“Soy Tamara Dávila, mujer nicaragüense de 42 años, tengo una hija que actualmente tiene siete años. Permanecí 607 días aislada en una celda. Los primeros 404 estuve en una celda cerrada, sin poder comunicarme con otro ser humano más que con mis interrogadores. La primera vez que comí en presencia de alguien más fue el día 240, día de mi juicio, en el que me condenaron a ocho años de prisión”, relata esta mujer que ocho meses después de estar en una celda solitaria escuchó las primeras palabras amables desde su celda:
–Buenos días, Tamara –dijo alguien desde el otro lado de las paredes de concreto donde estaba recluida. –Buenos días, Tamara –repitió la voz que supo era de Arturo Cruz, otro preso político.
Dávila sufrió un brutal régimen de aislamiento en las mazmorras del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua. Los primeros 14 meses los pasó en una celda condenada por una plancha de hierro que hacía las veces de puerta y por donde las manos de carceleros anónimos le dejaban la comida o alguna medicina a través de una escotilla. No podía verles el rostro, sola las manos.
Luego la trasladaron a una celda con barrotes, donde, aun solitaria y sin poder hablar con nadie, lograba ver algunas de las otras celdas y, ocasionalmente, a otros prisioneros políticos que, con la cabeza hacia abajo y sin permitirles ver ni hablar, desfilaban por el pasillo con sus trajes azules rumbo a la sala de interrogatorios.
El largo confinamiento la llevó a agudizar la audición. Reconocía a los distintos carceleros que se acercaban a su puerta por el sonido de sus pasos, o identificaba qué portón de la cárcel se abría o se cerraba por el crujido metálico de sus cerrojos. Hablaba consigo misma, se obligaba a ejercicios y rutinas de autoterapia para no perder la cordura y desarrolló una especial relación con las arañas que poblaban su celda.
Dávila es una de las cuatro mujeres que por razones desconocidas la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo mantuvo aisladas en la cárcel conocida como El Chipote, donde recluyó a los más conocidos opositores políticos. Todos los otros presos políticos compartieron celdas, excepto Tamara Dávila, Dora María Téllez, Ana Margarita Vijil y Suyén Barahona, las cuatro dirigentes del movimiento político Unamos.
El infierno comenzó para Tamara la noche del 12 de junio de 2021 a eso de las siete de la noche cuando un policía tocó a su puerta. Para esos días, Ortega había ordenado redadas de líderes opositores con la intención de desbaratar cualquier resistencia interna y llegar sin competencia a las elecciones generales de noviembre de ese año, cuando buscaría su cuarto periodo en el poder de forma consecutiva. Siete personas que tuvieron la intención de competir contra Ortega como candidatos presidenciales de la oposición fueron apresadas en esas redadas y llevadas, la mayoría, a la cárcel El Chipote.
“Eran más o menos las siete de la noche. Mi hija y yo acabábamos de terminar de cenar, después de un día de juego y de compartir tiempo juntas. Dos de mis amigas más cercanas habían llegado a pasar la noche con nosotras, por aquello de ´si algo pasaba ´. El timbre sonó, fui al intercomunicador para preguntar quién era. Los policías que me vigilaban las 24 horas desde hacía más de 8 meses seguían ahí”, relata.
Por las cámaras pudo ver que la calle estaba llena de patrullas y supo que el día que temía había llegado. Desde finales de mayo, cuando Cristiana Chamorro cayó presa luego de anunciar su posible candidatura, Tamara Dávila se preparaba para ir a la cárcel, tal como iba ocurriendo con otros opositores, en redadas que se producían generalmente al caer la noche. Estaba sometida a estricta vigilancia policial, de tal forma que huir para proteger su libertad le resultaba imposible.
En pijamas abrió la puerta y advirtió a los policías:
–No entren, mi hija está en casa – dijo levantando las manos en señal de sumisión. –Es a mí a quién buscan. ¡Aquí estoy!
Una mujer policía le respondió con tres golpes a mano abierta en la cara que le reventaron la nariz. Comenzó a sangrar. Mientras, dos policías más la tomaban de las manos, le ponían las esposas y, obligándola a ver el suelo, la arrastraron hacia una patrulla. Tirada en posición fetal, sangraba y la policía que la había golpeado, a quien supo llamaban La Calaca, le levantó la cabeza por los cabellos y le preguntó en fingido tono maternal:
–¡Ideay! ¿Y qué te pasó?
–¿Y qué me va a pasar? ¡Pues que me cachimbiaste (golpeaste) hijueputa!
–¡Hijueputa tu madre golpista mierda! –le contestó al tiempo que la cargaba a golpes, esta vez en la espalda. Luego, con un trapo grasiento, le limpió la sangre del rostro.
En El Chipote recibieron a Tamara tres de los principales jefes de esa cárcel en ese tiempo: los comisionados generales Luis Manuel Pérez Olivas y Vladimir Cerna, y la subcomisionada Johanna Whitford Betancourt, alias “La Jefa”. La encerraron en una celda pequeña, llamada “preventiva”, en la que solo se puede estar sentado, para tomarle sus huellas y ponerle el uniforme de presa. Al verle el rostro golpeado, el comisionado Cerna le preguntó:
–¿Qué te pasó ahí?
–Me golpearon.
–Quiero que sepás que en la Policía no hacemos eso.
