"La narrativa que ha triunfado en Colombia es que somos un país violento, pero si uno lo mira numéricamente, en lo que hemos sido excelsos es en irnos de la violencia, en huir. No solamente en eso, sino en armar la vida de nuevo", dijo Julieta Lemaitre Ripoll, que desde 2017 es una de las juezas de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas.
Doctora en ciencias jurídicas por la Universidad de Harvard y profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, es una destacada académica, pero sobre todo una ávida investigadora. Cuando le surgió la posibilidad de integrar la JEP estaba terminando un largo trabajo de campo, que la llevó a recorrer gran parte del país para hablar con víctimas de la guerra, principalmente mujeres. Personas que habían tenido que dejar sus casas en territorios ocupados por las FARC o por paramilitares.
El resultado de ese trabajo es El Estado siempre llega tarde. La reconstrucción de la vida cotidiana después de la guerra (Siglo XXI Editores). El libro, que tiene rasgos marcadamente etnográficos, reconstruye el periplo de los desplazados internos, uno de los fenómenos más dramáticos del más de medio siglo de conflicto armado que desgarró a Colombia.
Desde la independencia, las elites fracasaron en el proyecto de establecerse sobre todo el territorio. No somos el único país de América Latina que no logró consolidar el Estado nación, pero sin dudas somos un ejemplo notable
La autora se propuso comprender el recorrido de esas personas, entender cómo hicieron para salir adelante y cómo se organizaron colectivamente después de la huida. Un conocimiento que debería ser tenido en cuenta por el Estado en el diseño de las políticas públicas destinadas a estos sectores, aunque no suele ser así.
"Hay una tensión permanente entre la vida del barrio, de las personas que llegaron y rearmaron sus vidas, y el Estado, que a veces llega casi para destruir eso y crear programas de ayuda", dijo Lemaitre Ripoll en esta entrevista con Infobae.
Un diálogo que estuvo atravesado por los conflictos que dividen a Colombia, un país polarizado en torno al acuerdo de paz firmado en 2016, que fue rechazado en un plebiscito por el 50,2% de los que fueron a votar —menos de la mitad del padrón—. La JEP está en el centro de los cuestionamientos de quienes se oponen al pacto, porque consideran que está pensada para garantizar la impunidad de líderes guerrilleros que cometieron todo tipo de crímenes. Muchos de los detractores son partidarios del ex presidente Álvaro Uribe (2002—2010), principal impulsor de la campaña del "No", y del actual mandatario Iván Duque, que trató sin éxito de modificar algunos artículos de la ley que regula su funcionamiento.
—El título del libro es El Estado siempre llega tarde. Un conflicto como el colombiano, con parte importante del territorio ocupado por grupos irregulares, indicaría un Estado que en algún punto es fallido. ¿Cuáles cree que son las razones por las que el Estado colombiano ha tenido tanta dificultad para asentarse en el territorio y cumplir su rol?
—Tiene que ver con la historia y la geografía. Colombia es un país fragmentado físicamente por las cordilleras. Hay 70 pueblos indígenas con lenguas propias, precisamente porque no se comunicaban entre ellos por esas divisiones. Desde la independencia, las elites fracasaron en el proyecto de establecerse sobre todo el territorio. No somos el único país de América Latina que no logró consolidar el Estado nación, pero sin dudas somos un ejemplo notable de esto. Sin embargo, cuando digo que el Estado siempre llega tarde estoy pensando después de todas las guerras. Desde el punto de vista del Estado, sin él no hay vida civil. Pero desde la experiencia de las personas, sí puede haber vida civil sin Estado. Es lo que describo en el libro.
