sigue siendo, de alguna manera, el 9 de abril del día de hoy. Estamos en 2022 y todavía se sienten las llamas, se escuchan los gritos, y corre la sangre, que desde aquel 1948 no ha parado de correr.
Ese día se murió Gaitán y se murió el país. Tan muerto quedó, hundido en su hedor, que todavía está en etapa de descomposición. Dice Juan Fernando Ramírez Arango, que en un post de Facebook se dedicó hoy a rememorar el hecho, que ocho días después de la hecatombe comenzaría a circular la edición 78 de la revista Semana con el titular en su portada: “La capital de la nación resurgirá de sus cenizas”. Dicho titular se desarrollaría en la página 5 de la revista, dando los detalles de lo sucedido ese viernes terrible de la década del 40. Detalles que quienes hayan indagado un poco al respecto ya conocen en todas sus versiones.
“Aquel mediodía de 1948″, escribe Javier Forero en un artículo publicado por El Tiempo, hace dos años, “Plinio Mendoza, mano derecha del caudillo, tomó el brazo de Gaitán. “Jorge Eliécer, lo que tengo que decirte es muy breve”, le dijo antes de que notaran que Juan Roa Sierra, un joven del barrio Ricaurte, les apuntaba con un revólver. Apurado, el abogado liberal alcanzó a reaccionar tratando de correr de vuelta al edificio del Hotel Continental. Fue demasiado tarde: tres balas lo impactaron; dos en la espalda y una en la cabeza, hiriéndolo gravemente. El corazón de Gaitán dejó de latir hacia la 1:45 de la tarde, en la Clínica Central. La noticia de su muerte se mantuvo en secreto mientras los liberales discutían el camino a seguir hasta que poco a poco la tranquilidad de medio día se convirtió en un volcán de pasiones incontroladas”.
Ya sabemos todo lo que vino después y el montón de teorías conspiranoicas alrededor. Ya hemos leído los libros de Arturo Alape, José Antonio Osorio Lizarazo, Albalucía Ángel, Gustavo Álvarez Gardeazabal, Juan Gabriel Vásquez y tantos otros. Ya hemos estado ahí, ya lo hemos revivido. Las preguntas parecen seguir siendo las mismas de aquellos días y los dolores también.
Hace unos años, cuando trabajaba en la filial colombiana de un grupo editorial español de renombre, conocí a Miguel Torres, el autor de La siempreviva. Lo había leído en la universidad, en mis días como estudiante de literatura, y ahora tenía la posibilidad de trabajar a su lado. El director editorial de ese momento me delegó una tarea que, a tan corta edad que yo tenía, no habría podido siquiera imaginar. Miguel me lleva los años que ustedes quieran pensar. Para mí, asistir al encuentro de su vida y obra no tenía precio. Estaba frente al hombre que había revolucionado el teatro local y había hecho un montón de cosas importantes para la literatura nacional. Para mí era como si me pidieran trabajar con García Márquez, a quien idolatro en demasía. Aunque suene a mentira, iba a ser el editor de Miguel Torres. Se me ordenó que cuidara y acompañara la edición de las tres novelas del autor en las que se había dado a la tarea de contar lo ocurrido en El Bogotazo. Si bien ya habían sido publicadas en diferentes momentos y por distintos grupos editoriales, ahora estarían todas reunidas bajo un mismo sello y en la misma colección.
Empecé a releer la Trilogía del 9 de abril con ojos de cirujano y a cada página, además de señalar las enmiendas del caso, me quedaba detenido en las frases que más me impactaban. Era como si estuviera leyendo algo sobre una noticia reciente. Los encuentros con Miguel se hicieron frecuentes para hablar de palabras, correcciones y las preguntas que yo le hacía sobre los libros, pero también sobre cómo el personaje de Gaitán había logrado convertirse en una figura con tanto poder, a tal punto de hacer estallar una guerra civil. ¿Cuáles son los hombres que están por encima de los otros? ¿Qué los hace estar allí?
