Y en las redacciones Me Too también

La periodista colombiana Vanesa Restrepo, del diario El colombiano, denunció que fue abusada sexualmente por su jefe. En junio lo relató en el diario y ante la Justicia y hace un mes el caso se conoció en todo el país. “Es una pelea que decidí dar a pesar de todo lo incómodo de contar la historia”, dijo

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Vanesa ingresó a El colombiano en octubre de 2015 para cubrir temas de seguridad, corrupción y minería
Vanesa ingresó a El colombiano en octubre de 2015 para cubrir temas de seguridad, corrupción y minería

Nació en un pueblo de vacas lecheras y pesca de truchas. Su mamá, Cecilia Barrientos, vendía empanadas de carne, buñuelos de queso frito, pasteles de pollo y tamales. Su papá, Luis Restrepo, atendía una tienda donde vendían las empanadas, buñuelos, pasteles y tamales. En Belmira, a 66 kilómetros de Medellin, Colombia, había una sola biblioteca y una sola computadora en esa biblioteca. Con solo cinco mil personas parecía que no se necesitaba más. Solo parecía. Vanesa Restrepo sí. Por eso leía hasta las etiquetas de shampoo y los salmos de la misa. No podía perder la oportunidad cuando se le cruzaban letras en un pueblo donde cruzar no incluía el riesgo de autos que eran solo para el alcalde y el sacerdote. Al bus había que esperarlo a cada hora y las personas se saludaban solo, también a la distancia, con la mano.

No es cierto que las maestras son como una segunda mamá (para hacer de la docencia otra forma de sacrificio mal pago signado por la idea de cuidado pulcro y blanco para las mujeres) pero la maestra (de cuarto grado) que le cambio la vida se llamaba Cecilia, igual que su mamá. Y cuando ella tenía casi diez años le dijo que se tenía que dedicar a escribir y que para eso lo mejor era ser periodista.

Le hizo caso. Terminó la secundaria. Se fue del pueblo. Estudió periodismo en la Universidad de Antioquía. Su papá murió y se pagó los gastos como empleada en una papelería. A los 21 años empezó a trabajar de periodista. Dejó de leer etiquetas, replicar salmos, tomar apuntes, sacar fotocopias y comenzó el oficio de escribir. A los 21 años entró a El mundo. De ahí pasó a Latin Press y El tiempo, hasta que, en octubre de 2015, hace cuatro años, ingresó a El colombiano para cubrir temas de seguridad, corrupción y minería. Nada podía correrla de su sueño.

Nada no. No fue el techo de cristal lo que le frenó la carrera (porque ella sabe subir más alto en coberturas que incluyen vuelos en helicóptero por el verde impenetrable de la selva colombiana en donde conoce que los espacios sombreados son explotación ilegal de riquezas naturales), ni siquiera el piso pegajoso que no deja ascender (porque ella prefiere calzarse borceguíes y volver de las coberturas entre piedras, oro y tierra con fango hasta las rodillas). El obstáculo a su trabajo fue la puerta trabada. En su cuerpo. En su cara. No se trata, para Vanesa, como para muchas, de salir del closet, sino de sobrevivir al closet -la traba- de la violencia machista. Y en las redacciones me too, también.

-Durante tres meses tuve la carta de renuncia lista para imprimir porque no me aguantaba ver a ese tipo. Me daba miedo físico. Sentía ganas de salir corriendo, de no estar ahí, de no tenerlo que ver -relata dos días después de enterarse de que ya no va a compartir el mismo espacio físico. Y esa, solo esa, es la victoria. No se tuvo que ir de la redacción, ni va a tener que ir a la redacción temblando. No va a dejar de escribir.

Vanesa Restrepo tiene la camiseta puesta. Literalmente. Es una chomba negra que dice “El colombiano” en el pecho y que certifica su oficio con la palabra “prensa” en la manga. No es simple contar noticias en un país de post conflicto con un mapa de militares, guerrilla, narcotráfico, corrupción y paramilitares en una apuesta a la paz, que no deja de ser jaqueada, que no deja de ser defendida, con el cuerpo también.

Ascenso a la montaña Cerro Tusa, declarada parque arqueológico de Antioquía
Ascenso a la montaña Cerro Tusa, declarada parque arqueológico de Antioquía

Ella viene a la entrevista, en una noche de sábado en Medellín, la ciudad con el túnel (de oriente) más largo del mundo y el récord de muertes (6.349 homicidios en 1991 en un pico que superó a Al Capone) en el reinado sicario de Pablo Escobar, que hoy es mito y un click en las series de Netflix, que hoy se reinventa entre la memoria y la vitalidad de la comuna 13 y cientos de jóvenes que se preguntan, en el Festival Gabo, en el museo vivo del verde latino que es el Jardín Botánico, igual que Vanesa (que fue a preguntar cómo preguntar mejor al taller de entrevista de la conductora mexicana Carmen Aristegui), cómo contar mejor las historias, para que no cuenten otros lo que vale la pena contar (y vivir para contar).

