Por Mario Perlaza
A los 16 años, Alexa no sabía qué era destapar un regalo, vestir una prenda nueva en navidad o compartir en familia una cena de nochebuena. Solo conocía de los cultos en el templo pentecostal al que asistía con su mamá, del abuso de su propio padre, quien intentó accederla carnalmente cuando tenía 12 años, y de la violencia que, en 1999, los sacó corriendo a su mamá, a su hermano y a ella, de Tuluá, en el Valle del Cauca, a sus nueve años. Su destino, en ese momento, fue San Vicente del Caguán, donde, debido a que su hermano era colaborador de las Farc, pudieron conseguir una casa que les regaló el jefe del Bloque Oriental de las Farc, Víctor Julio Suárez Rojas, alias el Mono Jojoy o Jorge Briceño. Hasta entonces, Alexa quería ser policía.
En su infancia no tiene recuerdos de alguna navidad feliz. Su mamá no las celebraba, era pentecostal, y desde niña la obligaba a ir al templo, pero eso no era lo suyo. Una vez, acabado el culto, mientras los “hermanos y hermanas” se daban la mano, Alexa cantó: “yo no olvido el año viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas…”, una estrofa de una tradicional canción navideña colombiana, y para su mamá fue un gran insulto, lo cual le comunicó con un mirada. “Yo andaba ‘parchada’ con mi vestido, pero, en serio, fue desde la inocencia”, relató.
Para 1999 el Bloque Calima, conformado por varios hombres de los hermanos Castaño, quienes lideraban las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), arribaron a Tuluá, un municipio a casi dos horas de Cali, la capital del departamento del Valle del Cauca. Según Rutas del Conflicto, los paramilitares se asentaron por un tiempo en la zona por el llamado de empresarios que querían un mayor control. En esa ciudad y sus alrededores los “paras” perpetraron cuatro masacres: en El Placer, Chorreras, Piedritas y Buenos Aires, todas cometidas en cuestión de dos meses, entre julio y septiembre de ese año. De todas las tantas víctimas que dejaron las Auc en Tuluá, estuvo el tío de Alexa, un caficultor señalado de ser colaborador de las Farc, por lo cual el resto de la familia dejó su lugar de origen y se fueron al Caquetá.
En ese lugar estuvieron menos de tres años. Alexa estudió en la escuela rural que construyó la comunidad con ayuda de la guerrilla, para entonces, había pasado la oleada paramilitar en su pueblo, por lo que decidieron volver. De nuevo en el Valle, una noche su papá intentó abusar sexualmente de ella, pero pasaron tres años hasta que ella decidió contarle a su mamá, quien, contradictoriamente, le dijo a ella que se fuera de la casa, porque era lo mejor y le dio un consejo: no buscar a Kunta Kinte, uno de los comandantes guerrilleros más cercanos a su familia. “Yo me fui, qué más iba a hacer. Me fui, dije: qué hijueputas, solo sé fritar un huevo”.
Las turbulentas navidades
“Las Farc éramos una organización bien estructurada. Todo tenía un orden, hasta para preparar la fiesta de Navidad”, dijo Alexa a Infobae. La distribución no era complicada, los comandantes del frente se reunían en la mañana para definir qué escuadras se encargaban de qué labor y qué se iba a comer: si carne a la llanera, tamales o cerdo. La comisión financiera era la que salía a la población, vestidos de civil, porque era obligatorio dejar el uniforme si se entraba a algún caserío o pueblo.
Ellos compraban desde la masa para los buñuelos y los ingredientes de la natilla hasta el ron, la cerveza y el aguardiente. Al volver, otros guerrilleros mataban el animal que se comerían, otros acomodaban la pista de baile y se encargaban del sonido, que siempre estaba conectado a una planta eléctrica que cargaba cada frente. La diferencia siempre fue la fecha: pocas veces festejaron un 24, 25, 31 o 1 de enero. “Esa celebración se daba de acuerdo a los operativos militares, hermano. Por inteligencia nos enterábamos cuándo iban a bombardear y, de acuerdo a eso, nos organizabamos”, indicó Rochi.
Así sucedió el 2 de enero de 2013, día en el que planeaban realizar su fiesta anual. “Cuando teníamos todo organizado, vimos a un avión no tripulado sobrevolar la zona y sospechamos que algo iba pasar, pero eso era normal, nos movimos un poco y, a las cinco de la mañana, le metieron nueve bombas al lugar. Eran bombas de 500 o mil libras. Ese día, desembarcaron a las Fuerzas Especiales del Ejército, para ver si había muertos o algún comandante caído. Ahí duraron 72 horas y luego los recogieron. Después, interceptamos la comunicación del Ejército para confirmar que se habían ido e hicimos nuestra fiesta en otro lugar. En el sitio donde bombardean se puede demorar años para que algo pueda crecer otra vez”, recordó la mujer. Según su testimonio, esa era la táctica del Ejército cada vez que atacaban sus campamentos, por eso no les cogía por sorpresa.
