COVID-19: ¿cómo sabremos que las vacunas funcionan y son seguras?

No resulta fácil determinar su eficacia. En primer lugar, los investigadores necesitan saber si el simple hecho de administrar una inyección a alguien sirve para algo. En los ensayos médicos participa un gran número de personas, la mitad de las cuales la recibe la y la otra mitad, un placebo

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ARCHIVO FOTOGRÁFICO: Una mujer sostiene un pequeño frasco etiquetado con una etiqueta de "Vacuna COVID-19" y una jeringa médica en esta ilustración tomada el 10 de abril de 2020. REUTERS/Dado Ruvic
ARCHIVO FOTOGRÁFICO: Una mujer sostiene un pequeño frasco etiquetado con una etiqueta de "Vacuna COVID-19" y una jeringa médica en esta ilustración tomada el 10 de abril de 2020. REUTERS/Dado Ruvic

Pfizer y BioNTech acaban de dar a conocer los resultados provisionales del ensayo de su vacuna contra la enfermedad del COVID-19. Aunque no es la única que se encuentra en las últimas fases de prueba, la gran magnitud de su ensayo y el extremadamente cuidadoso diseño de este, por no hablar de sus prometedores resultados, han generado un entusiasmo más que entendible en todo el mundo. Ahora que cada vez estamos más cerca del ansiadísimo comienzo de la vacunación, merece la pena conocer de qué manera los estadísticos ayudan a los médicos a establecer la seguridad de las vacunas.

¿Qué grado de eficacia tienen las vacunas?

No resulta fácil determinar la eficacia de una vacuna. En primer lugar, los investigadores necesitan saber si el simple hecho de administrar una inyección a alguien sirve para algo. En los ensayos médicos participa un gran número de personas, la mitad de las cuales recibe la vacuna y la otra mitad, un placebo. A continuación los participantes tienen que exponerse a la infección, con la expectativa de que la mayoría de los pacientes del grupo de control enferme, pero que la vacuna proteja, al menos, a algunos del grupo tratado.

En ciertas situaciones, al igual que sucede con el VIH o el ébola, incluso el hecho de administrar un placebo es éticamente muy polémico, puesto que hablamos de un índice de mortalidad muy elevado en estos casos. En la enfermedad del coronavirus, los científicos se ven obligados a confiar en la infección natural, puesto que, hasta la fecha, no existe estudio alguno que intencionadamente exponga a los participantes al coronavirus. Como resultado de ello, el cálculo de la eficacia de la vacuna se basa en el número relativamente pequeño de personas que contrajeron COVID-19 por contacto con otras personas contagiadas.

La eficacia de la vacuna refleja el porcentaje del número de personas que cayeron enfermas dentro del grupo de quienes habían sido vacunados y del grupo de quienes no habían recibido la vacuna. El ensayo de Pfizer/BioNTech contó con casi 44 000 participantes, de los que 21 999 recibieron la vacuna.

Los investigadores utilizan análisis estadísticos para marcar los hitos en los que pueden estar cada vez más seguros de que la vacuna funciona, o no, a medida que van surgiendo los casos con cuentagotas. Si el número de participantes fuera pequeño, no quedaría claro si las diferencias entre el grupo que recibió el placebo y el grupo tratado serían reales o solo producto del azar.

Los estadísticos recurren al denominado estudio de la potencia estadística para descubrir cuántos casos necesitamos observar. Para la vacuna de Pfizer y BioNTech, se determinó que las pruebas continuarían hasta registrar un total de 164 casos, todo ello basado en la suposición de que la vacuna tendría una eficacia de un 60%. Para dicho cálculo se tomó como referencia la eficacia de la vacuna contra la gripe estacional. Sin embargo, y dado que las cifras superaban las expectativas, el laboratorio decidió publicar los resultados de los que ya se disponía en uno de los puntos de análisis intermedios.

Se dieron a conocer 94 casos, y la división de los aproximadamente 86 casos en el grupo placebo y los 8 casos entre los pacientes vacunados brindó una eficacia de un 90 %. Así, estaríamos ante un nivel de protección contra el virus más que notable. Aun cuando el estudio se realiza a partir de un número relativamente pequeño de casos, el análisis estadístico permite a los investigadores extrapolar los resultados a lo que podría suceder una vez que la vacuna estuviera en el mercado.

En el ensayo participaron personas de diferentes edades y de distintos grupos étnicos, pero aún se precisan más estudios para valorar si la vacunación protegería a los grupos más vulnerables.

La eficacia final es posible que sea inferior, puesto que administrar el tratamiento resulta complejo por muchas razones logísticas, incluyendo el hecho de que las vacunas con ARN mensajero, como la de Pfizer, deben almacenarse a temperaturas muy bajas. En el mundo real, la vacuna no podría conservarse a la temperatura adecuada y, por lo tanto, podría estropearse.

¿Qué grado de seguridad presenta la vacuna?

En el caso de que la vacuna se administrara de forma generalizada, tanto la comunidad médica como la sociedad en su conjunto podrían estar tranquilos respecto a su seguridad.