Vanesa llega, sin escalas, aterrizada de un helicóptero que la llevo a la comunidad indígena murrí (a diez horas de Medellín en las vueltas de las carreteras sin ruta y de personas sin siquiera lugares de atención médica accesible) que sacan el oro con un plato (batea), sin contaminar y sin usar mercurio. El 60 por ciento de las mineras son mujeres y lograron subir el pago del 40 por ciento de su valor al 90 por ciento como efecto de la unidad en el reclamo.

Esa es la nota que va a escribir. Y el valor es también similar al oro del siglo XXI: que las mujeres (y periodistas) incomodadas, abusadas, discriminadas, acosadas o maltratadas por machismo no dejen de vivir, trabajar, desear, gozar y escribir.

Ella denunció ante la Fiscalía de Medellín que sufrió abuso sexual por parte de un macro editor (un jefe con un cargo superior). Pidió que a él lo cambien de piso o que trabaje desde su casa para ella no tener que abandonar su espacio de trabajo o minimizar su rendimiento, ya jaqueado por el sueño que no respira más de cuatro horas seguidas sin despertarse en estado de vigilia. Y ni siquiera la prescripción médica de no tomar café (en el país de la onda al tinto o al negro bien cargado) le da un descanso sin susto por cerrar los ojos y que cerrarlos sea entregarse al laberinto de las puertas con cerrojo.

Hasta que el 3 de octubre le dijeron que el denunciado había sido corrido de piso (solo un piso de distancia cuesta tanto esfuerzo a pesar de ser tan poco y tan simple como un piso) y que ella ya podía volver a trabajar sin el escudo de la zozobra o el blindaje del temblor como contraseña de llegada a su silla y su computadora.

A los 33 años volvió a escuchar las palabras de su mamá Cecilia después de contarle lo que no le quería contar, pero que no le podía ocultar porque fue viralizado en un video de “Las igualadas” y en la columna de la periodista Ana Cristina Restrepo: que confía en ella, que lo que le haga bien está bien.

El caso fue expuesto en un video de “Las igualadas”
El caso fue expuesto en un video de “Las igualadas”

No son un salmo, pero también las repite, se las repite, como su decisión de denunciar para no callar cuando decidió escribir, para que la historia no se repita, para que no le pase a otras. Las decisiones nunca son sencillas. Y ella aguanta de día y llora o despierta en la noche cuando recuerda que le preguntaron cómo estaba vestida, por qué había bebido o no tenía plata en su billetera, si no es mejor callar y que nadie sepa o hable de su vida o que el feminismo es un extremo que mancha o salpica (como un sobre de kétchup mal abierto que dispara partículas rojas al espacio) el buen nombre y honor de caballeros intachables e indefensos. Y más llora cuando, además, dicen (y a la revictimización judicial, policial, social se le suma la periodística y laboral) que trabajar con ella es peligroso –ni hablar de compartir una cerveza- porque es una hiena que fabula.

Vanesa cuenta su historia, también, porque su historia es parte de seguir contando historias:

-Entre la noche del 17 al 18 de mayo, el viernes y el amanecer del sábado ocho personas fuimos a tomar una cerveza después de la redacción (las jornadas de los viernes son las más largas porque se adelantan los temas del fin de semana) y entre ellas el macro editor (se preserva la identidad mientras continúe el proceso judicial). A mí no me gustaban sus chistes machistas, pero tenía confianza con él. Fue tres años mi jefe y no creí que era una amenaza. Tomamos cerveza, aguardiente y tres personas de la fiesta se marearon y yo me encargue de conseguir un taxi, mandarlos a su casa y verificar que llegaran bien. Yo consumí licor, estaba entonadita, pero no ebria. Me acuerdo de cada detalle de lo que pasó. Me fumé un cigarrillo y me dieron nauseas. Fui al baño. Él me toca la puerta y me dice que todo el mundo se fue. Yo le dije que tenía que ir a un cajero automático porque no tenía tarjeta ni efectivo para irme en taxi a mi casa. Él estaba con su carro y me dijo que me llevaba para que no camine porque era la una de la mañana. Cuando me subí me dijo: “No te bajes, vení a mi casa que está mi novia y hay otra habitación donde te podes quedar y salís temprano por la mañana”. Entramos y me dice que se va a acostar en otra habitación y que si necesito algo, le avise. Le escribo a mi mejor amiga que estoy ahí y me quedo dormida en posición fetal.

