Huir para vivir, 30 años de una masacre a bala y garrotazos en una universidad colombiana

El 29 de febrero es una fecha en honor a la memoria de los olvidados, quienes sin tener nada, lo perdieron todo... un carnaval en el que no se festejó la vida

Guardar
Imagen de referencia: Óscar Hernández
Imagen de referencia: Óscar Hernández sobrevivió y relató uno de los actos más atroces de una universidad colombiana. Foto: Colprensa

El Carnaval de Barranquilla se despide cada año llorando por la muerte de Joselito Carnaval, uno de los personajes representativos de la fiesta más memorable de la capital del Atlántico. Este personaje resucita cada sábado con el inicio del carnaval pero se despide el último día a través de alegres entierros que son celebrados en las calles de la ciudad. Joselito simboliza el fin del folclor, la rumba, el jolgorio y el baile: un adiós lleno de ilusión por aquellos que esperan verlo nuevamente disfrutando, pero que en 1992 quedó en el olvido por un hecho atroz que sacudió a la sociedad colombiana.

La capital del Atlántico conoció el escalofriante suceso que acabó con la vida de once personas y desentrañó uno de los más oscuros y terribles secretos de una de las universidades más reconocidas en la costa Caribe. En esta oportunidad no hubo lágrimas por la partida de Joselito, hubo indignación...

Y es que por la necesidad se puede caer en la trampa. Es por esta razón que el caso, del que fue escenario la Universidad Libre de Barranquilla en febrero de 1992, tiene un impacto tan profundo que hasta el día de hoy sigue retumbando la historia de una institución, que se encargó de formar profesionales a costa de la muerte.

De la ilusión al terror: cara a cara con la muerte

El sábado 29 de febrero de 1992, Barranquilla estaba de celebración en medio de su tradicional carnaval. La fiesta, la música y el baile eran los grandes protagonistas en recintos sociales y casas, mientras que, en las calles, lo fue la desolación. Óscar Rafael Hernández López, un habitante de calle de 24 años de edad, se encontraba deambulando en busca de algunos cartones y latas para poder venderlas y de esta manera recibir algo de dinero para su sustento diario.

Al pasar por las cercanías de la Universidad Libre, Hernández fue abordado por un hombre de camisa roja, quien le manifestó que en la parte de atrás de la institución habían unos materiales que podrían servirle. Sin pensarlo dos veces aceptó el ofrecimiento e ingresó al lugar de donde muchos como él, no pudieron salir.

El hombre, que se encontraba junto a otras cuatro personas, abrió la puerta de la universidad y señaló el sitio donde estaban las cajas de cartón. Óscar llegó al lugar, se agachó y empezó apilarlas para recogerlas, pero de manera estrepitosa sintió un fuerte golpe en la cabeza que lo tumbó al suelo. Aturdido y sin entender lo que sucedió, aguantó los trancazos que le propinaron aquellos que le indicaron la “oportunidad de trabajo”, gritó de dolor cuando golpearon con un palo uno de sus brazos, hasta que unas de las personas que se encontraba en el lugar dio la orden: “Ahora peguémosle un tiro” y el sonido del disparo disipó todo ruido en el lugar. Cerró los ojos y segundos más tarde el temor y el dolor que sentía le recordaron que aún respiraba, por lo que en una decisión muy sabía decidió fingir que estaba muerto.

Fue arrastrado por el piso y lo pusieron en un cuarto frío y lo ubicaron encima de una mesa de aluminio mientras uno de sus victimarios decía: “Nos falta uno para completar la cuota”. El miedo, la zozobra e incertidumbre acallaron el dolor que sentía en su cuerpo, hasta que de nuevo hubo gritos y quejidos que provenían de afuera. Abrieron la puerta y ubicaron a otro caído en desgracia en una de las mesas. Otro de los perpetradores manifestó: “Ahora sí estamos listos, hay que empezar ya. Manos a la obra”, a lo que uno más respondió que podían “terminar el resto de trabajo mañana”, discusión que terminó con los hombres apagando las luces y cerrando las puertas del lugar. Una decisión que para Hernández se convirtió en una oportunidad para vivir.

Esperó por algunas horas para cerciorarse que no hubiera nadie en el lugar, abrió los ojos y divisó lo que parecía una escena de una película de terror, sangre en las paredes, cuerpos sin vida, baldes con restos humanos, cubetas con formol, un enorme cuchillo y un palo con sangre. Divisó a otro habitante de calle bastante golpeado y que no se movía, pensó que estaba muerto. Tomó un cuchillo, el palo y decidió huir del lugar. Trató de salirse por la ventana pero no pudo, se acercó a la puerta y se percató que esta estaba abierta, por lo que huyó despavorido del lugar, trepó un muro y llegó hasta una estación de policía en donde relató lo que aconteció. “¡Me trataron de matar en la universidad!. Me pegaron un tiro y mire cómo tengo la cabeza y el brazo izquierdo”, afirmó.

