El 31 de diciembre de 2019 Jeremy Farrar, uno de los científicos más importantes del Reino Unido y miembro del Grupo Científico Asesor para Emergencias (Sage, por sus siglas en inglés) esperaba un avión para regresar a su casa desde Ruanda, donde había visitado los centros de vacunación contra el ebola. Para hacer tiempo se puso a revisar su correo electrónico. Encontró un mensaje llamativo sobre una neumonía misteriosa en un hospital en China.
La fuente era seria: el Programa de Vigilancia de Enfermedades Emergentes (ProMED), un organismo independiente, con más de 80.000 miembros en 201 países, dirigido por la Sociedad Internacional de Enfermedades Infecciosas. Tenía fecha del día anterior y decía:
Neumonía no diagnosticada. China (HU):RFI.
HU quería decir Hubei, la provincia central en la que se encuentra la ciudad de Wuhan; “RFI” significaba “request for further information”, solicitud de información adicional.
Recordó que los síntomas iniciales del SARS, la primera epidemia del siglo XXI, en cuyo combate había trabajado, habían sido exactamente los de una neumonía. Le envió un mensaje de texto a un colega de China, George Gao, director del Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CCDC) en Beijing:
¿Estás bien? Avísame si necesitas algo.
Gao no respondió el texto sino que lo llamó de inmediato, contó Farrar en su nuevo libro, Spike: The Virus v The People (De punta: el virus contra el estado), que salió con gran estruendo en el Reino Unido no sólo porque critica severamente la gestión de la pandemia de COVID-19 que hizo el gobierno de Boris Johnson (quien personalmente terminó en un respirador, infectado de coronavirus y enfermo de gravedad) sino porque analiza las claves geopolíticas de un episodio todavía pendiente de resolución, en momentos, además, que los Estados Unidos reabren la investigación sobre el origen del SARS-CoV-2.
“Muy pronto el mundo se enterará de un grupo de casos de una nueva neumonía procedente de Wuhan”, le confirmó Gao. “Los casos ya se habían comunicado a la Organización Mundial de la Salud (OMS)”. Le dijo también que no se preocupara: no era SARS, por fortuna. Quedaron en volver a comunicarse en los días siguientes.
Era bueno que no fuera SARS, pensó Farrar al abordar el avión, pero ¿qué era? Recordó cuando él y otros colegas que colaboraban en Vietnam, en 2004, alertaron sobre un brote potencialmente serio de gripe aviar, H5N1: todas las alarmas se escucharon a tiempo y los contagios no superaron los 100; sin embargo, nunca olvidó que la tasa de mortalidad había llegado al 60 por ciento.
Bajó del avión en Londres pensando en escribir un informe a Eliza Manningham-Buller y Mike Ferguson, presidenta y vicepresidente del Wellcome Trust, la cuarta fundación del mundo en términos de fondos (£ 29.000 millones, o USD 39.741 millones) para investigación médica, que él dirige desde 2013.
Entonces el libro —y la historia, como acaso hallarán los investigadores del porvenir— se transforma en una narración al estilo de John LeCarré.
Días más tarde, cuando el gobierno chino negaba con vehemencia que hubiera razones de alarma, pero los médicos se contaban entre ellos y en las redes sociales que los casos aumentaban dramáticamente, Manningham-Buller, ex directora general del MI5, advirtió el potencial del asunto.
”Las epidemias desestabilizan la política tanto como las guerras: diseminan el caos junto con la enfermedad”, sintetizó Farrar sus intercambios con la ex jefa de los espías británicos. Lo que ya se conocía como “neumonía atípica de Wuhan” necesitaba atención urgente de los científicos “pero también era el terreno de los servicios de seguridad e inteligencia”.
La crisis sanitaria y la posguerra fría
Fueron semanas largas, en las cuales, por numerosas razones que arman la trama de Spike (escrito en coautoría con la periodista científica Anjana Ahuja), Europa y Estados Unidos vieron llegar el desastre en cámara lenta sin comprenderlo.
“Durante ese periodo hice cosas que nunca había hecho antes: usé un teléfono desechable, mantuve reuniones clandestinas, guardé secretos difíciles. Mantuve conversaciones surrealistas con mi mujer, Christiane, que me convencía de que debíamos informar a las personas más cercanas de lo que estaba ocurriendo”, escribió Farrar, quien durante 18 años dirigió las investigaciones en la sede de la en la Universidad de Oxford en el Hospital de Enfermedades Tropicales de Vietnam, y que ha trabajado en los brotes de VIH —su debut en la medicina—, SARS, gripe aviar, ébola, virus Nipah y dengue.
