Cuando su agente de prensa informó que Charlie Watts no acompañaría a los Rolling Stones en la segunda parte de la gira “No Filter” por Norteamérica, la inmensa mayoría de seguidores de la banda le deseamos un pronto regreso al baterista, quien ya había superado un cáncer de garganta a principio de este siglo y un extendido episodio de adicción a la heroína a inicios de la década del ochenta.
Nadie planteó que Charlie tal vez no volviera. Tan acostumbrados estuvimos a verlo en el centro del escenario, entre las luces y las sombras, que aceptar lo que acaba de ocurrir es, a golpe de batería, el inicio de la leyenda: a sus ochenta años, la partida del martillo de Dartford dejó un legado que trasciende el Rock and Roll para insertarse, definitivamente, en la cultura popular.
Llegar a ese momento único no fue intención de Charlie Watts. Su pacto con el futuro, ocurrido en algún momento de enero de 1963, solo consistió en aceptar la propuesta de un combo de músicos amateurs que sufrieron lo suyo para garantizarle “al menos dos conciertos” semanales, mientras él apuntaba modales de jazzmen en Londres.
Después de ello, los escándalos de sus compañeros, los grandes estadios y la fama, fueron poco para Watts, quien siempre se consideró ajeno al monstruo que surgió de una endiablada sección de ritmo, compuesta en sus inicios por Bill Wyman (bajo), Keith Richards (guitarra rítmica) y un vocalista histriónico, Mick Jagger: el baterista se mantuvo fiel al jazz y a una disciplina espartana que solo hasta unos días atrás se interrumpió, alejándolo por primera vez de una gira stoniana, y en las últimas horas, para siempre, de los conciertos.
El origen del mito
Charles Robert Watts, nacido en Londres de padres proletarios y de profesión diseñador gráfico, tocaba la batería a manera de trabajo alterno luego de su regreso de Dinamarca, en donde resignó una posibilidad de destacar en su ramo para abrazar un futuro como músico de sesión y aspirante a dandy en el barullo londinense de principio de los sesenta.
De joven, atraído por el Bop norteamericano, fue coleccionista de discos de 78 RPM que atesoró en su camino a convertirse en baterista: Charlie Parker, Thelonious Monk, Ornette Coleman, Art Blakey and The Jazz Messengers, fueron parte de su educación sentimental.
Sus inicios se documentaron en el club de jazz de Ronnie Scott, donde se topó con Brian Jones, Keith Richards, Mick Jagger e Ian Stewart en diciembre de 1962.
El baterista, cuyo ascenso en el mundillo londinense era esperado por puristas y amantes del jazz al ser parte de la emergente Blues Incorporated, de Alexis Korner, consolidó un público fiel a su estilo de tocar, concentrado y preciso, con una potencia para los redobles y una síncopa envidiable, que lo volvió famoso en el circuito y que se amplificó a niveles inauditos cuando hizo parte de los Rolling Stones.
Su estilo cautivó al grupo, pero quien más se entusiasmó fue Richards. El guitarrista intentó seducirlo, infructuosamente, con promesas de fama y dinero a Watts, ya asentado en el lance de vivir entre la bohemia del circuito y el buen hacer de los carteles publicitarios.
La escena es fácil de rememorar: el truhan de pantalones ajustados y abrigo raído se fijó en el exquisito vestuario de Watts, naciente icono de estilo de las tiendas del Surrey; éste, con actitud de esfinge, no se mostró encandilado ante las promesas de Richards por “traer el sonido del Blues a Inglaterra”.
Keef luchó con denuedo, pero el azar, enmascarado en una serie de acontecimientos inauditos, le permitieron contar con el baterista: la salida del primer baterista de los Stones, Tony Chapman, así como la insistencia del tecladista, sexto Stone y manager original de la banda, Ian Stewart, la que logró que Watts cambiara de opinión y se decidiera por la aventura que le propuso Richards.
