Entre 1980 y 2010 la malaria acabó con la vida de entre 1 200 000 y 2 780 000 personas cada año, lo que supuso un aumento de casi el 25 % en tres décadas. Según el informe de la OMS correspondiente a 2017, la malaria mató a 435 000 personas (entre 219 millones de casos), de las cuales dos tercios eran menores de cinco años.
Esto significa que es muy posible que la malaria haya matado a más personas que cualquier otra enfermedad a lo largo de la historia.
El historiador Timothy C. Winegard estima en su último libro, The Mosquito: A Human History of Our Deadliest Predator] (El mosquito: una historia humana de nuestro depredador más mortífero), que las hembras de los mosquitos Anopheles han enviado al otro mundo unos 52 000 millones de personas del total de 108 000 millones que han existido a lo largo de la historia de la Tierra.
En el transcurso de la historia el daño provocado por estos minúsculos insectos ha determinado el destino de imperios y naciones, paralizado actividades económicas y decidido el resultado de guerras decisivas. Por el camino, han matado a casi la mitad de la humanidad.
El linaje exterminador de los mosquitos, compuesto por unas tres mil especies, ha desempeñado un papel más importante en la configuración de nuestra historia que cualquier otro organismo del planeta.
Florence Nightingale llamó a las marismas pontinas, cercanas a Roma, «el valle de la sombra de la muerte». Es algo que los cartagineses y los primeros pueblos bárbaros que atacaron Roma ya habían comprobado por sí mismos.
El fin de la segunda Guerra Púnica terminó en las llanuras de Regia con un enfrentamiento entre el general cartaginés Aníbal Barca y el joven Publio Cornelio Escipión el Africano. Aníbal fue derrotado en la batalla de Zama (202 a. C.), que significó el final de un conflicto que había durado diecisiete años.
El declive cartaginés había comenzado mucho antes en las ciénagas pontinas, cuando los mosquitos de la malaria se cebaron con las tropas cartaginesas. El insecto ayudó a proteger a Roma de Aníbal y sus hordas, y proporcionó un trampolín para que sus habitantes dominaran el Mediterráneo.
Los visigodos, dirigidos por el rey Alarico, fueron los primeros bárbaros en atacar Roma. En 408, sus ejércitos sitiaron la ciudad, que tenía aproximadamente un millón de habitantes, en tres ocasiones distintas. En 410, asedió la ciudad por tercera y última vez. Una vez intramuros, sus tropas emprendieron tres días de pillaje, violaciones, destrucción y muerte.
Satisfechos con los estragos y el saqueo, los visigodos abandonaron la ciudad y se dirigieron al sur, dejando tras de sí un rastro de sangre y ruinas. Aunque tenía previsto regresar a Roma para arrasarla de una vez por todas, cuando terminó la campaña del sur las fuerzas de Alarico estaban diezmadas por la malaria. El poderoso rey, el primero en saquear Roma, murió de malaria en el otoño de 410. El mosquito había vuelto a salvar Roma.
Derrotado por una coalición de visigodos y romanos cerca del bosque de las Ardenas en junio de 451, Atila giró sus vociferantes hunos hacia el sur y comenzó una rápida invasión del norte de Italia. A su paso sembraba el pánico, la destrucción y la muerte. Como habían hecho los espartanos en las Termópilas, una pequeña fuerza romana logró detener a los hunos que avanzaban en las tierras pantanosas cercanas al río Po. Unas inesperadas legiones de mosquitos entraron rápidamente en la batalla y frenaron el avance huno. Una vez más, el general Anopheles salvó Roma.
Recordando una página del memorándum del ayudante militar de Aníbal, Atila mantuvo una audiencia con el Papa León I. A pesar de la leyenda de un piadoso papa cristiano que convence al bárbaro Atila para que abandone el asalto de Roma y se retire de Italia, los feroces hunos de Atila habían sido derrotados otra vez por los insectos. La respuesta de Atila a la súplica del Papa no fue más que una artimaña para salvar la cara. Lo más prudente era que el rey de los hunos regresara a la alta estepa más allá del Danubio, fría y seca, donde Anopheles no podía seguirle.
Aunque Atila no murió víctima de la malaria como Alejando Magno o Alarico, dos años más tarde, en el año 453, murió de complicaciones desencadenadas por el alcoholismo agudo. La división y las luchas internas surgieron rápidamente, y los hunos tribales abandonaron su frágil unidad y desaparecieron de la historia.
El animal más mortífero de la historia
El primero de agosto, la editorial estadounidense Ruston puso a la venta el libro de Winegard. Este ensayo muestra cómo los mosquitos han sido durante milenios la fuerza más poderosa para determinar el destino de la humanidad y condicionar el moderno orden mundial.
La historia de la protección de Roma por ejércitos de mosquitos es una más de las muchas que cuenta Winegard, que a lo largo de su ensayo presenta a estos insectos no solo como una molesta plaga, sino como una fuerza de la naturaleza que ha cambiado el resultado de acontecimientos significativos en la historia humana.
Desde la antigua Atenas hasta la Segunda Guerra Mundial, pasando por la Guerra de Independencia de Estados Unidos, la estrepitosa derrota de los ingleses frente a Blas de Lezo en el sitio de Cartagena de Indias y la creación de Gran Bretaña, Winegard destaca momentos clave en los que las enfermedades transmitidas por mosquitos causaron que ejércitos enteros se derrumbaran, que grandes líderes enfermaran o que las poblaciones fueran vulnerables a invasiones.
Un sobreviviente maya de las epidemias de malaria posteriores a Colón recordaba: «Grande era el hedor de la muerte. […] Todos estábamos así. ¡Nacimos para morir!». Los seres humanos vivieron y murieron a causa de enfermedades transmitidas por mosquitos durante miles de años sin comprender cómo les llegaba la parca.
El enemigo parecía, lo sigue pareciendo, insignificante.
Manuel Peinado Lorca es catedrático del Departamento de Ciencias de la Vida del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá.