Entre marzo y mayo, mientras la pandemia de COVID-19 arrasaba la ciudad de Nueva York, el historiador, psiquiatra y psicoanalista George Makari pensó mucho en su padre. No porque Jack Makari, un famoso especialista en inmunología del cáncer, estuviera en peligro: nacido en 1917, había muerto en 2013. Pero el centro médico de la universidad de Weill Cornell, donde trabaja, alojó a 2.500 pacientes de SARS-CoV-2, de los cuales 600 necesitaron un respirador; su vida cotidiana se llenó de hábitos como usar desinfectante de manos y limpiar todos los alimentos que entraban a su casa; su carácter se agrió un poco de tanto pelearse con desconocidos porque no usaban máscara.
Todo eso le recordó a su padre. Jack Makari, que cuando iba con su familia al cine la hacía cambiar de asientos “si alguien tosía o fumaba cigarrillos a nuestro lado”; que había instalado en su casa “un sistema de agua filtrada por carbono”; que distribuía barbijos a su esposa y sus hijos cuando alguno se enfermaba y que él mismo los usaba cada semana cuando trabajaba en el jardín, para evitar alergias.
Su padre, que sumergía las frutas y verduras “en agua y jabón para eliminar el DDT, el moho y las bacterias” y que los convirtió en los únicos niños del barrio “que bebían leche desnatada y comían pan integral”. El que los instaba a lavarse la nariz con agua jabonosa y hacer gárgaras con desinfectante bucal apenas sintieran la molestia de un resfrío; el mismo que inventó un sistema de doble cocción del pollo para asegurarse de que no sobreviviera un virus autóctono que causaba cáncer a las aves. El que cada año creaba su propia vacuna contra la gripe y la inoculaba a toda la familia.
—Votre père est original —solía decir la madre, muerta de risa por alguna de las ocurrencias del esposo. En la casa hablaban francés —eran inmigrantes del Líbano: una herencia del colonialismo—, y en francés decir “el papá de ustedes es original” no es un cumplido.
La vacuna casera
En 1988 George Makari se rebeló por primera vez a la vacuna contra la gripe de su padre: ya se había graduado de médico, se acercaba a los 30 años. “Mi padre se estaba volviendo viejo, estaba menos agudo, y eso me preocupaba. También comprendí que sería una declaración fuerte: Ya no tengo confianza en ti. Pero era sólo la gripe, me daría la vacuna que ofrecían en mi trabajo". Aquel día de 1988 fue terrible, escribió en el Los Angeles Review of Books. Hasta hoy, inolvidable.
“Como experto en inmunología, mi padre era tan inventivo que una empresa farmacéutica le construyó su propio laboratorio. Durante tres décadas se concentró en un test de cáncer basado en antígenos y en posibles inmunoterapias, convencido de que movilizar a nuestros propios pequeños guerreros era algo hermoso y fiel a la naturaleza: el camino a seguir. Era un rebelde y un romántico, y el establishment de la oncología se lo hizo pagar. El mismo espíritu renegado lo hizo evaluar que la vacuna contra la gripe del país era un desastre. Cada año preparaba su propio lote. Era el brebaje casero de nuestra familia”, contó el autor de Soul Machine: The Invention of the Modern Mind y Revolution in Mind: The Creation of Psychoanalysis.
Makari padre nació durante la Primera Guerra Mundial y en la víspera de una pandemia, la de la gripe de 1918. Su madre dejó que el pelo le creciera hasta los hombros y un día le cortó los rulos y los llevó a una iglesia, como ofrenda para que su hijo recibiera protección espiritual. En 1938, cuando su padre murió, ya estaba en la American University de Beirut. Allí se enamoraría del misterio de los patógenos, que le haría convertirse, ya que no en productor, al menos en chef de vacunas.
Uno de sus profesores le recomendó Microbe Hunters (Los cazadores de microbios), un libro que el científico estadounidense Paul de Kruif había publicado en 1926 y que consiguió una popularidad inmediata. “Con una adulación desenfrenada, ofreció perfiles de hombres como Antonie van Leeuwenhoek, Louis Pasteur y Robert Koch, profetas seculares que habían vislumbrado lo invisible y que, como Dante, al regresar del inframundo se sintieron otros para siempre”.
La lectura cambió a Makari padre: “Los relatos de De Kruif inspiraron a muchos lectores a sumarse a la cacería. Y a mi padre. El microscopio se convirtió en su varita mágica”.
