Entre los muchos misterios del SARS-CoV-2, que hace aproximadamente un año pasó por primera vez a los humanos, se identificó muy temprano la alteración del sentido del olfato. Casi el 80% de los pacientes de COVID-19 pierden la capacidad de distinguir olores, lo cual se conoce como anosmia. La mayoría la recupera por completo en una semana o en dos; sin embargo, para un pequeño grupo, de entre el 10% y el 20% de los infectados el olfato permanece alterado.
Muchos, simplemente, no pueden oler ni siquiera un perfume fuerte; otros sufren distorsiones por las cuales aromas que les gustaban, o algunos familiares como los del propio cuerpo, parecen cambiados. La parosmia, como se llama este fenómeno, es una manifestación de cómo el coronavirus ataca el sistema nervioso, y actualmente la ciencia sigue esta pista para entender un aspecto aun desconocido, y potencialmente peligroso, de esta enfermedad.
“Las papas fritas pueden oler a carne en descomposición. El café a veces evoca neumáticos incendiados. Y el chocolate puede asumir un olor repugnantemente dulce, químico”, describió The Wall Street Journal (WSJ) algunos de los casos. La parosmia, agregó, “es consecuencia de señales encontradas entre las neuronas sensoriales olfativas, las células nerviosas que se encuentran en la cavidad nasal y detectan los aromas, y la parte del cerebro donde los olores se decodifican y se interpretan”.
Es un fenómeno que se vio antes en otras infecciones, tanto por virus como por bacterias, que atacan y dañan las neuronas, entre ellas la gripe. La diferencia es que el grado de incidencia que la anosmia y la parosmia tienen en el COVID-19 es más alta en comparación. “Los investigadores tienen una cosecha abundante de casos para estudiar”, agregó el periódico financiero en referencia a los trabajos que han realizado científicos de los Estados Unidos y Europa, centralizados por la Escuela de Medicina de Harvard y King’s College London, con la dirección del neurobiólogo Sandeep Datta.
Uno de los casos que se estudiaron fue el de Ellen Glynn, una profesora de artes plásticas de Elizabeth, Nueva Jersey, de 46 años, que contrajo COVID-19 en marzo y perdió el sentido del olfato, completamente, durante tres semanas. Luego lo fue recuperando parcialmente, y con alteraciones; pero en mayo se preocupó porque el tiempo pasaba y seguía sin poder distinguir ciertas comidas y bebidas que habían sido familiares antes del coronavirus, como también productos de limpieza de la casa. “¿Cómo podía ser que las cebollas, el ajo, el café y el detergente de la ropa tuvieran exactamente el mismo olor, el olor de un animal muerto?”, dijo a WSJ.
Por la asociación íntima entre el olfato y el gusto, no podía comer muchas cosas comunes que le resultaba repugnantes, rancias o le provocaban arcadas. “Actualmente Glynn ingiere principalmente muffins, zanahorias crudas y naranjas, pero dice que de a poco los aromas van regresando”, siguió el artículo. “Como parte de un régimen para recordarse a sí misma cómo eran los aromas normales, huele aceites esenciales. Tiene esperanzas de que su sentido del olfato volverá a ser como antes”.
Como muchos sobrevivientes de la infección han manifestado haber quedado bajo una “niebla mental”, es posible que la parosmia sea una señal de la capacidad del SARS-CoV-2 para afectar el sistema nervioso humano. En algún momento se especuló con que la pérdida del olfato podía ser una reacción defensiva de cuerpo, que destruía células sensoriales olfativas para cortar el camino del patógeno hacia el cerebro, pero algunas semanas atrás el estudio colectivo de Harvard lo descartó: la proteína clave en el ingreso del coronavirus al cuerpo, la enzima convertidora de angiotensina (ACE-2), no está presente en ellas.
“Sus experimentos realizados en ratones mostraron que es más probable que el virus dañe las llamadas células sustentaculares”, resumió WSJ. Se trata de células que funcionan como soporte estructural de distintos tejidos, y en este caso son las que se hallan “en la cavidad nasal y permiten el funcionamiento de las neuronas que detectan olores”.
Cuando estas células se infectan, el cuerpo reacciona inflamándolas para aislar el microorganismo que lo invade. “Si el daño de las células de soporte es mínimo, el paciente suele recuperar rápidamente su sentido del olfato. Pero si se dañan muchas células sustentaculares, o si se produce mucha inflamación, también puede suceder que las neuronas mueran, o que su función se altere, lo cual lleva a una pérdida del olfato en el largo plazo, y a la parosmia”.