Nunca había sentido esa clase de miedo. ¿Realmente se avecinaba una crisis sanitaria mundial? ¿Era posible que se tratara de bioterrorismo? ¿Se mantendrían en pie las defensas que durante años se habían intentado construir para la posibilidad de una epidemia como había sido el SARS?
“Si me ocurre algo en las próximas semanas”, les dijo a su hermano y a su mejor amigo, “esto es lo que tienen que saber”.
En enero los científicos chinos identificaron un nuevo coronavirus; en pocos días Farrar obtuvo la secuencia y comprendió que el patógeno era pariente del SARS, lo cual estrujó su corazón. Las cosas se sucedieron velozmente: se confirmó la transmisión entre humanos; se supo que los portadores podían ser enfermos o también personas sin síntomas; algunos podían morir y otros podían sobrellevarlo como un resfrío ligero. Hacia el fin de mes se entendió que lo que se veía en China era la punta del iceberg.
“El mundo no tenía inmunidad natural a este nuevo virus, ni pruebas de diagnóstico, vacunas o tratamientos”, recordó. “El virus tenía todos los ingredientes de una pesadilla”.
La política internacional también acumulaba unos cuantos. “Las relaciones entre los Estados Unidos y China estaban en un mal momento en enero de 2020; una guerra comercial que había comenzado en 2018 con aranceles a la importación se intensificaba y empresas chinas de alto nivel entraban a las listas negras de exportación. Era obvio que la gente pronto comenzaría a buscar un chivo expiatorio a lo que rápidamente se estaba convirtiendo en un desastre global”, escribió. Donald Trump, entonces en la Casa Blanca, hablaba del “virus chino”.
En ese clima, hasta el pensamiento científico sucumbió a las sospechas y los rumores. “Pareció demasiada coincidencia que un coronavirus apareciera en Wuhan, una ciudad con un súper laboratorio”, recordó la presencia del centro de virología de nivel 4 —el máximo— en bioseguridad.
“Las teorías conspirativas que circulaban sobre los orígenes del virus no hacían más que echar leña al fuego, ya de por sí muy grande. Los rumores se centraban en que era un virus creado por humanos y que se había filtrado desde un laboratorio por accidente o, peor aún, había sido liberado a propósito”, agregó.
“Recuerdo estar sentado en la cocina con mi esposa Christiane y decir: ‘Esto podría ser un virus manipulado. Podría ser un accidente de laboratorio, o algo peor’. Al decirlo en voz alta sentí que explotaba una bomba”. Tomó conciencia de que se hallaba atrapado en “uno de los momentos más polarizados de la historia desde la Guerra Fría”.
Las dudas sobre el origen del virus
Aun en el caso menos terrible, el escenario era letal. Y potencialmente —sería así, al cabo de los meses— sumaba cientos de miles de muertos a una discusión en la comunidad científica, donde muchos creen que los estudios de patógenos tan peligrosos son “un mal necesario para prepararnos contra futuras pandemias y para adelantar vacunas” y otros están en desacuerdo y prefieren “mejorar la producción de vacunas o reforzar nuestra capacidad de predecir las pandemias”.
Lo cierto es que esos estudios de alto riesgo existen hace rato. ¿Y si el nuevo coronavirus no fuera tan novedoso?
“Podría haber sido diseñado hace años, puesto en un congelador, y luego sacado más recientemente por alguien que decidió trabajar en él de nuevo. Y entonces, tal vez, hubo... ¿un accidente?”, analizaban los científicos mientras las cifras de víctimas se multiplicaban. Farrar recordó que en 2014 aparecieron en un laboratorio de Maryland, Estados Unidos, seis viejos frascos con el virus de la viruela liofilizado; eran muestras de la década de 1950 y más de medio siglo más tarde “seguían dando positivo en el ADN de la viruela”.
A esa mentalidad suspicaz no ayudaba el hecho de que “este virus nuevo, que se diseminaba como un incendio fuera de control, parecía prácticamente diseñado para infectar las células humanas”.
Spike reconstruyó las tres señales de alarma que encontró Kristian Andersen, del Instituto de Investigaciones Scripps, de California, quien ha participado de los trabajos internacionales más importantes sobre los virus ebola, zika y lassa.
La primera: “El dominio de unión con el receptor, la parte de la proteína de la punta del virus que se adhiere a la célula huésped para infectarla, parecía demasiado bueno para ser verdad: una llave perfecta para entrar en las células humanas”, explicó el libro.
