“Las diez masacres aquí documentadas fueron perpetradas directamente por grupos paramilitares, pero fueron posible gracias al apoyo por acción y omisión que prestaron los integrantes de la Tercera División y a su vez Batallón de Artillería N.°3 Batalla de Palacé, Batallón de Ingenieros N.º 3 Agustín Codazzi, y Batallón de Infantería N.º 8 Batalla de Pichincha, adscritos a la Tercera Brigada del Ejército Nacional”, así empieza el informe “Silbidos de horror”, elaborado por el colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR) y que fue presentado el pasado 30 de marzo ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Los hechos que involucran a 12 altos mandos del Ejército Nacional, a seis oficiales de la Policía Nacional y dos terceros civiles (ver foto 1), se produjeron en el centro del Valle del Cauca y el norte del Cauca entre los años 1999- 2001 y dejaron 93 víctimas. Por estos hechos, solo han sido condenados ante Justicia y Paz, integrantes de las estructuras paramilitares que directamente ejecutaron las masacres.
La investigación señala que a partir de las identificación de cada una de las masacres (ver foto 2), se pudo establecer que ocho de las 10, se cometieron a través de incursiones paramilitares de hasta 85 hombres armados en cercanías de jurisdicción de unidades militares del Ejército Nacional. El Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia fue el grupo paramilitar al que se le adjudicó cada uno de estos ataques a la población civil.
Una de la solicitudes de este informe, es que la jurisdicción de paz llame a versiones voluntarias a los agentes estatales de la fuerza pública y terceros vinculados, señalados por los actores materiales de las masacres. El documento evidenciaría una política por parte del Estado colombiano en el que la Fuerza Pública jugó un papel fundamental en la conformación y consolidación del Bloque Calima.
Entre los hallazgos que presentaron ante la justicia transicional, se demostraría que los hechos victimizantes se dirigieron principalmente a los movimientos campesinos y comunidades indígenas, muchos de ellos organizados en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), que quedaron significativamente debilitados como consecuencia de esta violencia sistemática.
Otra de la coincidencias de estas masacres, fue la nula reacción de las autoridades civiles y de policía, ante la llegada y asentamiento de los paramilitares, en cada de los lugares a donde llegaron. Ya con el pueblo a su disposición, los hombres armados quemaron casas, saquearon negocios, asesinaron y acribillaron a personas inocentes y muchas más, tuvieron que salir amenazadas de sus lugares. El informe señala que las masacres tuvieron como objetivo el desplazamiento y despojo de los territorios.
Para la época de los hechos, las autoridades nacionales se dedicaron a negar la existencias de los grupos paramilitares y no realizaban acciones en su contra. “Existía un modus operandi que funcionó como un mecanismo aleccionador de la población civil y a su vez, permitía posicionar el proyecto paramilitar, obteniendo beneficios para diferentes actores, entre ellos, agentes estatales de diferente naturaleza y terceros civiles, incluyendo actores económicos”, afirmó el Cajar en “Silbidos del Horror”.
En los dos hechos que no fuera de incursión, el grupo criminal realizó la masacre por medio del asentamiento de retenes en la vía. Fue el caso de las masacres de La Rejoya y Gualanday. En ambos casos se concluiría que los paramilitares del Bloque Calima hacían uso de guías o informantes, posiblemente suministrados por la Fuerza Pública.
Otra de las solicitudes presentadas ante la jurisdicción nacida del Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las antiguas guerrillas de la Farc, es la acreditación y reconocimiento en calidad de víctimas a los familiares de las personas asesinadas, como aquellas que fueron desaparecidas y desplazadas forzadamente o víctimas de otro tipo de crímenes, “e implementar todas las medidas de protección y seguridad a las que haya lugar”.
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