Pero no la sacudió una pesadilla, con la que ahora convive, sino una sensación indeleble de asco y susto:

-Me desperté a la media hora porque sentí que me jalaba el body por arriba del jean, tenía una mano dentro de la vagina y otra en los senos y siento algo más en un intento de penetración. Me levanté muy asustada. No me salía la voz. Temblaba. Pensé que tenía que salir de ahí porque me iba a hacer cualquier cosa.

Salir no era una opción lineal. La puerta tenía seguro.

-Cuando me dormí la puerta estaba abierta y después estaba con seguro. Le empiezo a dar puños y patadas. Él sale de la habitación y me dice que me calme y hablemos, que no es lo que me estaba imaginando. Le digo que es un hijueputa y que voy a llamar a la policía. Empiezo a correr y me pierdo en el edificio. Cuando encuentro la salida me lo encuentro a él subido al carro. “Venga yo la llevo”, me dice. Empiezo a correr. Llego al cajero (porque no tenía plata para un taxi ni un Uber) y cierro con seguro. El parquea el carro y se queda esperando. Yo estaba temblando y me tiro a correr como si fuera un maratón y me cruzo una calle sin mirar y paro el taxi sin mirar la placa.

Le manda un WhatsApp:

-Como puta mierda que eso no se le hace a nadie. Y procure nunca más acercarse a mí.

Al otro día fue a trabajar. Sin comer. Sin dormir. Le pidieron que se vaya a un pueblo a hacer una cobertura y suspendió un turno médico para cumplir la orden que era la posibilidad más a mano que tenía de huir.

-No sabía qué hacer, si contarlo o no. Yo me recriminaba haber tomado y, sobre todo, haber salido sin plata porque si no me hubiera tomado un taxi. Decidí quedarme callada casi un mes -relata Vanesa.

¿Qué la hizo cambiar de idea?

-Hubo un par de encuentros malucos en la redacción. Me cerró la puerta de la cara Hacía chistes, me miraba y se reía y yo sentía que se estaba burlando de mí. El 10 de junio me decidí a hablar. El 13 de junio cuento todo en el diario. Me dicen que no es asunto laboral porque no es jefe directo, ni paso en horario laboral, ni en espacios laborales, que es un asunto privado entre dos personas, que hay que hacer un llamado a la prudencia y trabajar en equipo. El 18 de junio me preguntan qué enseñanzas me había dejado esto para la vida. Me ofrecen que yo hable con él. Yo estaba muy mal. Lo veía en la redacción como si nada con un montón de mujeres a cargo y me hervía la sangre porque le podía hacer eso a cualquiera. No era capaz de quedarme callada.

El 19 de junio hizo la denuncia ante el Centro de Atención Integral a Víctimas de Abuso Sexual (CAIVAS) de la Fiscalía General de la Nación, del municipio de Medellín, en el departamento de Antioquía. La caratula dice “Acto sexual abusivo con incapaz de resistir” (artículo 210 del Código Penal). El 12 de julio la llamaron a declarar.

Las cosas no mejoraban. La causa estaba parada. Ella no dormía. Y el denunciado seguía en su piso en la redacción, a solo 15 pasos de distancia.

En el Municipio de San Carlos, luego de una cobertura periodística
En el Municipio de San Carlos, luego de una cobertura periodística

El 22 de agosto conocí a Vanesa en Medellín. Creí, igual que ahora, que las redacciones libres de violencia son el verdadero desafío del periodismo de género. Las penas o las absoluciones las tiene que poner la justicia (sin dejar de saber que la justicia es machista). Pero los protocolos de violencia de género deben preservar el trabajo de las mujeres. Pedir que Vanesa pueda escribir sin la sombra de quien denuncia es apenas un piso por encima de la vara (tan baja) de la lucha contra el machismo en el periodismo.

