Cada vez que el sol se pone y el cielo estrellado es la única luz visible, sale a merodear entre las ruinas de las casas coloniales un cráneo bovino de cachos curvos que ya no asusta a nadie en el pueblo ribereño de Santa Rita, pero que recuerda a los pocos que se atrevieron a habitarlo de nuevo, aquella noche de terror en la que un grupo de paramilitares los sacó corriendo tras un derramamiento de sangre. Los días, en cambio, se pasan intentando sobrevivir a orillas de una ciénaga que ya casi no da peces.
Para llegar a Santa Rita hay que cruzar el río Magdalena en una chalupa desde el puerto de Sabanalarga. A 15 minutos navegando sobre el afluente más importante de Colombia se desembarca en Sitionuevo, el casco más urbano de lo que sigue de recorrido. Son dos horas más en una moto de tres puestos por un camino escarpado y polvoriento. Por la llanura el sol de media mañana tiene los pastos quemados después de pasar por Remolino, la cabecera del pueblo.
Uno sabe que se acerca a Santa Rita cuando aparece el jagüey (zanja o pozo de agua donde abreva el ganado) al que saltan los niños para refrescar el bochorno de los 38 grados de la temperatura normal de toda esta región Caribe del norte del país. En la primera calle ya se ven las casas desmoronadas por la guerra, comidas por la maleza. Sobresale entre las demás la de los 'cachacos' –como se llama a las personas oriundas del interior del país–, una construcción de dos pisos que se lleva toda una esquina.
"Se llamaban Ana Margarita Cabarcas Gutiérrez y Andrés Avelino Pertuz Pertuz, eran comerciantes de pescado", dijo desde la tienda de enfrente Sugey Torres, la profesora del pueblo. O lo fue cuando todavía había escuela, ahora se dedica a atender el negocio de víveres que tiene en su casa. Pero ese día dejó al mando a su hijo menor, la esperaban en el patio un grupo de mujeres congregadas por su prima, quien había llegado desde Remolino con secadora y cepillo en mano para arreglarles el cabello.
Ahí, con tintos para engañar el calor, recordaron entre todas los pormenores de aquel 16 de septiembre de 1999. Eran más de las tres de la madrugada cuando se apagó la luz, los habitantes ya estaban advertidos, algunos cerraron con seguro y otros salieron corriendo monte adentro. Una caravana de hombre del Bloque Adán Rojas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entraron disparando y, derribando puertas a patadas, casa por casa sacaron a la gente hasta la cancha de fútbol ubicada en la entrada del pueblo.
Lista en mano separaron a los cachacos, al profesor Luis Mariano que no encontró su documento de identidad, a dos tenderos y a una pareja de esposos. Los llevaron a un lugar apartado. De regreso a la cancha indicaron a la multitud que los fueran a recoger. Y mientras la gente levantaba los cadáveres, los hombres al mando de Rodrigo Tovar Pupo, alias 'Jorge 40', arrancaban los postes de alumbrado público y las ventanas y techos de las casas que no quemaron, y destruían la escuela y la iglesia. Antes de que terminaran no debía quedar nadie en el pueblo, era una orden.
–Eso fue horrible –comentó Aura mientras las demás asentían.
–Esa noche yo me había ido a dormir donde mi hermana, que vivía en una casa de techo de palma alejada, y hasta allá no llegaron los 'paracos' –dijo doña Carmen– Yo no salí hasta el día siguiente.
–Menos mal no viste eso –le replicó Alicia. –Eso era un lago de sangre. Les dispararon con silenciador, porque nadie escuchó nada, cuando llegamos fue que supimos que los habían matado.
–Los mataron a todos dizque por colaborar con la guerrilla. Los cachacos eran los únicos que fiaban en su granero, seguro vendieron a algún guerrillero sin saberlo, aunque aquí no había guerrilla –explicó Sugey.
–Nos dijeron "recójanlos" y eso empezaron a acabar con el pueblo, quemaban todo, tumbaban hasta los techos para que no se quedara nadie –dijo Aura.
–La gente salió fue corriendo, dejando los animales, los enseres, todo, na' más con lo que tenían puesto –dijo Sugey.