Pese a la incredulidad del oficial, acompañó a Hernández hasta la Universidad Libre de Barranquilla, pero no lo dejaron entrar, lo que generó sospechas. El policía se comunicó por radio y pidió los refuerzos que finalmente sobre las 7 de la mañana... Estaban a punto de descubrir una masacre que cobró la vida de varios habitantes de calle y cuyos cuerpos se convirtieron en material de estudio científico para los estudiantes de la academia.

Óscar les mostró el sitio donde fue golpeado, ese que aún estaba manchado de sangre, siguieron el camino que horas antes había recorrido con el temor de perder la vida y al entrar a la habitación, donde permaneció por algunas horas, se enfrentaron con una escena escalofriante.

Los agentes de Policía se toparon con paredes por las que chorreaba sangre, restos humanos esparcidas, vísceras en baldes y los cuerpos sin vida de diez personas e incluso, con el habitante de calle que el mismo que Óscar observó al momento de escapar, ese que se aferraba a la vida con un suspiro.

En medio de la confusión y el shock que enfrentaban los policías, llamaron una ambulancia con la esperanza de que ese pobre desgraciado escapara de las manos de muerte. Así, Barranquilla se despertaba con una de las noticias más oscuras de su historia.

Imagen de referencia: En medio
Imagen de referencia: En medio del Carnaval de Barranquilla, se reveló uno de los más oscuros episodios de la ciudad. Foto: Colprensa

“Le di garrote como a 50″

Así fue como las autoridades conocieron de primera mano el escalofriante caso del asesinato de varios habitantes de calle que fueron convertidos en material de estudio científico y objetos del mercado negro de la venta de órganos. Los estudios sobre los cadáveres determinaron que ocho fueron ultimados con armas contundentes y otros tres por el impacto de bala.

La noticia estremeció al país y al mundo por la frialdad con la que se cometieron los hechos. Las investigaciones de las autoridades arrojaron que en esta escalofriante empresa de muerte estaban involucrados desde guardias de seguridad hasta directivos del alma mater.

Mientras se realizaron las investigaciones, la institución educativa fue cerrada. Varios habitantes de la calle se reunieron para protestar por la muerte sus compañeros de infortunio, mientras que los estudiantes de la universidad hicieron lo propio con el fin de que se reanudaran las clases. Dos causas diferentes creadas por una misma tragedia.

Las autoridades capturaron a Pedro Antonio Viloria Leal (jefe de seguridad), Wilfrido Arias Ternera y Armando Segundo Urieles Sierra, Saúl Hernández Otero (vigilantes), quienes eran los encargados de acechar, cazar, violentar y ultimar a los incautos que sin tener nada buscaban en los recovecos de las calles un cartón o una lata que les diera una oportunidad. Otro de los implicados y persona clave en los hechos fue Santander Sabalza Estrada, el encargado del anfiteatro, y por ende, el que preparaba, descuartizaba y preservaba los cadáveres. El síndico de la universidad, Eugenio Casto Ariza, señalado de ser el cerebro detrás de los asesinatos, también se entregó a las autoridades.

Aunque Pedro Viloria trató de suicidarse dentro de la universidad y en medio de su agonía vociferó que había garroteado a 50 personas por órdenes del director, luego se retractó y dijo que todo fue producto de un trance alucinatorio. Saúl Hernández, quien fue señalado de ser el hombre de la camisa roja que invitó a Óscar Rafael a recoger el cartón dentro de la universidad para después tratar de asesinarlo, afirmó, en primera instancia que Sabalza les habría propuesto que mataran a algunos habitantes de calle y así recibirían 120.000 pesos (algo más de 1.300.000 a día de hoy). Sin embargo, en la indagatoria ante el juez cambió su versión de los hechos.

En noviembre de 1993 los implicados del caso fueron dejados en libertad por vencimiento de términos, incluyendo a Castro Ariza, exsíndico de la universidad, quien fue absuelto, mientras que la institución educativa no fue vinculada a los hechos.

Ocho años después conocerse la masacre que tuvo lugar dentro de la Unilibre de Barranquilla, el juzgado Segundo Penal del Circuito condenó a trece años de prisión a los vigilantes como responsables de los ataques con armas de fuego y garrote.

Rostros en yeso y la impunidad

Guillermo León Mejía Álvarez, Elizabeth Escobar Pacheco, María Rosalba Hidalgo Mejía, Miguel Antonio Barroso Vásquez, Javier Enrique Rojas Contreras, Álvaro De Jesús Tabares Vásquez, (otras personas no pudieron ser reconocidos) son algunos nombres de aquellos desamparados cuyo único recuerdo tangible que dejan de su existencia son las réplicas de sus rostros elaborados en yeso por parte de Medicina Legal. De acuerdo con algunos expertos de la época, 50 víctimas no pudieron ser reconocidos y su muerte quedó en la impunidad.

Solo quienes se ensuciaron las manos de sangre y sudor fueron señalados, las mentes detrás de la barbarie no respondieron. Como suele suceder en Colombia, la justicia desoyó a aquellos que no tenían nada que perder... solamente la vida.

SIGUE LEYENDO:

Guardar