La narrativa que ha triunfado en Colombia es que somos un país violento, pero si uno lo mira numéricamente, en lo que hemos sido excelsos es en irnos de la violencia, en huir
Buena parte de las ciudades fueron construidas por migrantes del campo que llegaron y que, con esquemas de autoconstrucción y sociedades de ayuda mutua, hicieron barrios enteros, con un Estado que llega tarde, después de que la gente ya hizo la barriada y está organizada de alguna manera. Yo empecé siguiendo a quienes llegaban huyendo del conflicto armado y lo que encontré es que las políticas públicas desconocen lo que la gente ya ha logrado, sus capacidades y su inteligencia. Y, de alguna manera, lo que premian es el fracaso y la indefensión. Aspiran a distribuir los bienes y recursos entre las personas que no han podido salir adelante, y no reconocen los ricos entramados sociales que hay en estos barrios. Entonces, hay una tensión permanente entre la vida del barrio, entre las personas que llegaron y rearmaron sus vidas, y el Estado, que llega casi para destruir eso y crear programas de ayuda.
—Hay un idea que está muy presente en el libro que es la de la huida, que contrapone a una idea generalizada de que Colombia es un país violento. ¿Por qué reivindica este concepto de la huida?
—La narrativa que ha triunfado es que somos un país violento, pero si uno lo mira numéricamente, en lo que los colombianos hemos sido excelsos es en irnos de la violencia, en huir. No solamente en eso, sino en armar la vida de nuevo. Es un país que tiene 8 millones de víctimas, de las cuales 6 millones y pico son desplazados internos, gente que huye en pequeños grupos familiares y rehace su vida. La gente que ha huido es mucho más que la violenta. Tener éxito en poner a los niños en un colegio, conseguir el subsidio de salud, conseguir el dinero para la vida diaria, la comida, el lugar de la vivienda. Es un vocabulario de supervivencia que surgió después de la guerra civil de mediados del siglo XX. Hay varias generaciones de personas que llegaron sin nada porque no quisieron morir. Hemos preferido como país perderlo todo a morir, o a dejar que a los hijos los recluten o que las hijas sean novias de los guerreros.
A mi me conmovió mucho el acuerdo de paz. Se abrió la oportunidad de una transformación que siempre va a ser parcial en tanto vivamos en un régimen de prohibición de la coca
¿Por qué se va la gente? Hay un grupo que se va porque los amenazan, pero la mayoría, porque no tolera más la guerra. En una situación de conflicto, uno no tiene muchas posibilidades de vivir la vida que considera buena, porque todo el tiempo tienes que aceptar. Si a los vecinos los matan, no puedes salir a protestar, toca obedecer y bajar la cara frente al guerrero. Si están interesados en tus hijas, toca proveerles el acceso. Una señora me dijo: 'A mi no me pasó nada, pero empezaron a aparecer muertos todas las semanas, y yo me puse flaca de los puros nervios'. Es intolerable esa situación. Entonces, cuando la gente llega a la ciudad, no solo tiene que reconstruir la comida, la vivienda, la salud, sino la capacidad de vivir una vida que le parezca buena.
—El acuerdo de paz pretendió en alguna medida empezar a subsanar esto y que ya no haya gente que tenga que huir. Se van a cumplir tres años desde la firma. ¿Qué balance hace, cuánto de lo que se pretendía lograr se cumplió?
—A mi me conmovió mucho el acuerdo de paz. Se abrió la oportunidad de una transformación que siempre va a ser parcial en tanto vivamos en un régimen de prohibición de la coca, por todas las circunstancias que son ampliamente conocidas, de la imposibilidad de prohibir realmente un mercado que tiene una demanda tan vibrante, con gente en Estados Unidos y Europa dispuesta a pagar tanto por una planta que en los Andes se da silvestre. Colombia puede tener una paz que siempre estará limitada por el poder del narcotráfico. Pero dentro de esas circunstancias, la desmovilización de las FARC y ese acuerdo de paz generaron una ventana de oportunidad tremenda.
