El comunicado de la Policía uruguaya describía que una adolescente que medía 1,67 metros, con pelo castaño por encima de los hombros y de contextura delgada había desaparecido en una playa de Rocha, a unos 160 kilómetros de Punta del Este. En las primeras horas de la búsqueda, lo que reinaba era el optimismo: Barra de Valizas es un pequeño pueblo de pescadores y está lejos de ser un lugar violento. Adriana Belmonte, la madre de esa menor, contaba que los policías la tranquilizaban: “Quiero creer que está perdida”.
Lola Luna Chomnalez, de 15 años, llegó a Uruguay a pasar las vacaciones en la casa de su madrina. Recién había pasado la Navidad y la adolescente, oriunda del barrio porteño de Belgrano, salió a caminar por la playa con una riñonera, una toalla y un libro. Los comunicados informaban que la última vez que se la había visto vestía un short de jean, la parte de arriba de la bikini y que tenía consigo una mochila de color rosa.
Con el paso de las horas, el optimismo inicial –¿cómo podía ser que le pasara algo a una joven en un lugar tranquilo de la costa uruguaya?– se fue convirtiendo en preocupación. La búsqueda se hacía en un área de siete kilómetros y era cada vez más intensa. Los rastrillajes se extendían durante todo el día e incluían perros y hasta un helicóptero.
Los padres de Lola viajaron a Uruguay y en el país recibirían la peor noticia. El 30 de diciembre, hace exactamente 10 años, un pescador encontró su cuerpo en la playa, a seis kilómetros de Valizas rumbo a Aguas Dulces. Estaba entre las dunas y los arbustos.
Lola Chomnalez había sido asesinada: la autopsia señaló que la causa fue asfixia por sofocación. Tenía arena en los pulmones y había sufrido varios cortes de arma blanca en el cuello. Se descartó que haya sido abusada.
La aparición de su cuerpo sería recién el comienzo de años y años de misterio, de marchas y contramarchas, de condenas y absoluciones, hasta llegar a dar con el verdadero asesino de Lola. Su caso se convirtió en uno de los más mediáticos en Uruguay y Argentina. Se le dedicaron horas de televisión y litros de tinta en los diarios.
Las idas y vueltas con El Cachila
La muerte de Lola generó conmoción en dos sociedades que, hasta entonces, no estaban acostumbradas a escuchar con tanta frecuencia la palabra femicidio. Pasaron los días, los meses y los años, y el crimen no se aclaraba. Cientos de personas fueron a las sedes judiciales a declarar, la causa se llenó de sospechosos, cambió de jueces y fiscales. Hasta la madrina y su esposo –quienes habían invitado a Lola de vacaciones– fueron sospechosos y estuvieron detenidos, pero recuperaron la libertad al poco tiempo.
Había un elemento clave: una muestra de ADN que fue encontrada en la mochila que la adolescente cargó hasta el final de su vida. Esa pista sería la que permitiría encontrar al verdadero autor del crimen de Lola, gracias a un trabajo innovador de la genetista Natalia Sandberg, pero para eso todavía falta.
Faltaría que las muestras de Alejandro, de El Consejo, de El Pescador, de Juan, el albañil, de Huguito y de El Cachila sean cotejadas. Faltaría también que la causa sea investigada por tres jueces y cuatro fiscales, que se acumularan pruebas en la investigación, que el expediente llegara a las tres mil páginas.
Faltaría el pedido de los defensores de la familia de Lola de hacerle un análisis de ADN a 3.500 presos. Y también la certeza de ellos de que el crimen no quedaría impune, que la familia podría algún día cerrar definitivamente esa puerta.
Durante años, el nombre de Ángel Moreira Marín –El Cachila– estuvo vinculado directamente con el crimen. Era un cuidacoches de Valizas oriundo de Rivera (al norte de Uruguay) y en 2015 fue detenido como sospechoso. Las pruebas de ADN lo desvincularon del caso, pero volvió a ser detenido cuatro años después por algunas inconsistencias que probarían que participó del crimen.
El Cachila se había cruzado a Lola en la playa el 28 de diciembre de 2014, dos días antes de que apareciera muerta. Según declaró ante la Justicia, le ofreció una estampita y señaló que ella se sintió mareada. Cuando él fue a ayudarla, descubrió que no tenía pulso. Y, asustado, se fue.
El cuidacoches estuvo tres años preso y luego sería absuelto por la Justicia que consideró que no había pruebas suficientes para incriminarlo. Pero la defensa de la familia de Lola apeló la decisión de un juez de primera instancia y un Tribunal de Apelaciones le dio la razón. Luego, la Suprema Corte de Justicia confirmó la condena para El Cachila por encubrimiento del homicidio.
Pero todavía faltaba saber quién era el homicida de Lola Chomnalez.