Una vez, ya terminado el ejercicio de la edición, que fue enriquecedor y extenso, hablamos largo y tendido, y parte de esa conversación, que publicamos junto a Andrés Osorio Guillot en El Espectador, daba cuenta de los detalles tras la investigación que el autor tuvo que hacer para aventurarse a contar el 9 de abril y sus reflexiones al respecto. “De la manera en que yo tomé las novelas, que las dejo quietas en su tiempo, congeladas, eso es, para mí, como quedó todo. En ruinas. Es una metáfora de la historia del país. Las ruinas en que quedó la ciudad. A partir de ahí todo quedó despedazado, partido, quebrado. Y esas ruinas son las que sobreviven a la ciudad como una especie de testimonio de lo que pasó y de lo que no desaparece mientras las cosas no cambien. Ahí van a estar. El camino que estamos andando es muy tenebroso. Ahí estamos caminando sobre esas ruinas, intentando construir algo sobre ellas”.
En el año 2006, ya lo he escrito antes, Miguel Torres publicaba la primera de sus novelas sobre El Bogotazo. La historia de El crimen del siglo gira en torno a la vida de Juan Roa Sierra, descrito como un sujeto de lo más insignificante, de contextura delgada, casi esquelética, siempre pálido y con cara de enfermo; solitario, aislado de su familia y de sus amigos; con la mala suerte guardada en el bolsillo, sin un centavo, viviendo a cuestas de los cuidados de su madre y la caridad de sus conocidos; fanático de creencias sin sentido, supersticioso; perezoso, terco y con una irrefutable habilidad para meterse en líos y estar siempre en el lugar equivocado. Tenía una fijación peculiar con las figuras de poder y creía que su misión en el mundo era llegar a reencarnar las grandes proezas de hombres como el general Francisco de Paula Santander; de ahí su atracción por Jorge Eliécer Gaitán, que empezó como idolatría y terminó convirtiéndose en repulsión.
“Yo solo quería escribir un libro”, comentó Miguel, aquella tarde. “Pensé que al terminar El crimen del siglo mi obsesión por Gaitán quedaría sanada. Pero con el tiempo, algo comenzó a reclamarme que no podía dejar las cosas así. Si ya había hablado de lo ocurrido el 9 de abril, también tenía que hablar sobre lo que ocurrió después. Mientras busco lo que quiero decir, lo voy escribiendo y la ficción se adueña de todo. En realidad, no sabía por dónde continuar, pero fueron las voces las que me dieron la excusa”.
En El incendio de abril, el segundo libro, el autor acude a una serie de distintas voces para describir lo sucedido tras el asesinato de Gaitán. En pleno centro de Bogotá, se narra el agobio de quienes protagonizaron, en la realidad o a través de la ficción, aquella tarde terrible de abril. Son las voces del incendio que se hacen presentes, relatos que bombardean al lector con diferentes escenas ubicadas en un mismo espacio, momentos al interior de otro más grande que se desarrolla de forma paralela. De repente, el personaje del primer relato puede encontrarse con el del sexto o el octavo, y así sucesivamente. Termina con la historia de una mujer que encuentra a un niño perdido en medio de los incendios.
El tercer y último libro, La invención del pasado, recupera la historia de esta mujer y el niño, y nos narra la Bogotá de los años de la dictadura, en donde todavía quedan rezagos de El Bogotazo. La historia es narrada por Henry Barbusse, el niño al que Ana Barbusse encuentra desamparado en un callejón aquella noche del 9 de abril, y a través de él conocemos las vidas de su madre, de Martina y Juan Pablo, de la abuela de ellos y los amigos que con los años van apareciendo. En El incendio de abril, Ana sale en busca de su esposo, pero en lugar de encontrarlo a él termina por hallar a este pequeño niño que decide tomar como suyo para criarlo y amarlo por el resto de sus días. Este hijo no nato de Ana se convierte en pintor, como Francisco, el esposo desaparecido, y pasa sus días retratando los rostros del dolor, de aquella violencia que pulula en el aire y les hace la vida imposible.
