Pero la cotidianidad mantuvo acciones y comportamientos que tienen que ver con la comodidad de hombres y mujeres que no sacaron el pie del acelerador al consumo de plásticos de un solo uso. Puede resultar elemental, pero hace parte de los propios desarrollos de la industrialización, que produjo mercancías que impactaron la salud del planeta, al punto de poner en riesgo la supervivencia. Los carros y el plástico son apenas dos ejemplos. En las ciudades, buses y vehículos ocupan un espacio significativo en la contaminación del medio ambiente por lo que implican los combustibles fósiles, que ameritan un análisis en detalle en otra ocasión.
Quiero detenerme en el plástico, inventado hace más de un siglo y que invadió poco a poco el diario vivir. Colombia ha legislado sobre el tema, con restricciones en la utilización de bolsas, lo que logró disminuir el uso. Sin embargo, se desaprovechó una oportunidad de oro para exigir su biodegradabilidad y así cerrar el ciclo de productos plásticos en lo referente a bolsas, lo que quedará a cargo de posteriores acciones efectivas de la sociedad.
De otra parte, hay experiencias como la de Santa Marta, en donde nos dimos a la tarea, antes de cualquier otra ciudad en Colombia, de poner en marcha disposiciones que limitaran el empleo de poliestireno (en el país llamado ‘icopor’ por una marca que lo produjo inicialmente) y de plásticos de un solo uso, como es el caso de bolsas, botellas y pitillos (llamados pajillas o pajitas en otros países). De eso hace tres años, en una tarea ardua que implica al Estado, a gremios, a consumidores y a la ciudadanía.
Por supuesto, la costumbre pesa a la hora del compromiso con el medio ambiente. Significa entender que ese plástico termina en los ríos, en el mar, en el suelo, afectando gravemente a las especies y a los seres humanos. No resulta nuevo decir que una bolsa plástica dura siglo y medio para degradarse, pero hay que decirlo una y mil veces. Y hay que tomar medidas radicales, políticas y medidas públicas que comprometan a todas y a todos. Deben darse pasos como que los productores cambien a materiales amigables con el planeta y se genere la convicción ciudadana para darle la espalda al plástico de único uso. Así como el impulso a la transformación del plástico y el uso de otros materiales para envolver alimentos y todo lo que encontramos en supermercados y restaurantes. A eso debemos llegar y pronto.
Ese es el reto de una ciudad sin plástico. Es el caso de Santa Marta, donde vamos con paso firme reduciendo el consumo de botellas, bolsas y pitillos, que terminan, por ejemplo, en el río Manzanares. En jornadas de limpieza habitualmente se recogían 10 toneladas. Hoy, con la misma disciplina, se recogen 3 toneladas. La explicación no está en el basurero, sino en restaurantes, tiendas, almacenes y grandes superficies donde efectivamente se le dice ‘no’ al plástico de un solo uso. Avanzaríamos más si se usaran materiales biodegradables en los empaques de plástico, que es el desafío que debemos plantearnos como sociedad.
A lo anterior hay que agregar el ingrediente de la educación ambiental que se estableció recientemente en Santa Marta como política pública, impactando el plan curricular en los colegios. La tarea hay que hacerla completa. Por eso lo hemos acompañado de una estrategia de sensibilización y formación ciudadana virtual, entendiendo que no solo en las aulas se construyen las sensibilidades que demanda este cambio de paradigma.
¿Cuál es nuestro legado? Mientras usted leía esta columna, a los océanos llegaron 120 toneladas de plástico. ¿Cuántos toneladas se acumularon para no biodegradarse en el suelo o cayeron en el río o en el mar de su ciudad?
(*) Ambientalista. Directora del Departamento Administrativo Distrital de Sostenibilidad Ambiental (Dadsa) de Santa Marta (Colombia).