Con más de 10 millones de muertes humanas al año, el cáncer representa la segunda causa de muerte en todo el mundo. El número de casos aumenta constantemente desde hace varias décadas, un fenómeno a menudo atribuido al envejecimiento de la población, a una exposición cada vez mayor a contaminantes ambientales potencialmente cancerígenos, en particular a los pesticidas, o al aumento de la tasa de obesidad en muchos países.
Pero los humanos no son la única especie afectada por el cáncer. De hecho, si esta enfermedad ya está bien documentada en mascotas y animales de granja, ahora sabemos que también está presente en la gran mayoría de organismos multicelulares, desde mejillones hasta elefantes. Sin embargo, no todas estas especies tienen la misma susceptibilidad al cáncer. Por ejemplo, el antílope cervicapre, una especie herbívora originaria de la India, casi no desarrolla cáncer, mientras que el kowari, un pequeño marsupial carnívoro procedente de Australia, tiene una tasa de cáncer muy alta.
Determinar los factores que explican por qué determinadas especies animales se ven mucho menos afectadas por el cáncer y comprender los mecanismos que originan esta resistencia constituye, por tanto, un tema de investigación prometedor para desarrollar nuevos tratamientos.
Los animales grandes no tienen más cáncer que otros: la paradoja de Peto
En este contexto, las especies de gran tamaño resultan especialmente interesantes para los investigadores. De hecho, los animales grandes tienen muchas células y cada una de ellas podría volverse cancerosa.
En efecto, el cáncer es causado por una acumulación de mutaciones, es decir, alteraciones accidentales del ADN. Dentro de las células existen mecanismos eficientes de reparación del ADN, lo que hace que la aparición de mutaciones sea poco común. A pesar de todo, estos se acumulan a un ritmo regular durante la vida de los organismos. Cuando estas mutaciones afectan a genes que regulan la proliferación celular, relacionados con la reparación del ADN o con la estabilidad del genoma, el funcionamiento de la célula puede verse alterado. Esto puede provocar una proliferación incontrolada de células, que luego pueden formar un tumor.
Así, si asumimos que todas las células tienen la misma probabilidad de acumular mutaciones, entonces los animales más grandes, con más células, deberían desarrollar más cánceres. Este también es un patrón que encontramos en determinadas especies como los humanos y los perros, en las que el gran tamaño se asocia con una mayor probabilidad de desarrollar cáncer .
Sin embargo, al comparar la frecuencia del cáncer entre especies de mamíferos, esta correlación con el tamaño corporal no es cierta. Por lo tanto, las especies grandes no desarrollan más cáncer que otras .
Este fenómeno se llama paradoja de Peto en honor al estadístico y epidemiólogo inglés que lo afirmó por primera vez. Por tanto, este descubrimiento sugiere que la evolución del gran tamaño se produjo junto con la aparición de mecanismos de resistencia al cáncer más eficaces. Asimismo, estos mecanismos también podrían existir en especies con una esperanza de vida más larga, en las que las mutaciones tienen, por tanto, más tiempo para acumularse. Varios equipos de científicos de todo el mundo buscan ahora identificar los “secretos” de estos animales para luchar contra esta enfermedad.
Una multitud de mecanismos de resistencia al cáncer.
La especie emblemática asociada a la paradoja de Peto es el elefante africano, ya que fue la primera especie de gran tamaño en la que se identificó el mecanismo de resistencia al cáncer. El genoma del elefante contiene 20 copias de un gen concreto, llamado TP53, mientras que nuestra especie solo tiene una copia. La proteína del gen TP53 se encarga de monitorizar y eliminar las células con comportamiento anormal. También juega un papel en la reparación del ADN, limitando el desarrollo de procesos cancerosos en estos paquidermos.
En el mundo marino, es la ballena de Groenlandia la que ilustra una vez más esta paradoja, con un mecanismo de resistencia al cáncer que actúa antes. De hecho, este mamífero que vive alrededor de 200 años dispone de un sistema de reparación del ADN muy preciso y muy eficaz para determinados tipos de daños. Este sistema involucra dos proteínas que limitan la acumulación de mutaciones que provocan la transformación de células sanas en células cancerosas.
Las especies más pequeñas también tienen poderosos mecanismos anticancerígenos. La rata topo desnuda, campeona de la longevidad entre los roedores, es extremadamente resistente al cáncer. Parece tener varios mecanismos para limitar el desarrollo de tumores. Esta especie, por ejemplo, tiene una sensibilidad diez veces mayor a la densidad de las células dentro de un tejido, en particular gracias a una producción importante de un azúcar complejo, una forma muy densa de ácido hialurónico. Así, si se agrupan demasiadas células en una misma zona, dejan de dividirse, impidiendo la formación de tumores.
¿Una fuente de inspiración para la medicina?
Desde las palas de las turbinas eólicas modeladas a partir de aletas de ballena hasta la fuerza de sujeción del velcro que imita los frutos de bardana, la vida ha sido una fuente de inspiración para la tecnología durante siglos. Este enfoque, llamado biomímesis, también se ha aplicado al mundo médico en varias ocasiones. Sin embargo, hasta ahora se ha utilizado poco para combatir el cáncer, que es una de las enfermedades más mortales.
El gran tamaño ha surgido de forma independiente muchas veces durante la evolución (diez veces sólo en los mamíferos), lo que sugiere la posible aparición de otros tantos mecanismos de resistencia al cáncer.
Esta hipótesis actualmente está respaldada por investigaciones, ya que, para cada especie estudiada y resistente a esta patología, se ha descubierto un mecanismo diferente. Así, mediante el estudio de nuevas especies, será posible identificar muchos otros mecanismos de resistencia al cáncer, con la esperanza de que uno de ellos sea aplicable a tratamientos destinados a humanos.
*Mathieu Giraudeau: Investigador CNRS en Biología Evolutiva, Universidad de La Rochelle
*Cristal Morín: Estudiante de doctorado en biología animal y oncología comparada, Universidad de La Rochelle
*También son autores de esta nota Luisa Maillé, Estudiante de doctorado en biología evolutiva y oncología comparada, Universidad de La Rochelle; Orsolya Vincze, estudiante de postdoctorado de la Universidad de La Rochelle; y Steve Desaivre, Ingeniero en biología, Universidad de La Rochelle.
*Este artículo se publicó originalmente en The Conversation