“A las tres de la mañana del 24 de diciembre de 1994 entramos al Hotel Bauen Suite (…) en el corazón de Buenos Aires. (…). El sitio me pareció desolador y oscuro”, así recuerda Victoria Eugenia Henao, su primera Navidad en Argentina, hace ya 26 años; por lo menos, así lo narra en su libro “Mi vida y mi cárcel con Pablo Escobar”.
En el texto, la viuda del que es considerado el narcotraficante más sanguinario de la historia de Colombia, asegura que ese lugar, convertido en hospedaje, en algún tiempo había sido el centro encubierto de operaciones de la Secretaría de Inteligencia del Estado, SIDE, la entidad encargada de centralizar todo el aparato represivo del Estado durante la dictadura argentina.
“Decidí que no nos quedaríamos”, asegura en su relato. A poco de que amaneciera ese día antes de Navidad, Henao y su hijo, que para entonces había cambiado su nombre de Juan Pablo Escobar Henao por el de Juan Sebastián Marroquín Santos, tomaron un taxi para buscar un aparta hotel “bien ubicado”, según se lee en el libro. “Encontramos un lugar con salita, cocineta y dos habitaciones. Era lo que buscábamos. Pagamos un mes por adelantado. Teníamos un lugar seguro por lo menos para los siguientes treinta días, lo que nos parecía una eternidad. Hacía una década vivíamos como nómadas, sin saber dónde estaríamos la siguiente noche”.
En una reciente entrevista con el portal colombiano Semana, la viuda de Escobar revivió ese viaje que los sacó de Colombia y terminó llevándolos a Buenos Aires. “Después de la muerte de Pablo, ningún país del mundo nos quería recibir. Todas las puertas estaban cerradas para la viuda de Pablo Escobar. El único que aceptó recibirnos fue Mozambique, y para allá arranqué con mis hijos”, recordó Henao en el diálogo con el portal informativo.
Tras escapar de la llamada cárcel de La Catedral y volver a la clandestinidad, el principal interés de Pablo Emilio Escobar Gaviria era sacar a su familia de Colombia, para ponerla a salvo de sus muchos enemigos. Ese fue el centro de una nueva negociación para una eventual entrega ante el gobierno colombiano y la clave de una estrategia de los organismos de seguridad para, eventualmente, hacerlo cometer un error y descubrir su ubicación.
El 27 de noviembre de 1993, un año antes de que la familia Escobar aterrizara en Buenos Aires y apenas unos días antes de que el capo cayera baleado sobre el techo de una casa en Medellín, María Victoria Henao, sus dos hijos y su nuera abordaron un avión de Lufthansa con destino a Frankfurt. El destino final era Maguncia, donde recibirían la ayuda de una comunidad religiosa para comenzar una nueva vida, alejados de la muerte y la destrucción creada por su esposo y padre.
Sin embargo, el gobierno alemán decidió no admitirlos, y el 29 de noviembre todos debieron regresar a Colombia, para ser resguardados en residencias Tequendama, un hotel propiedad del Ejército colombiano, donde se orquestó el final del capo. Mientras su familia se encontraba allí, después de ser inadmitida en Alemania, un desesperado Pablo Escobar habló por teléfono más tiempo de lo recomendado, así, aseguran las autoridades, pudieron triangular su ubicación y, finalmente, darle de baja.
Tras la muerte de Escobar, Henao y su familia seguían con una idea fija en su mente, salir de Colombia. “Lógicamente nos tenemos que preparar, queremos salir del país, queremos pedirle a alguien, cualquier persona, que nos pueda ayudar a hacerlo, queremos educarnos, queremos prepararnos”, aseguró Juan Pablo Escobar, en ese entonces con 16 años, en la que quizás fue la única entrevista que dio tras la muerte de su padre, al noticiero NTC.
El único lugar que accedió a recibirlos fue Mozambique, un pequeño país del sureste de África con la mitad de la población de Colombia. “Como no teníamos alternativa, pensamos que ese iba a ser nuestro destino. Yo pensé para mí misma: tengo la responsabilidad de educar a mis hijos. Si Pablo se equivocó con las decisiones que tomó, yo no puedo hacer lo mismo y tengo que sacarlos adelante”, aseguró en su entrevista para Semana.
Sin embargo, la situación se tornó bastante difícil. “Esa experiencia fue un horror. Las condiciones de vida que vi ahí eran desalentadoras, no había posibilidad para la educación de mis hijos, iba al mercado, pero no podía comprar casi nada pues el régimen controlaba todo. Si queríamos pensar en universidad, allá la morgue es la universidad de medicina. Yo no sabía qué hacer hasta que Sebastián, mi hijo, que tenía entonces 16 años, me dijo: mamá o nos vamos de aquí o yo me suicido”.
Desesperada, reunió de nuevo a su familia y tomaron un avión con destino a Buenos Aires. “Allá se podía entrar como turista por tres meses y las cosas se fueron desarrollando por sí solas. Llegamos a las 5 de la mañana del 24 de diciembre y estamos viviendo aquí desde hace 26 años”.
Ese 24 de diciembre, recuerda en su libro, agotados, durmieron durante todo el día, y se despertaron justo para esperar su primera Navidad en el exilio. “Había pasado un año desde la muerte de Pablo y sentíamos una profunda tristeza. Nos repartimos las cartas de Navidad, una tradición familiar, un ritual que todavía conservamos. A pesar de la aflicción, salimos a caminar la ciudad decorada y entramos al centro comercial Buenos Aires Design, repleto de gente feliz. Nadie sospecharía jamás que la familia de Pablo Escobar estaba en ese lugar. Nos sentamos en una mesa de las terrazas del lugar y cenamos. Puse el poco de fuerza y el amor que me quedaban para acompañar la incertidumbre y finalmente logramos pasar un rato afectuoso y lindo. Seguíamos con nuestra premisa de vida: un día a la vez”.
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