Desde que Luis Arce ganó las elecciones y asumió la presidencia en noviembre de 2020 se sabía que no le sería fácil dar vuelta la página de la última crisis institucional de Bolivia. Muchos analistas señalaban que quien se la pondría más difícil no sería la dispersa oposición boliviana ni otros factores de poder sino su propio mentor, el ex presidente Evo Morales, que nunca estuvo dispuesto a ceder un ápice del control sobre su partido, el MAS, ni sobre la zona cocalera ni sobre decenas de organizaciones sociales y gremiales que modeló a lo largo del territorio boliviano. Y así fue.
Los más de tres años del gobierno de Arce estuvieron jalonados por dificultades económicas y financieras crecientes, alzas de precios, escasez de combustibles, pero sobre todo por la feroz disputa entre Arce y Morales que se cruuzaron públicamente las peores acusaciones y se hicieron todo tipo de zancadillas políticas. La interna se salió definitivamente de cauce desde que el año pasado el Tribunal Constitucional dictaminó que Morales no puede presentarse como candidato a presidente en 2025. Morales ya fue jefe de Estado durante tres períodos y en 2019 se presentó a una nueva reelección vulnerando el texto de la Constitución reformada bajo su gobierno. Los reñidos comicios y las denuncias de fraude llevaron a protestas y enfrentamientos callejeros con decenas de muertos hasta que un Morales abandonado por su propio gabinete y la central obrera renunció al gobierno y dejó el país denunciando un golpe de Estado.
Para las nuevas elecciones que se organizaron al año siguiente, bendijo la postulación de su ex ministro de Economía, quien triunfó cómodamente. Pero los celos y rencillas por espacios de poder entre los antiguos aliados surgieron desde el comienzo y se fueron profundizando.
A pesar del desgaste de su gobierno, Arce pretende buscar la reelección el año próximo. Morales, en cambio, cree que es momento para su regreso. La pulseada es a todo o nada y la padecen los bolivianos en medio del descalabro de una economía que cruje, un Parlamento paralizado en medio de refriegas con el Poder Judicial y las protestas crecientes en las calles, que muchos creen fogoneadas por Morales.
En este caldo se fueron cultivando viejas y nuevas grietas en todas las instituciones del Estado. Desde ya que también, y en primer orden, en las siempre influyentes Fuerzas Armadas. Hace tiempo que Morales denuncia que el general Juan José Zúñiga Macías lidera una facción que intenta perseguir a los líderes cocaleros y asesinarlo a él mismo. Zúñiga, un comandante muy cercano a Arce, declaró el lunes que Morales “no puede ser más presidente de este país” por estar inhabilitado y que “llegado el caso”, el ejército no permitiría “que pisotee la Constitución, que desobedezca el mandato del pueblo”.
Antes esas declaraciones, Morales reclamó que las autoridades desautorizaran al militar de inmediato pues si no entendería que Arce estaba tramando un “autogolpe” para perpetuarse en el poder. El ex presidente habría recurrido también a sus allegados en el Grupo de Puebla para sumar presión sobre Arce.
En las últimas horas del martes, crecieron los rumores de que el Presidente había ordenado el desplazamiento de Zúñiga. Pero éste apareció en la mañana del miércoles en un acto oficial y ya por la tarde lideró el avance de tropas a bordo de tanquetas y vehículos militares sobre la Plaza Murillo, el centro geográfico del poder en La Paz, despertando todas las alarmas. Arce denunció de inmediato las “movilizaciones irregulares de algunas unidades del Ejército Boliviano” y pidió respetar la democracia, mientras Morales convocaba a una movilización popular para impedir el golpe de Estado.
Ya en la Plaza, Zúñiga rechazó el ruego de ministros del gobierno y hasta del propio Arce para que deponga su actitud y redobló la apuesta. Tomó el micrófono y delineó su programa de gobierno. Prometió “acabar con la elite política de Evo Morales y Carlos Mesa”, liberar a los “presos políticos” como la ex presidente Jeanine Añez y el dirigente opositor Luis Fernando Camacho y se envalentonó con que al ejército “no le falta cojones para establecer la democracia y velar por el futuro de nuestros niños”.
Un rato después de semejante diatriba, se anunció finalmente su destitución y poco más tarde el enjundioso militar fue arrestado. Con todo, el zafarrancho de la tarde del miércoles lejos de cerrar la crisis expone otra vez a una Bolivia que tambalea al ritmo de una despiadada lucha de poder.