La única condición de Charlie fue la de que le garantizaran “un par de bolos por semana, y si es así, me apunto”, como recordó el guitarrista en la que es la biblia de los entretelones de los Rolling Stones, su autobiografía, Vida.
La lealtad de Charlie con la banda hizo que unos jóvenes Jagger, Jones, Wyman y Richards, no solo se comprometieran a conseguir los conciertos pedidos por el baterista, sino que también crecieran musicalmente en el breve tiempo de tres meses: de enero a marzo de 1963, el amateurismo del, en ese entonces sexteto, con Stewart en los teclados, se transformó en una máquina de ritmo que combinaba blues y rock bajo atuendos mod para congraciar el público, aún en trance con The Beatles.
El aprendizaje fue mutuo: Charlie comenzó a adquirir discos de Rock and Roll por sugerencia de Richards, quien le pidió “sonar más alto” para que la banda se distinguiera de la creciente marea de imitadores que surgieron en la Beatlemania.
Ese “sonar más alto” lo adquirió el baterista prestando atención a Earl Phillips, el hombre del ritmo en la banda de Jimmy Reed, y es el sello eterno de Charlie Watts con los Stones: la batería es preeminente en todas las canciones de la banda, a la que secundan el bajo y las guitarras.
El enamoramiento de Richards quedó plasmado de esta forma en uno de los pasajes de Vida:
De no haber sido por Charlie, yo nunca habría seguido aprendiendo y creciendo. Toca con mucha personalidad y con mucha sutileza. Charlie, con la mínima batería clásica, puede tocar lo que haga falta. Un equipo sin pretensiones pero luego lo escuchas y no es ya que guste, es que suena de fábula
Sello que se percibe en las primeras canciones grabadas por los Rolling Stones pero que estalló en la primera canción digna de la banda, compuesta en la duermevela del sueño por Keef, Satisfaction.
De ella, compuesta en Florida, Estados Unidos, y grabada en los Estudios Chess, de Chicago, se afirma sin ninguna duda que es la canción más exigente de la banda para ser interpretada en vivo. Richards y Watts siempre dieron el máximo en la interpretación: por un lado, los riffs de guitarra deben cumplir con el sonido sin alterar la distorsión del slide; por otro, el charles de la batería debe mantener una tensión que rivaliza con los fuegos artificiales.
Con los años, más que Mick, el encargado de cerrar el concierto era Charlie quien, con su estoicismo, dejaba tan arriba la canción que se hizo imposible alterar el setlist de los conciertos.
La aparición de Satisfaction, número uno inmediato respaldado por la radio y, en conjunción estelar, por los ejecutivos de Decca, fue el nacimiento de la leyenda y el origen del mito: el “cuarto de máquinas”, como eran llamados por la prensa Watts, Richards, y Wyman, dio paso a una banda rebelde que ahondó en el blues, el rock and roll y en el escándalo durante tres décadas: The Rolling Stones.
La temporada en el infierno
Charlie, considerado la columna vertebral del grupo, sostuvo una de las asociaciones más longevas del rock junto al tándem Jagger-Richards: cincuenta y ocho años sentado con su equipo mínimo en el centro del escenario.
Pero, más allá de su simpleza, de su menos es más, Charlie Watts atravesó el infierno en la tierra cuando su adicción por la heroína, sigilosa pero aviesa, lo puso en una situación de crisis ante sus compañeros entre los años de 1980 a 1983.
Aunque Watts consideró el periodo como una “crisis de la mediana edad”, el chute de heroína, así como los excesos con drogas duras y las combinaciones con alcohol, eran el plato diario de Richards, quien nunca abandonó la responsabilidad de que el batería tuviera su etapa “yonki” en la banda más grande del Rock and Roll.