La segunda fue que esta llave iba acompañada de “una pequeña secuencia del genoma conocida como sitio de escisión de la furina, que se observa en los virus de la gripe altamente contagiosos”. Eso le daba unos superpoderes similares a los de la gripe, al hacerlo “más transmisible y más capaz de enfermar, y nunca antes se había visto algo así en los coronavirus”.
Si alguien se hubiera propuesto adaptar un coronavirus, digamos tomando un fragmento específico del material genético humano e insertándolo en la secuencia del patógeno de otro animal, hubiera lucido más o menos como el SARS-CoV-2. “Y entonces Kristian cerró su historia: había encontrado un artículo científico en el cual se había usado exactamente esta técnica para modificar la proteína de punta del SARS-CoV-1 original, el que había causado el brote de 2002/2003″.
Alguien lo había escrito, entonces, como una suerte de “manual para crear el coronavirus de Wuhan en un laboratorio”.
Las semanas que siguieron hasta marzo de 2020, cuando el coronavirus comenzó a desbaratar los sistemas de salud de países europeos como Italia, Francia y España, distintos grupos de científicos colaboraron para analizar las sospechas; en febrero abrieron el diálogo a China mediante Chen Zhu, ex ministro de salud y renombrado hematólogo.
En marzo, tras la incorporación de “mucha información nueva e importante, análisis interminables, intensas discusiones y muchas noches sin dormir”, según describió Spike, Andersen y otros científicos de experiencia internacional (Andrew Rambaut, Ian Lipkin, Eddie Holmes y Bob Garry) dieron su veredicto:
Nuestros análisis muestran claramente que el SARS-CoV-2 no es una creación de laboratorio ni un virus manipulado a propósito.
El documento, “El origen próximo del SARS-CoV-2″, lo presentaba como un regalo envenenado de la naturaleza a partir de dos pruebas: 1) su genética era similar en un 96% a un coronavirus de murciélagos llamado RaTG13 y 2) una versión idéntica de su dominio de unión con el receptor, esa llave exacta para abrir las células humanas, había aparecido en el pangolín malayo, cuya importación ilegal desde Indonesia era común en China.
Entonces, ¿por qué Biden reabrió las investigaciones?
En síntesis, los expertos encontraron que en la naturaleza existen todos los ingredientes para que surja el SARS-CoV-2; eso, sin embargo, “no demuestra que el virus no proceda de un laboratorio”, agregó Farrar. La idea de una prueba irrefutable, como encontrar un animal que sea el exacto intermediario entre los murciélagos y los humanos, como sucedió en el caso de los camellos y el MERS, sigue siendo una abstracción.
Si bien lo más probable es que la explicación más sencilla sea la verdadera —”la naturaleza sumada a la mala suerte”—, otras teorías han seguido circulando.
La primera que citó el científico británico se cifra en las dudas sobre la seguridad del Laboratorio de Virología de Wuhan (WIV), donde la experta Shi Zhengli aloja para estudio una muestra del virus más cercano al SARS-CoV-2, el RaTG13, tomada de una mina de cobre en Yunnan en 2012.
“¿Es posible que un investigador infectado en el WIV haya propagado involuntariamente la enfermedad en Wuhan?”, planteó el texto. Citó a Andrew Rambaut, biólogo evolucionista de la Universidad de Edimburgo, quien evaluó que “la probabilidad de que se produzca una fuga accidental de un laboratorio, mediante alguien que se infecte y luego pase a infectar a otros, es ‘increíblemente pequeña’”. Involucraría demasiados errores como para que nadie lo hubiera notado.
“Otro escenario, por el que se inclinan las autoridades en China, es que el SARS-CoV-2 fue importado por medio de la cadena de abastecimiento de los alimentos congelados. Un puñado de brotes aparentemente vinculados a los mercados de alimentos hicieron que China analizara 1,4 millones de muestras de alimentos congelados; unas 30 presentaban rastros del virus”. Farrar citó a Marion Koopmans, bióloga de la Universidad Erasmo, en Holanda, quien advirtió que podría tratarse de contaminación de la superficie.
La OMS ordenó estudios independientes para verificar si el virus soportaba temperaturas bajo cero: “Es común encontrar virus en los alimentos, pero al congelarlos se esperaría que perdieran mucha capacidad de infección”, continuó Koopmans. Los estudios estudios de la OMS, sin embargo, mostraron que si se pone este coronavirus en un pescado y se lo congela durante tres semanas, todavía es posible recuperarlo. “Permanece estable. Sobre la base de estos hallazgos dijimos que no es posible descartarlo”.