Todo ocurre en una casa grande del centro de Bogotá que, con el tiempo, se convertirá en un resguardo al que acudirán los personajes para salvarse de sí mismos, una especie de bucle que los mantiene intactos, aparentemente protegidos, ante el paso del tiempo y el azote de las injusticias en un país que parece no aprender de sus errores. El lector se internará en estas páginas con curiosidad absoluta y con el correr de las mismas, será testigo de esta historia conmovedora que le permitirá entender que, a prueba de todo, la vida se impone y es siempre más fuerte que la muerte.
De mis encuentros con Miguel, añoro la forma en que sostenía el cigarro y soltaba el humo sobre su cabeza, de espaldas a su biblioteca, en la que tiene fotos con García Márquez y Santiago García, entre otras cosas. Lo recuerdo moviendo sus manos para hablarnos sobre Gaitán y el día fatídico. Lo recuerdo, como si fuera ayer, aunque ocurriera hace ya casi cinco años. Andrés lo detallaba todo, yo me centraba en los olores, los sonidos, las cosas que se movían, el gato, Humo. Juan Felipe tomaba fotos, lo retrató a Miguel de una forma prodigiosa, y también nos capturó a nosotros.
Miguel se entusiasmaba hablándonos sobre sus días en el teatro y cómo un arte había llevado al otro, cómo se había metido en la cabeza, casi que a la fuerza, la idea de que si no era él nadie más iba a escribir sobre esto, al menos no de esta forma. Se rascaba la cabeza, encendía un cigarro tras otro, nos miraba. La cadencia y el tono de su voz nos mantenían atontados a bordo de su relato. Parecía como si estuviéramos escuchando a un reportero que había llegado antes que nadie, ese día 9, para documentarlo todo. Miguel es un escritor con una memoria prodigiosa y, después de leerlo, basta con conversar con él para así comprobarlo.
Es, de seguro, uno de los escritores colombianos más importantes de los últimos 50 años. Como muchos, no ha sido reconocido de la manera correcta. Sus novelas, las otras, las que ha escrito al margen del acontecimiento histórico, permiten trazar una geografía sentimental e histórica por la ciudad. Sus novelas son sobre Bogotá, sobre nosotros, sobre los que nos quedamos quietos ante las llamas, ante las lágrimas, ante los amores contrariados; quietos como estatuas, paralizados, queriendo dar un paso hacia adelante, pero atados a nosotros mismos, en medio del miedo.
De Miguel son varios los momentos que atesoro. Luego de esos días, los encuentros se redujeron a una llamada de vez en cuando, o un email. La pandemia y sus estragos terminaron por distanciarnos hasta hace unos días que lo vi, por la promoción de su más reciente libro, La Polvera, novela en la que, una vez más, le da protagonismo a la ciudad. Miguel lleva ahora una barba cana, sigue oliendo a tabaco, y su cabello está más desordenado que de costumbre. Lo vi de lejos, mientras se iba.
Cada 9 de abril lo recuerdo, como recuerdo a los que cayeron ese día de hace ya tanto. Yo no había nacido, quizá la mayoría de los que lean esto tampoco. Yo lo supe por mi mamá, por mi Nona y sus historias, lo supe porque me lo contaron y porque, creo, que tenemos la esperanza de que si conocemos nuestro pasado, no estaremos condenados a repetirlo. Miguel Torres, ante la estrechez de nuestra memoria, se ha dedicado por varios años a intentar que esto sea así. Escribe con el ánimo de que lo que fue un día no se olvide, de que las cenizas de antaño no sean hoy el polvo de nuestras esquinas. Su obra nos permite, 74 años después, recordar cómo y por qué cayó el líder político más importante de nuestra historia y la forma en que un país cayó víctima de sí mismo.
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