La vacuna de Pfizer se administró a 21 999 personas. Algunas transmitieron una reacción similar a la experimentada tras vacunarse contra la gripe estacional. Hasta el momento, no se ha informado de efectos secundarios graves. No obstante, ¿cómo podemos tener la certeza de que esto seguirá siendo así cuando el fármaco llegue a millones de personas?

Para ello, los estadísticos desarrollaron la regla de los tres. De acuerdo con dicha regla, si 21 999 participantes fueron vacunados y no presentaron efecto secundario alguno, es decir, que quedó demostrada una seguridad de un 95 %, se espera que las probabilidades de que la vacuna tenga efectos secundarios estarán por debajo de tres (de ahí el nombre) dividido entre 21 999 y, por consiguiente, serán inferiores a 1 de cada 10 000. Las posibilidades de que puedan aparecer efectos secundarios parecen incluso inferiores, pero los investigadores prefieren seguir avanzando en el ensayo para confirmarlo.

La seguridad es tan importante como la eficacia. Si nos quedamos con la probabilidad de 1 de cada 10 000 y la trasladamos a los 300 millones de personas a los que se prevé vacunar solo en Estados Unidos, el número de personas que sufriría los efectos secundarios ascendería a 30 000, una cifra elevada. Está claro que los médicos tienen que garantizar que no van a causar daños, además de que cualquier efecto secundario grave atribuible a la vacuna dañaría, y mucho, su prestigio y afectaría significativamente a su acogida.

¿Cómo se debe utilizar la vacuna para que sea eficaz y segura?

Las autoridades sanitarias están ahora trabajando en cómo incorporar la vacunación en sus programas nacionales, pero los detalles al respecto dependen de distintos factores. El Gobierno del Reino Unido ha adquirido ya 40 millones de dosis de la vacuna de Pfizer, con las cuales, teniendo en cuenta que se administra en dos dosis, se vacunaría a 20 millones de personas, es decir, a toda la población de 55 años en adelante. Sin embargo, la vacunación no será rápida, ya que tanto la producción como la distribución de las vacunas llevarán su tiempo.

El gobierno del Reino Unido ha encargado 40 millones de dosis de la vacuna Pfizer. (Alberto Pezzali/Pool via REUTERS)
El gobierno del Reino Unido ha encargado 40 millones de dosis de la vacuna Pfizer. (Alberto Pezzali/Pool via REUTERS)

La estrategia también depende de lo que el programa de vacunación se proponga lograr. Las vacunas para niños, como la del sarampión, se administran a los recién nacidos para mantener inmunidad de grupo. En este caso, hablamos de que solo un porcentaje relativamente pequeño de la población necesita ser vacunado. Dada la rápida propagación del COVID-19 y los elevadísimos niveles de infección existentes, la vacuna debería llegar a un número mucho mayor de gente.

Las predicciones respecto al nivel de inmunidad necesario para alcanzar la inmunidad de grupo dependen de nuestro cálculo del número reproductivo básico del COVID-19, R₀. En ausencia de cualquier otra medida de control, este valor ronda el 3, por lo que al menos el 67 % de la población debería ser totalmente inmune para lograr que la epidemia deje de crecer. Si el objetivo fuera erradicar el virus, se tendrían que lograr valores aún más elevados.

Este nivel es difícilmente alcanzable con una eficacia del 60 %, aun cuando se decidiera vacunar a toda la población. El valor R₀=3 da por sentado la vuelta al comportamiento previo a la pandemia. Si mantuviéramos cierto nivel de restricciones y siguiéramos utilizando mascarillas, R₀ podría ser inferior y la inmunidad de grupo se volvería más fácil de conseguir.

Entre los aspectos positivos, cabe señalar que nuestros sencillos modelos podrían estar siendo demasiado pesimistas con relación a los niveles para hablar de inmunidad de grupo. Además, si resulta que alrededor del 20 % de la población ya habría contraído el COVID-19, el nivel de vacunación necesario podría resultar infinitamente más asequible.

Otra opción sería administrar la vacuna a los segmentos de la población que tuvieran un alto riesgo de infección (sanitarios y cuidadores) o que presentaran un elevado riesgo de muerte (personas vulnerables, pacientes en residencias). De hecho, esta es precisamente la estrategia recomendada en el Reino Unido.

¿Estamos ya cerca de ganarle la batalla al virus?

Los resultados del ensayo de la vacuna de Pfizer son muy prometedores. Pero lo cierto es que el camino para erradicar el coronavirus puede ser largo y difícil. Además de establecer el potencial de la vacuna para protegernos frente al virus, hemos de conocer si nos proporciona una inmunidad permanente o si se debe administrar de forma repetida, al igual que ocurre con las vacunas contra el tétanos o la gripe estacional.

Los legisladores y los investigadores deben también poner en una balanza lo que se necesita para frenar la pandemia y los miedos a los efectos secundarios junto con las dudas respecto a la vacuna. Si bien puede ser fácil desdeñar estas preocupaciones, deben tomárselas muy en serio si queremos que la vacunación sea exitosa.

Adam Kleczkowski es profesor de Matemáticas y Estadística de la Universidad de Strathclyde (Escocia)

Artículo publicado originalmente en The Conversation

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