Hemos preferido como país perderlo todo a morir, o a dejar que a los hijos los recluten o que las hijas sean novias de los guerreros
El país está geográficamente formado de corredores, lugares por los que se puede pasar, en medio de otros por los que no, como selvas impenetrables o montañas. Las FARC estaban ubicadas en muchos de esos corredores, que son críticos para el movimiento, principalmente, de cocaína, aunque también hay minería ilegal y tráfico de armas. Al retirarse, si el Estado llegaba a dominar esos corredores, era la oportunidad de transformar el país. Pero lo que yo aprendí hablando con las mujeres desplazadas es que el Estado tiene que llegar reconociendo que la gente que está ahí ya ha hechos cosas y ya está organizada. Esto es muy difícil material y conceptualmente. Son sitios sin carreteras ni luz eléctrica, y no tenemos un punto intermedio. Nos imaginamos o la ausencia del Estado y la barbarie, o la presencia plena, con calles y luz. Pero cómo se llega es lo que no sabemos. Es el reto actual, en un momento en el que una parte del país no quería el acuerdo de paz.
—Por un lado está el desafío de integrar a todos esos territorios que estaban excluidos, pero por otro está la búsqueda de una reconciliación o un entendimiento, en un país que está muy dividido. Es lo que mostró el plebiscito, por más que tuvo muy baja participación. Usted trabaja en la JEP, que es vista por muchos de sus detractores como una garante de la impunidad. ¿Entiende a quienes piensan de esa manera? ¿Qué es lo que responde a esa acusación?
—Yo entré a la JEP en parte como conclusión de este libro. Es difícil, incluso para uno que no ha vivido la guerra, vivir una buena vida en el sentido cívico en un país en el que tanta gente ha venido de la guerra con tantas necesidades. Mi conclusión era que la única manera era trabajando por un Estado que logre llegar a los sitios a los que no había estado y responder a las necesidades. La JEP no es solo un tema judicial, sino que es parte de esa apuesta del acuerdo de llevar el Estado a donde no estaba. Llegar con Justicia para dar cuenta del pasado, como parte de otras acciones. Pero lo que está pasando en el país es que todos los odios, los rencores y los silencios, o la identificación del otro como un enemigo que hay que eliminar, antes estaban expulsados de la política y ubicados en la guerra, pero ahora están llegando a la política. Eso está causando una enorme conflictividad, con acusaciones y amenazas, y se ve de una manera pública un odio que antes estaba silenciado y expulsado hacia la periferia.
Es un reto muy difícil porque son muchos años de guerra, con enemistades que van en el nivel personal, como 'usted mató a mi padre', hasta un nivel ideológico, que la gente siente con un intenso apasionamiento. Se han vuelto a oír acusaciones en la político como 'usted es comunista', 'usted es fascista', palabras que reflejan conflictos que la política occidental, no solamente en Colombia, tiene dificultad para tramitar en lo público. Es parte del reto que estamos enfrentando ahora.
—En este contexto, la JEP tomó una decisión de mucho impacto político, que fue liberar a Jesús Santrich (uno de los jefes de las FARC, acusado por Estados Unidos de traficar droga después del acuerdo). Para los detractores del acuerdo de paz fue vista como una confirmación de lo que pensaban, porque la institución terminó liberando a alguien acusado de delitos graves. ¿Cómo generar credibilidad en un terreno tan polarizado y complejo?
—Santrich se convirtió en el símbolo de muchas cosas que cruzan el acuerdo de paz. De la oposición del partido de gobierno y de los partidarios del No, que se manifiesta en muchos aspectos. Cuando hicieron la campaña, la extradición de los guerrilleros no era un tema. Pero apareció ahora con Santrich. La oposición es apasionada y los temas lógicos van apareciendo y girando en torno a la pasión. Pero la cuestión es la impunidad, que no van a ser suficientemente castigados. Eso va al corazón de la tensión que existe en una justicia transicional, entre la paz y la justicia entendida como algo retributivo. En los regímenes de transiciones se pacta. Se dice que no va a haber tanto castigo y a cambio va a haber paz. Es una oposición al corazón mismo de ese acuerdo. 'No estoy dispuesto, por la paz, a aceptar' cosas que han ido variando. En este momento es 'no estoy dispuesto a aceptar a Santrich'.