En el año nuevo de 2011, no se hizo fiesta por la amenaza militar. “Era verano y había luna llena, lo que hicimos fue prender un radio, escuchamos música a poquito volumen y destapamos un tintico que habíamos guardado ese día. Creo que bailamos, sin hacer bulla, y cuando se partía el año, independientemente si había fiesta o no, siempre nos preguntábamos cuántos llegaríamos al próximo año nuevo. Esa era la conmoción de cada diciembre. Al final, nos dimos el feliz año, abrazo y ya. Nos faltó el vino caliente”, recordó entre risas.
A pesar de eso, la primera navidad de Alexa dentro de las Farc estuvo sumida en el arranque de uno de los gobiernos que más duro golpeó a las guerrillas: el segundo periodo de Álvaro Uribe Vélez. Aunque cuatro años después, en 2010, sería Juan Manuel Santos, con quien negociarían después en La Habana, quien celebró la baja del Mono Jojoy. En el 2006 “el palo no estaba para hacer cuchara”, como le dijo la excombatiente a Infobae. Ese año no hubo fiesta, se hizo natilla, buñuelo, pero los operativos militares que se llevaban a cabo en el Caquetá tenían contra las cuerdas a los guerrilleros.
Las fiestas de las Farc eran de dos días. Quizá las únicas 48 horas del año donde podían emborracharse, comer y celebrar que seguían vivos. “Una vez hicimos un año viejo que duró un mes. Lo rellenamos de hojas secas y jodimos resto con él, pero obvio, no lo pudimos quemar, porque estábamos en zona boscosa, donde eso se prendiera ahí echaba humo y en ese momento estábamos en cese al fuego unilateral. No nos podíamos arriesgar”.
El 2015 fue la última navidad de las Farc como grupo guerrillero. Ese año estuvieron en las selvas del Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete, en el Caquetá. “Estábamos en medio del jolgorio de la mesa de diálogos y también nos encontrábamos muy cerca del parque Chiribiquete. Ese día hicimos natilla, buñuelos y la verdad eran otros aires de navidad, como diría Héctor Lavoe. Realmente no sabíamos que iba a ser la última navidad como Farc Ep y la pregunta ese año no fue cuántos íbamos a estar el próximo diciembre, esa vez fue ¿a dónde nos van a llevar las Farc?, porque veníamos hablando de lo que entonces se conocían como las terrepaz, que eran los lugares que se convirtieron en las Zonas Veredales Transitorias de Normalización, donde estuvimos un año después. Esas cosas para nosotros eran punzadas muy grandes de que algo iba a cambiar.
Pero la esperanza se llegó a desvanecer por un momento el 2 de octubre de 2016, un año después, cuando los colombianos salieron a las urnas a votar el plebiscito que aprobaba o no la implementación de los acuerdos de paz entre las Farc y el Gobierno. “La apuesta de nosotros era la paz, pero estaba la malicia indígena de que ya habíamos tenido cuatro intentos de paz en el pasado y como decía la frase “nada está acordado hasta que todo esté acordado” entonces sabíamos que en cualquier momento se iba a romper la vaina. Cuando pasó dijimos: ‘bueno, pues hagámosle (a seguir combatiendo), qué hijueputas’”, dijo Alexa, pero recordó que les impresionó ver cómo, al otro día, hubo movilizaciones masivas en las principales ciudades del país, pidiendo un nuevo acuerdo, “eso nos devolvió la esperanza”.
La primera navidad en paz
Contrario a muchos de sus compañeros, Alexa no salió a buscar a su familia. “Tú no vas a volver al lugar donde te maltrataron. Puede sonar resentida, pero ni modo”. Su primera navidad después de la guerrilla la vivió con la familia de una profesora de diseño que solía visitar el campamento donde estaban y con la que, incluso, conoció los resultados del plebiscito. La mujer le preguntó por los planes que tenía para navidad, ya que era su primer año en Bogotá, una ciudad a la que había llegado hace unos pocos meses junto a Carlos Antonio Lozada.
“Ella me dijo que qué iba a hacer y me fui para allá. Habían llegado algunos primos suyos de Argentina y me sentí como una más del montón. Fue una navidad muy particular porque yo nunca había tenido una en medio de la tradición y cuando se hicieron alrededor del pesebre me habían empacado regalos. Uf, me dio mucho guayabo, fue bastante emotivo.
Con el acuerdo de paz se reintegraron a la vida civil más de 13.000 excombatientes, según la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, entre ellos estuvo Paula Sáenz, como era conocida en el grupo armado. Pero ni en su casa cuando era una niña, ni en el Caquetá en medio de la selva, Alexa jamás encendió las luces de un árbol; en la primera, porque su mamá no lo aprobaba, y en la segunda, porque si lo hacía, sería una de las que nunca volvería a vivir una navidad, una de las que no llegaron al siguiente año.