Las dudas también tuvieron aspectos políticos: por ejemplo, la delegación de la OMS a China, en laque participó Koopmans, incluyó a Peter Daszak, de la EcoHealth Alliance, un organismo de investigación sin fines de lucro que ha subsidiado proyectos en el WIV.
Con un gobierno de diferente signo en la Casa Blanca, hoy Estados Unidos realiza una recopilación y análisis de toda la información disponible sobre el COVID-19 para establecer si surgió por primera vez en China de una fuente animal o de un accidente de laboratorio.
“En mayo de 2021, varios científicos, entre ellos Ralph Baric, uno de los investigadores más importantes del mundo en materia de coronavirus, de la Universidad de Carolina del Norte, y Jesse Bloom, cuyo laboratorio de Seattle ha estado a la vanguardia del estudio de las mutaciones, escribieron una carta a la revista Science para pedir una nueva investigación”, resumió el libro. “Exigían que los laboratorios, incluido el WIV, abrieran sus libros y documentación a terceras personas. Poco después, el presidente Biden también solicitó una nueva revisión de las pruebas”.
Ajuste de cuentas políticas
Buena parte de Spike se centra en el Reino Unido y la doble crisis —primero en abril, luego en octubre de 2020— debido a la gestión política de la salud pública. Desde Sage, Farrar fue asesor del gobierno británico. El libro muchas veces parece un ajuste de cuentas político a la vez que un detalle científico de la crisis desde el frente.
“En su papel como titular de Wellcome, habitué de Davos, consejero oficial, negociador con las agencias de las Naciones Unidas, siempre ha parecido tanto un diplomático como un médico”, señaló The Times sobre Farrar. “Lo cual hace aun más llamativo el relato bastante poco diplomático que ha escrito de la pandemia y su papel”.
En efecto, Farrar emplea expresiones duras: “La primera parte de la pandemia fue un caos organizativo, con una combinación de un primer ministro ausente, un aparato estatal disfuncional y múltiples feudos departamentales”, por ejemplo. O sobre la segunda ola: “La historia completa de esta crisis histórica, especialmente los retrasos que precedieron al segundo cierre, a pesar de la gran cantidad de datos que apuntaban a un desastre inminente, exigen una investigación pública inmediata”. O en general: “Muchas de las muertes por COVID-19 en el Reino Unido ocurrieron en enero, febrero y marzo de 2021; eran evitables. Las decisiones políticas que se tomaron, o no se tomaron, en la segunda mitad de 2020 son imperdonables”.
Una de las cuestiones centrales es quién tomó la decisión de apostar por la inmunidad colectiva, algo que hubo que corregir sobre la marcha, con el sistema sanitario al borde del colapso y una cantidad de víctimas inaudita para un país desarrollado.
“No existen antecedentes en la era moderna de poblaciones que hayan logrado la inmunidad colectiva a una enfermedad nueva mediante la infección natural”, sintetizó Farrar. En general, se ha obtenido por vacunación. Entonces, ¿cómo es posible que ya en marzo, cuando era tarde para todo, las actas de las reuniones de Sage no contuvieran siquiera una mención de cierres o confinamiento?
“Cuando las leí más tarde, me pregunté sinceramente cómo podía haber estado sentado a la misma mesa”, recordó sobre aquellas conversaciones.
Según el texto, Sage nunca aconsejó la estrategia de la inmunidad colectiva; Farrar hubiera renunciado en el acto, aseguró. Lo cual llevó el relato al número 10 de Downing St.
“Tal vez habría que aguantar el impacto de entrada”, dijo Johnson el 11 de marzo. Patrick Vallance, el consejero científico del gobierno, habló de la inmunidad colectiva pero, insistió Spike, no para promoverla. “Desde el punto de vista de la salud pública, y del médico, proponer una estrategia que se sabía que iba a causar entre 400.000 y 500.000 muertes y no tratar de hacer algo al respecto sería inaceptable”, escribió Farrar.
Los padres de la criatura parecen haber sido el Equipo de Análisis de Comportamientos de la oficina del primer ministro, que insistía en que la gente se cansaría de medidas como los cierres o el confinamiento antes de que se llegara al pico de la pandemia, y el propio primer ministro, “un libertario confeso que dejó en claro su resistencia a instigar medidas”.
Al 30 de mayo de 2021, detalló el comienzo del capítulo 9, “Esta no tendría que haber sido una pandemia global”, en el Reino Unido, una de las potencias más ricas del mundo, se habían producido 127.775 muertes por COVID-19 y 4,5 millones de casos. Hoy son 136.000 y 7,7 millones respectivamente.
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