La JEP no es solo un tema judicial, sino que es parte de esa apuesta del acuerdo de llevar el Estado a donde no estaba. Llegar con Justicia para dar cuenta del pasado, como parte de otras acciones
Además, está el hecho de que Colombia ha sido siempre un aliado de Estados Unidos. Hay un acuerdo de extradición entre los países que el pacto modifica parcialmente. Entonces hay un debate que va más allá del sí y del no, y que tiene que ver con la relación con Estados Unidos, con la presencia de la DEA y la presión misma de la embajada estadounidense. Son muchas las cosas que se cruzan con el tema Santrich, que se ha vuelto un símbolo que captura todos estos intereses, miedos y dificultades de una sociedad en transición.
—Considerando las dificultades de un proceso transicional, no es lo mismo lidiar con un Poder Ejecutivo encabezado por Juan Manuel Santos, principal impulsor del acuerdo, que por Iván Duque, el emergente de un espacio político que se manifestó tan fuertemente en contra y que trató de modificar el funcionamiento de la JEP. ¿Cómo es la relación con un Poder Ejecutivo que por momentos puede ser hostil?
—Depende de qué parte del Ejecutivo. Colombia tiene un programa que es ejemplo en el mundo de desmovilización de guerrilleros, que se ha mantenido como técnico y que es necesario para la labor de la JEP. Parte de la reinserción social de los antiguos combatientes pasa por la Justicia y la rendición de cuentas. Y ahí no hay problemas. Es más en el escenario político, en el Congreso, con los cambios de normas, y en los medios, que en la parte técnica, que va avanzando mientras se dan estos grandes debates. Como yo estoy en una sala donde me toca la parte técnica, en general no experimento esos conflictos.
—¿Es posible que haya un acercamiento entre estas posiciones antagónicas tan fuertes ante el conflicto sin un acuerdo político entre los dos grandes polos?
—Es difícil predecir, pero hay esperanza en la medida en que incluso los extremos más opuestos están de acuerdo con el diagnóstico y la solución. El diagnóstico es que buena parte de la violencia que hemos vivido es por la ausencia del Estado en estos territorios, que desde hace 30 años están dominados por economías ilegales, sobre todo el mercado de la cocaína. La izquierda y la derecha están de acuerdo en que es un problema y en que es la causa principal, y también en que la solución es llevar el Estado. Es un consenso emergente que trasciende la parte ideológica.
Son muchas las cosas que se cruzan con el tema Santrich, que se ha vuelto un símbolo que captura todos estos intereses, miedos y dificultades de una sociedad en transición
Mucho de lo que se está poniendo ahora en escena tiene que ver con las elecciones regionales de octubre y con una transformación en Colombia que es paralela a la de la guerra: que es un país cada vez más urbano y educado. De hecho, es un país de ingreso medio. Es una transformación demográfica, social y económica, por la que la gente está votando distinto. Cada vez más por sus opiniones y menos por las maquinarias políticas. Entonces, en parte, eso genera una reconfiguración del espacio político. ¿Quién se va a quedar con ese voto de opinión? Es una cosa coyuntural de este año que yo creo que se va a calmar. Pero detrás hay algo más estructural que es un consenso en torno a que Colombia tiene que llevar el Estado a todo el territorio nacional, y no solamente como garante de la seguridad, como policía y Ejército, sino como vías, servicios públicos, educación, salud. Hay una visión compartida de que esa es la tarea.
Por eso, el libro busca hacer una intervención en ese debate señalando que el Estado no llega a un Estado vacío, sino que en esos sitios hay comunidades, reglas, relaciones, y que el Estado tiene que aprender a llegar a de una manera que lo haga legítimo, sabiendo que compite con otros actores que proveen lo que históricamente no ha podido proveer, que es la regulación de las relaciones sociales.
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