La vida oculta de los patógenos
Antes de la teoría de los gérmenes, toda clase de explicaciones oscurecían la razón de las epidemias. Desde el hedonismo del fin del mundo a la oferta de sacrificios y oraciones, la enfermedad se trataba de mantener lejos con el pensamiento mágico. Pero cuando Makari padre se graduó como médico ya se sabía sobre la existencia de los microbios y su capacidad de destrucción.
“Las ululaciones, esa forma árabe del luto, resonaban en sus oídos mientras cabalgaba en mula hacia remotas aldeas montañosas. Vio comunidades diezmadas por el cólera y por la malaria, tan asesina. Le resultó evidente lo que llamaría su misión: se especializó en bacteriología y parasitología”, escribió su hijo. “En 1945, recibió una beca del British Council para estudiar medicina tropical en Londres, donde conoció a Sir Alexander Fleming, el hombre que, por casualidad, descubrió la penicilina y marcó el comienzo de una nueva era”.
Con una beca de la Organización Mundial de la Salud (OMS) estudió salud pública en Harvard: “Allí su investigación inmunológica se ocupó de la tifoidea, la malaria, la leishmaniosis visceral y la hepatitis, sólo para que un pensamiento descabellado —como el que apreciaban los lectores de Microbe Hunters— la desviara: ¿se podrían aplicar los mismos métodos de la prueba de la tuberculosis en una enfermedad no infecciosa como el cáncer? ¿Podía ser que esas células revoltosas tuvieran antígenos específicos?”.
Sus hijos crecieron observándolo jugar en su “isla encantada”, como llamaba a su laboratorio, “donde lo conocido se encuentra con lo desconocido”. Muchas veces trató de llevarlos: “la mano de dios”, les decía, se podía vislumbrar al ampliar algo en el microscopio. Y si bien en general se mantuvo así de espiritual, en ocasiones su mundo científico chocó con su fe. ¿Sabía —increpó a un sacerdote, que pretendía entregar hostias a una congregación entera durante el otoño y el invierno— que la gripe había matado a un millón de personas en 1957 y 1958 y a otro millón 11 años más tarde? Si alguien en la familia se enfermaba aunque fuera levemente, hacía un inventario de los síntomas.
—No tiene importancia —podían decirle.
—No podemos saberlo —respondía.
“Había nacido en una pandemia y no lo había olvidado”, resumió George Makari.
El secreto de la vida
Hacia el final de su vida, Jack había perdido casi completamente la memoria. Sus años finales fueron difíciles, no sólo por eso sino porque, luego de millones de dólares y de muchos estudios con resultados positivos, su prueba de antígenos para detectar el cáncer no logró la aprobación de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA). “Demasiados falsos positivos”, recordó su hijo.
“Sus descubrimientos, quedó claro, se perderían con él. Aunque su sentido de misión nunca se redujo, pronto su paso se volvió vacilante”. Un día, mientras caminaba con él, George le preguntó, con un candor adolescente destinado a sacudirlo de esa pena:
—Papá, ¿cuál es el secreto de la vida?
Los ojos del viejo científico brillaron, la curiosidad y el entusiasmo del pasado regresaron a su mirada, recordó el autor.
—Más vida —respondió rápidamente—. Más vida.
“Murió hace unos años en un día suave y soleado en mayo, y desde entonces cada primavera sus recuerdos suben a la superficie sin que los invite. Este año, sin embargo, llegaron como una inundación”, escribió George Makari, sobre sus días en lo peor de la pandemia del coronavirus, la pasada primavera boreal en Nueva York. “En el aislamiento de COVID-19, pegado a las estadísticas epidemiológicas y a las preguntas sobre anticuerpos, cargas virales, cáscaras de lípidos y ARN mutante, busco en vano respuestas”.
Y mientras lo hacía, en “un espeluznante silencio roto con demasiada frecuencia por las sirenas”, en su mente se colaban las excentricidades de su padre que, de pronto, se habían vuelto moneda corriente. Un día descubrió que no quería usar otro jabón que el puro, aceite saponificado sin perfumes; pocos días más tarde se encontró mezclando su propio desinfectante en gel a partir de un alcohol de grano polaco, Spirytus. “Me he convertido en él”, contó en Los Angeles Review of Books. “Y lamentablemente ya no es algo loco”.
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