Para Datta, autor principal de los estudios recientes publicados por el grupo internacional de científicos, la pregunta principal es si el coronavirus ataca y mata directamente a las neuronas, o no. “La generalización de la parosmia refleja el hecho de que en algunos pacientes, definitivamente, estas células se mueren”, advirtió. “La idea principal es que la muerte de estas neuronas sucede mediante un mecanismo indirecto”.
Que en algún momento la parosmia aparezca, en contraste con la continuación de la anosmia, es una buena señal: el sentido del olfato regresa, gradualmente y distorsionado, pero regresa. Es decir que el cuerpo ha empezado a reparar el daño a los nervios que causa el virus.
“Las neuronas olfativas dañadas o muertas pueden regenerarse y restablecer el sentido del olfato a través de transmisores similares a tentáculos, llamados axones, que se conectan con el cerebro mediante aberturas microscópicas en la parte del cráneo llamada placa cribiforme”, describió WSJ. “Los científicos creen que la parosmia es el resultado de un proceso de ensayo y error que se inicia cuando las nuevas neuronas olfativas surgen y se reconectan con el cerebro, donde los olores se procesan y se interpretan”.
El proceso es menos simple de lo que da a entender ese esquema: hay unos 350 tipos de receptores asociados a la identificación de aromas, y el cerebro interpreta un olor como la combinación de distintas señales de ellos. “Si este patrón de señales no está completo, el mensaje que recibe el cerebro no resulta interpretable”, explicó al periódico Nancy Rawson, bióloga molecular del Instituto Monell de Filadelfia especializada en olfato. “Va a retroceder hasta a alguna percepción por default, y parece que ellas son generalmente negativas”.
Eso tiene un sentido en términos de la evolución: es más seguro equivocarse al identificar un aroma como peligroso que lo inverso.
Actualmente la investigación trata de entender por qué la parosmia es tan frecuente entre los pacientes de COVID-19. Si, como creen los científicos, las células de soporte estructural se arruinan por la reacción inflamatoria que el cuerpo produce ante el SARS-CoV-2, una esperanza para abreviar este y otros síntomas sería moderar esa respuesta excesiva. “Manejar la inflamación vinculada a la infección podría ser un camino muy importante hacia la recuperación”, dijo Datta.
Y también indicaría que el coronavirus no invade el cerebro directamente. Lo cual sería una gran noticia.
“Inicialmente, nuestra preocupación era que se tratase de un virus neuroinvasivo, como el Zika”, explicó Jonathan Overdevest, otorrinolaringólogo del Hospital New York-Presbyterian. “Si un virus puede acceder directamente al cerebro, el temor siguiente es que la gente va a tener episodios neurológicos masivos, como apoplejías y tormentas de citoquinas”. Pero los recientes experimentos del equipo internacional parecen indicar que el nuevo coronavirus “no es tan neuroinvasivo como alguna vez temimos”.
Esos hallazgos, subrayó, se deben a los estudios iniciados “por nuestra fascinación por el tema de la disfunción olfativa”. Overdevest supervisa uno de esas investigaciones sobre parosmia en un grupo de 1.400 pacientes de COVID-19; de ellos, el 20% sufrió o sufre todavía ese problema. “La pérdida del sentido del olfato podría ser el canario en la mina de carbón e indicarnos cómo podrían funcionar otros problemas neurológicos, como la niebla mental y la pérdida de memoria”, agregó.
Otra razón, lateral pero de gran importancia, que sostiene estos estudios es que el sentido del olfato tiene un vínculo muy estrecho con la salud mental. “Muchos pacientes que sufren anosmia o parosmia durante mucho tiempo también presentan depresión y angustia”, informó WSJ.
Entre los demás estudios en marcha, Jane Parker, química de la Universidad de Reading, en el Reino Unido, actualmente analiza la base molecular de los aromas para entender qué compuesto específico puede desatar la distorsión del olfato. Sus pruebas se realizan en 45 personas, de las cuales 15 tienen alteraciones en su capacidad de oler derivada de un caso de COVID-19. “Se ha investigado tan poco la parosmia que tenemos que averiguar básicamente cómo sucede”, dijo. “Y hasta que lo comprendamos tenemos pocas esperanzas de tratarla o mitigarla”.
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