La propuesta innovadora de Natalia Sandberg
La genetista Natalia Sandberg se encontró en YouTube con una entrevista a los padres de Lola en 2020. Ella, que tiene un hijo, pensó en lo que debería ser cargar con ese dolor y decidió que tenía que hacer algo distinto. Algo que le pudiera dar una respuesta, una certeza, a esa familia que todavía no había podido cerrar el capítulo del asesinato de su hija.
“Mi sueño era mirar a los padres y decirles que lo dejamos todo. Cuando llegaban las frustraciones trataba de focalizarme en la mirada de la madre con esos ojos llorosos y hambrientos de justicia, entonces decía: ‘Tengo que seguir a como dé lugar’. Ese fue mi motor, porque quise bajar los brazos 800 veces”, contó la genetista, para un artículo del suplemento Qué Pasa del diario uruguayo El País.
Es que, mientras el crimen de Lola pasó a estar por debajo de radar de los medios de comunicación, en el Registro Nacional de Huellas Genéticas el asesinato de la adolescente estaba siempre presente. Y mucho más en la cabeza de la genetista, para quien el caso se había convertido en una obsesión, la causa de que algunas noches no pudiera conciliar el sueño. El trabajo era en equipo: también estaba el comisario Miguel Ríos (en Rocha) y el juez Juan Giménez. Ríos fue uno de los oficiales que buscó pistas entre las dunas de Valizas, abrumado por el despliegue mediático que había generado el caso.
La base genética criminal de Uruguay crece día a día –en abril, el momento de publicación de la nota del medio uruguayo, estaba compuesto por 98.000 muestras–. De cada ejemplar se obtiene un perfil genético, que se compara a diario con rastros de ADN que se obtienen en los casos sin resolver. Cuando el software detecta una coincidencia, la reporta. Y así se han logrado resolver miles de casos.
Pero en el crimen de Lola no había respuestas positivas. Entonces Sandberg buscó “darle otra funcionalidad” al software –según declaró– y empezó a indagar en la base si surgía alguien que tuviera un parentesco cercano con el ADN que hallaron en las pertenencias. Comenzaron a buscar algún hermano que compartiera padre con el asesino de Lola. O algún tío. Un padre. Un abuelo.
Hubo dos coincidencias. Estaban en los departamentos de Treinta y Tres y Durazno. Los Policías debieron moverse con cautela: tenían que ser astutos y no contar que estaban investigando el caso Lola. Debían hablar de un caso importante. En este trabajo se reunieron diez muestras, pero no hubo coincidencias. Los investigadores se desmotivaron: no había casi nada por hacer.
La genetista que no aceptó la derrota
Fueron dos años de un trabajo de hormiga que terminó en nada. Pero Sandberg –la genetista que recordaba los ojos llorosos de la madre de Lola– no aceptó la derrota. Tenía que seguir, había otras pestañas de ese tecnológico software por investigar, contó a El País. Y entonces se le prendió la lamparita. Pensó en algo descabellado: así como se habían buscado familiares por la línea paterna, se podía ir por los parentescos de la madre.
Fue entonces que apareció un hermano materno de quien había dejado su ADN en las pertenencias de la adolescente argentina asesinada. El hombre estaba preso, pero los investigadores dieron con el nombre de la madre. Era una mujer que tenía once hijos, de los cuales dos o tres estaban en la cárcel, uno desaparecido y otro había tenido familia en Rocha. Era Leonardo David Sena, un hombre que tenía antecedentes por lesiones y violación.
Estaba en Chuy, una ciudad limítrofe entre Uruguay y Brasil. Y, al amanecer, los investigadores lo sorprendieron en la casa. El hombre se negó a darle una muestra de ADN, pero Ríos se las ingenió y la obtuvo de un cepillo de dientes. Por las dudas, se llevó también un calzoncillo, un inhalador y el mate. El juez pidió su detención.
Sena no confesó el crimen: “Yo no maté a esa chiquilina, yo no mato ni a una mosca”. Pero la Justicia encontró pruebas para condenarlo a 27 años y medio de prisión por homicidio especialmente agravado. La defensa del criminal argumentó que el ADN que quedó en la mochila fue porque encontró las pertenencias de la joven luego de su muerte y robó el dinero que tenía. Según su relato, se había cortado al recoger una botella del supermercado donde trabajaba y, por tanto, su sangre quedó en las pertenencias. El juez, en cambio, afirmó que se lastimó al forcejear con Lola hasta matarla.
El trabajo que lideró Sandberg llevó algo de paz a los padres de Lola. Ellos saben que el dolor de la muerte de un hijo lo tendrán toda la vida, pero al menos tienen una certeza sobre el final de los días de la adolescente. Ahora, desde que se conoce el homicida, pueden hacer un duelo real.