Esa fue la primera noche del éxodo final. Todas las 4.000 familias que conformaban a Santa Rita salieron desplazadas para municipios aledaños. Algunos, como doña Carmen Herrera, se fueron días posteriores. "Ellos dijeron que volverían. Ya no había luz, cuando apagaban la electricidad uno sabía que habían llegado, pero ya no nos iba a avisar nada. En mi casa ya nadie comía. Así que preferimos salir con un par de maletas. No quedó nadie en el pueblo".
Doña Carmen cuenta su propia historia, tiempo después de la reunión, dentro de las ruinas de su propia casa. Ahora vive al lado, en un cuarto de ella, que fue lo que alcanzó a construir con la plata que le pudo enviar su hijo mayor, quien después del desplazamiento masivo no quiso regresar más y siguió su vida en Venezuela.
"Terminé en Sabanalarga con mi esposo y mis dos hijos, allá estuvimos 13 años hasta que un hombre que se enamoró de mi hijo menor me lo mató frente a mí. Su papá ya me había dejado por otra mujer, entonces decidí volver para recuperar la casa que me habían dejado mis papás, y terminar mi vida ahí, como ellos. Ya los paramilitares se habían desmovilizado y eso estaba más tranquilo", contó.
Como doña Carmen regresaron poco más de 100 familias, algunas a viviendas prefabricadas donadas por el Estado luego de que un juez ordenara la restitución del corregimiento, otras construyendo las suyas propias para evitar las tejas de zinc que calentaban todo el interior. Pero todas viven entre casas abandonadas que convirtieron a Santa Rita en una especie de pueblo fantasma. Aunque no siempre fue así.
Antes de que comenzara el conflicto armado en Colombia, Santa Rita era el corregimiento más importante de Remolino, adyacente a caños que alguna vez comunicaron al río Magdalena con la Ciénaga Grande de Santa Marta. Era un punto estratégico que conectaba a varios departamentos de la región Caribe, por eso –dicen– las AUC pusieron su objetivo en él. Era una ubicación fundamental para dominar un vasto territorio y restarle espacio geográfico a la guerrilla.
Pero ese corredor también le servía a los pobladores de la zona para sacar sus productos y venderlos. La gente vivía de la ganadería a pequeña y mediana escala, de la pesca en la ciénaga y de la agricultura, con cultivos de yuca, arroz y auyama, principalmente. Con ello abastecían de alimento a varios municipios del Magdalena y a la ciudad de Barranquilla. "Desde las seis de la mañana salía la gente al puerto en siete, ocho canoas. Era el mejor pescado. Yo tenía una tienda en mi casa y mi pareja una cantina", contó doña Carmen.
Hoy el abandono ha vuelto el suelo difícil de volver a sembrar, la comida que antes se vendía ahora se compra. La Ciénaga Grande de Santa Marta atraviesa una problemática ambiental por distintos factores que la tiene agonizando, y los peces ya no salen como antes. Lo único que han recuperado de a poco han sido los animales: las vacas, los cerdos, las gallinas. El agua llega una vez al día por unas dos horas en el mejor de los casos, la luz eléctrica se corta a cada rato y solo hay un punto de un internet intermitente.
Se reabrió la iglesia a la que llega un sacerdote una vez al mes a celebrar una misa. La escuela sigue en ruinas, los niños deben viajar una hora en moto hasta Remolino para poder estudiar. Eso, si no llueve. "Son más los días que pierden clases que los que van. Ese camino se vuelve un lodazal y por ahí no pasan motos porque se atoran", aseguró Sugey. Ella y el grupo de mujeres, por su parte, han logrado, trámite tras trámite, que la Gobernación de Magdalena las capacitara en panadería y repostería y les donara una batidora, moldes, insumos y un horno.
Y así va Santa Rita, negándose a perderse después de la inclemente guerra que solo en Remolino dejó 6.013 afectados según el Registro Único de Víctimas. Ya tranquilos pero con una latente incertidumbre de volver a repetir el terror. Y recordándolo cada vez que se va la luz en el pueblo, cuando un joven se pone de máscara un cráneo bovino para salir a asustar dentro de las ruinas, siguiendo una tradición familiar que llega con él a la tercera generación, solo que ya no asusta, porque hubo ya miedos peores.
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