El 22 de septiembre la denuncia de Vanesa Restrepo se viralizó en todo Colombia gracias a un video que lanzaron “Las Igualadas”. El diario sacó un comunicado. “Es una pelea que decidí dar a pesar de todo lo incómodo de contar la historia”, subraya Vanesa. El 25 de septiembre 55 integrantes de la redacción firmaron una carta pidiendo a El colombiano que promueva un protocolo específico, con una ruta de acción clara, para casos de acoso y abuso sexual; que se genere una capacitación en violencia sexual y de género y que se produzca un producto audiovisual, por parte de los periodistas de El colombiano, sobre violencia de género para uso interno y para las audiencias, con una cita al documento “Género, salud y seguridad en el trabajo”, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

No hay medios de comunicación impolutos ante escenarios nuevos. Porque lo nuevo no son los abusos, sino que las mujeres no se callen. La diferencia no son los errores, sino el camino a partir del zigzag frente a escenarios distintos. Lo fundamental –en todos los espacios jaqueados por denuncias- no es solo qué se hizo, sino, fundamentalmente, qué se va a hacer de ahora en más. Porque el silencio no es una opción.

La periodista Ana Cristina Restrepo investigó el caso de Vanesa Restrepo junto con Juan David Ortiz para radio Blu. El denunciado alegó en la entrevista: “Ella se monta en el carro y le digo si quería amanecer en mi casa (…). Yo no la presioné ni me la llevé engañada ni a las malas. Mi casa tiene cuatro habitaciones. Yo le organice una habitación y volví a la habitación donde estaba ella porque me había dejado el celular, conecté el cargador, yo creo que es el peor error, de las equivocaciones de esa noche y me acosté en esa cama donde estaba ella. Al momentico ella se despertó y yo le dije ‘pana ayudeme a buscar el celular, no se dónde lo dejé’. Buscamos el celular entre los dos y estaba en la almohada que estaba como en los pies míos, me dijo ‘yo no sé que usted me iba a hacer, pero eso no se hace’ y salió. Escuché que ella estaba tratando de abrir la puerta, no podía abrir fui y yo mismo le abrí”.

El curso de la investigación le corresponde a la Justicia. Pero revertir la traba invisible (o visible) que frena o tacklea la carrera laboral de las mujeres es un desafío de las redacciones libres de violencia. Y Ana Cristina lo sabe. Ella tiene 49 años. Trabajó en El colombiano desde los 22 hasta los 29 años. Sufrió acoso y se salvó por la protección de la ex periodista Margarita Inés Restrepo Santamaría. “¿Qué pasó acá? Se sale ya”, lo increpo al periodista que se metió en el baño para acorralar a Ana sin testigos.

Ana Cristina Restrepo
Ana Cristina Restrepo

Cuando los diarios dicen que llueve es que hasta hacer pis puede ser peligroso para las mujeres. “Hace veinte años nos pasaban cosas pero no decíamos nada porque no estaba la cultura de hablar y nosotras también estábamos en esa cultura”, compara Ana Cristina Restrepo.

El caso de Vanesa Restrepo tuvo más eco, pero solo porque planteó sin rodeos un problema que ya se conocía. La Red Colombiana de Periodismo con Visión de Género (RCPVG) lanzó, el 9 de febrero de 2018, la campaña #PeriodistasSinAcoso y apuntó: “En las salas de redacción, muchas mujeres periodistas han sido agredidas sexualmente por sus jefes, compañeros de trabajo y fuentes durante el ejercicio de su profesión, convirtiéndose esta práctica en una violación a los derechos humanos de las mujeres y una situación que atenta contra el trabajo digno e igualitario. Dentro de un medio de comunicación, hay claras relaciones de poder entre periodistas y jefes de redacción, editores y directivos, que pueden implicar decisiones laborales de impacto negativo sobre los periodistas: desde aislamiento y pocas oportunidades para cubrir noticias hasta el despido”.

-Las mujeres callamos porque sentimos miedo de perder lo que tenemos: familia, trabajo, imagen y aunque es muy doloroso callar preferimos eso a todo lo demás. No podemos seguir callando porque el silencio es el escudo en el que se protegen. La principal victoria es vencer el miedo. Yo elegí hacer periodismo porque me gusta y estuve a punto de renunciar porque alguien me agredió. Yo no le hice nada. ¿Por qué me tengo que ir? Denunciar y quedarme es mi forma de decir que no se lo puede volver a hacer a nadie. Hay un límite. Y que históricamente lo hayan podido vulnerar no quiero decir que este bien. No hay ninguna razón para que las periodistas que trabajamos tengamos que pensar que nos ponemos para que no toquen la mesa, silben, acaricien las piernas y vivamos con miedo. No hay derecho. Quiero seguir escribiendo. Mi decisión es la misma desde los diez años y se mantiene -reafirma Vanesa, que sabe que escribir es como bailar, bajar las piernas hasta el piso para volverlas a subir y que el descenso sea apenas impulso. Y subraya:

-Yo hago esto porque lo amo.

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