Cuando la pubertad golpea, trae consigo —entre otras cosas— una explosión de aromas, una fragancia tan intensa como la revolución hormonal que la desata. Si los bebés tienen un olor que los adultos perciben como adorable, los adolescentes, en cambio, huelen bastante mal. Un grupo de científicos alemanes, dirigidos por Helene Loos, de la Friedrich-Alexander-Universität (FAU), de Alemania, se propuso descifrar este fenómeno y analizó las moléculas responsables del inconfundible aroma a adolescencia, ese perfume tan característico como complicado para las narices paternas.
En la investigación, cuyos resultados se acaban de publicar en Communications Chemistry, participaron 18 bebés y niños pequeños, y 18 púberes entre 14 y 18 años. Con la precisión de un perfumista, los expertos recolectaron muestras de su sudor axilar y las sometieron a un minucioso escrutinio instrumental.
El veredicto fue claro: la composición química del olor corporal sufre un dramático giro odorífero con la maduración sexual. Los hallazgos plantearon interrogantes sobre la evolución y la comunicación interpersonal que trascienden el mero acto de oler.
Tanto en la infancia como en la pubertad se comparten aldehídos de aroma fresco y jabonoso, pero en las axilas adolescentes se da una concentración elevada de ácidos carboxílicos asociados a notas mucho más pungentes: pasto recién cortado, queso intenso, almizcle natural. Y como si fuera poco, en lo que podría llamarse “Esencia Adolescente” aparecen dos potentes esteroides ausentes en el sudor de los más pequeños, con un inconfundible tufillo a tierra.
¿El culpable de semejante cóctel maloliente? Las glándulas sebáceas, que despiertan con la pubertad y se encuentran con su némesis: un ejército de bacterias que descomponen el sebo en esas temidas moléculas del hedor juvenil. En la piel de bebé, en cambio, sin suficiente sebo, estos apestosos compuestos simplemente no se forman en altas concentraciones. Persiste así ese dulce aroma que derrite a cualquier padre.
“Esto tiene mucho sentido, porque el olor del bebé facilita el vínculo con sus progenitores”, interpretó Ilona Croy, psicóloga de la Friedrich Schiller University Jena y coautora del estudio, en diálogo con Scientific American. Pero, claro, llega un día en que el niño se transforma en un adolescente con ansias de libertad. Desprenderse del perfume de la infancia es un empujón olfativo hacia la independencia.
Algunos escépticos, como Charles Spence, psicólogo experimental de la Universidad de Oxford, creen que “los olores corporales cambian con el tiempo, pero quizás no tienen un propósito comunicativo”. Estos académicos ponen en duda que exista una predisposición evolutiva de los padres a acercarse a sus bebés por el aroma y a alejarse de los adolescentes por el mismo motivo. Quizás simplemente aprenden a asociar esa fragancia con la dopamina que liberan porque cuidarlos los gratifica.
“Probablemente sea solo un subproducto”, admitio Croy ante la publicación sobre ciencia. Pero eso no implica que no haya un rechazo innato al olor adolescente. Sucede en otros ámbitos de la naturaleza: los peces estrechamente emparentados, por ejemplo, se repelen entre sí al alcanzar la madurez sexual. Un mecanismo anti-incesto bastante efectivo.
El equipo de investigadores ahora apunta a escanear los cerebros paternos mientras huelen a sus retoños, en busca de las áreas que se activan frente a cada fragancia. También esperan identificar si algunas moléculas odoríficas persisten toda la vida, como una huella olfativa única. Pero, de momento, el estudio abre la puerta a una comprensión más profunda sobre la comunicación olfativa humana. Y ha dado sustento científico a la queja de tantos padres sobre el temible tufo adolescente.