Charlie, quien lloró compungido cuando su gran amigo Keith Moon, baterista de The Who, falleciera por los mismos demonios que lo estaban sometiendo, procedió a la desintoxicación en un entorno en que Jagger, más que cantar, pasaba de insultos con Richards en los estudios de grabación. De el “Cierra la boca, Keith”, al “Tú eres mi puto cantante” de Watts a Jagger, los Stones ingresaron en su etapa de desintegración con Ronnie Wood siendo la incorporación estelar de las décadas del setenta a los ochenta.
El ave fénix: limpio y cool
Charlie Watts abandonó la heroína pero tuvo que lidiar con otro problema aún más grande: el ansia de Mick Jagger por seguir los pasos de Michael Jackson.
Alimentado por los mismo ejecutivos que aplaudieron los éxitos con los Stones, fue Jagger quien dio un paso hacia la desintegración de la banda cuando publicó Primitive Cool, su álbum solista. Con los puentes rotos entre él y Richards, fue la actitud de Watts, siempre disponible al teléfono, y el poco brillo del álbum, los que hicieron que los Stones regresaran en la segunda parte de los ochenta.
Piezas como Bridges of Babylon, Voodoo Lounge, Blue and Lonesome, entre otras, señalaron un camino de productividad ininterrumpida en treinta años.
Charlie se transformó en el elegante baterista que asumió labores en el tinglado stoniano como asesor de estilo de sus compañeros: la indumentaria de la banda, desde los jóvenes conservadores que no matan una mosca hasta la clásica pose de “¿dejarías salir a tu hija con un Stone”, llegando hasta los adultos contenidos que combinaron sneackers con traje, tuvo mucho qué ver con el hacer de Charlie, quien en los últimos años apostó por la comodidad y el minimalismo en el vestuario.
También fue el que junto a Jagger puso la mano en el diseño del escenario que transformó el rock de estadios en esas décadas: grandes pantallas, dummies en la parte trasera de la plataforma y luces a juego, vienen de la asociación que creó con el vocalista para cimentar la leyenda.
Al margen su banda de jazz que lo mantenía en forma durante los hiatos entre giras, la Charlie Watts Quintet, en la que grabó standards del bop, se iba de gira a pequeños auditorios y teatros mientras el calendario se ajustaba para encontrarse con Jagger, Richards, Wood y Darryl Jones, el bajista de Miles Davis, con quien vivió una primavera esplendorosa en piezas como Voodoo Lounge y A Bigger Bang.
Este último trabajo no contó él en sus inicios. Esta vez, el cáncer fue la amenaza. Jagger lo supo antes y en una reunión con Richards lo contó. El guitarrista, desconsolado, admitió que lo mejor para su amigo era concentrarse en superar la enfermedad. Ambos, en un acto de lealtad, presentaron cintas al baterista en su lecho de enfermo, para que éste estuviera enterado de cómo se portaban las cosas en su ausencia.
La mejor forma de Charlie Watts se percibió cuando regresó al estudio cuatro meses después de que su enfermedad fuera anunciada en el seno de la banda: “Esto es mejor así”, dijo a Richards al momento de iniciar un jam de calentamiento para grabar las canciones de A Bigger Band.
No fue su último álbum, tampoco su último concierto. El enamoramiento del público con la banda no hizo sino incrementarse en el transcurso de una década. Charlie pasó de ser un hierático baterista, a ser la figura más querida del escenario, con momento propio en cada intermedio cuando Jagger regresaba al blues que los hermanó en 1963.
En su partida, tanto Mick como Keef se pusieron de acuerdo en sendos tributos a su amigo: el primero lo recordó sonriente, mientras el segundo, proclive al drama, exhibió su batería con el cartel de “cerrado”.
Con la partida de Charlie Watts, cuesta imaginar a Richards acercándose al bombo mientras toca su guitarra o a Jagger dando un abrazo cálido al baterista de espigada figura. Pero duele menos sentir que ese golpe seco, potente, de una baqueta contra el tom, quedó inmortalizado en treinta álbumes de estudio, veintinueve recopilatorios y veintiocho directos.
Ese es el legado, esa es la historia de Charlie Watts.
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