En la madrugada de esa misma noche la trasladaron a la celda número 12, un cajón de concreto de unos cuatro por cinco metros, sellado con una puerta de hierro que impedía cualquier contacto visual con el exterior. Disponía de tres camarotes de cemento, destinados, en teoría, para albergar a seis reos, un inodoro igualmente de cemento y una pileta con un grifo. Arriba, en el techo, había un tragaluz que resultó una bendición para Tamara. Todas las celdas de El Chipote son semioscuras y los reos terminan reducidos de la vista después de tantos meses en penumbras. La celda 12, en cambio, si bien era cierto impedía ver lo que sucedía afuera, tenía luz todo el día. “Esa ventana de luz era mi cielo. A través de ella yo veía el sol, la luna, el horizonte. A veces llegaban pajaritos”, dice.
Esa celda la albergaría a ella sola durante 14 meses. “Soy psicóloga. Había estudiado los síntomas de la ansiedad y el estrés traumático, pero nunca los había experimentado en carne propia con tal intensidad. Los primeros 80 días en esa celda fueron los peores, un verdadero infierno. A la tercera semana de encierro no podía respirar, caminaba como ratón hámster enjaulado y me faltaba el aire. ¡Me ahogaba! Lloraba quedamente, pero a gritos por dentro, gritos que me rompían el alma. No quería que nadie me escuchara. No quería que mis captores y custodios se enteraran, no quería darles el lujo de regodearse con mi dolor. ¡Es horrible la sensación de ahogo, sin ahogarte!”
Las reglas mínimas de Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos, conocidas como Reglas Mandela, prohíben en su regla 43 “el aislamiento indefinido” y “el aislamiento prolongado”. Se considera “prolongado” el aislamiento de más de 15 días o 22 horas diarias en solitario.
La Asociación Médica Mundial ha comprobado que el aislamiento carcelario puede tener efectos psicológicos, psiquiátricos y a veces fisiológicos graves, incluidos el insomnio, confusión, alucinación, psicosis y agravamiento de problemas de salud ya existentes.
El aislamiento carcelario, dice la entidad científica, está relacionado también con un alto número de conducta suicida. Los efectos negativos para la salud pueden ocurrir después de solo unos pocos días y en algunos casos pueden continuar hasta después del aislamiento.
“Empecé a decirle a los custodios que abrían la escotilla para entregarme mis alimentos, que necesitaba ver a un doctor. Sus manos, que era lo único que veía de ellos, pues no les era permitido asomar la cabeza para hablarme o verme, eran un destello de humanidad en mi soledad y ahogo. ´Bueno, le diremos a la jefa´, era toda la respuesta que recibía. ´Por favor oficial, no puedo respirar´, insistía. Empecé a tomar Alprazolam, ellos mismos me la suministraron. Al menos no me quieren muerta, me dije. Media pastilla por la mañana y media por la noche me permitió llegar al día 80, con 20 libras de peso menos”, añade Dávila.
Durante el primer año los interrogatorios eran intensos y sin sentido. Sucedían hasta tres o cuatros veces en un día. La única explicación era que se hacían como una forma de tortura, pero para Tamara resultaban una bendición. “Era el único momento en el que yo podía hablar con otro ser humano. Yo esperaba esa salida de mi celda, y además era el único momento en donde yo pasaba por el pasillo y podía ver a los otros presos. Podía ver a Ana Margarita (Vijil) que estaba en su celda, sola pero con barrotes, y entonces ella me hacía un gesto y a veces podía ver a doña Violeta (Granera). Saliendo de uno de los interrogatorios vi a Miguel Mora (periodista). Yo no tenía ni idea que Miguel Mora estaba preso”.
Desarrolló una especial amistad con las arañas de su celda. Las llegó a diferenciar a unas de las otras, y pudo seguir cada paso de su vida y sus procesos de reproducción. Cuando copulaban, cuando ovopositaban, el nacimiento de la crías y la crueldad de la hembra cuando devoraba al macho.
–¡Qué ingrata! ¡Te comiste a tu pareja! – les reclamaba en sus conversaciones con ellas.
“Me hice una rutina día a día, iniciaba con mi rutina de respiración, ejercicios, caminar. Después meditaba. Me sentaba en la planchita para ver el horizonte, rezaba, cantaba y hablaba sola. Le hablaba a las arañas porque habían arañitas”, explica.
En cierta ocasión, una de las interrogadoras le preguntó qué hacía en su celda y ella, con cierta ingenuidad, le contó que hablaba con las arañas.
–Vos estás quedando loca – le recriminó.
–No, no estoy quedando loca. A veces creo que sí, pero creo que más bien todo eso me ayuda. Las arañitas han sido mi salvación –le explicó.
Diez minutos después de regresar a su celda, llegó un escuadrón de policías que se dedicó a matar a escobazos las arañas de la celda. Tamara lloró desconsoladamente ese día.
Itzá, una niña de cinco años, presenció la captura violenta de su madre, y la suerte de la pequeña fue una constante tortura para Tamara Dávila. Hasta el día 80 de su reclusión en solitario, cuando le permitieron la primera visita, supo de su hija. Y respiró tranquila. “Fue una visita de 20 minutos pero supe que mi mamá estaba con mi hija, que la niña estaba bien, que el papá de la niña no estaba haciendo problema para querer llevársela”.
Sin embargo, seguía sin poder verla. “Ya habían pasado 14 meses sin que ninguno de los presos y presas políticas pudiéramos ver a nuestros hijos e hijas. La niña de mis ojos ya había perdido dos dientes para entonces, ya estaba aprendiendo a leer y a escribir, ya sabía nadar. Todo eso me lo estaba perdiendo. El dolor era inmenso. El dolor de no verla me estaba matando”, dice.
Decidió, entonces, iniciar una huelga de hambre para exigir que le permitieran ver a su hija. “En la visita familiar de fines de julio de 2022, le comuniqué a mi familia que me iría a huelga de hambre. Ahí, entre susurros y palabras claves para que nadie escuchara, les instruí los detalles. Fecha de inicio, tiempos, fin. Todo. Del estrés y los nervios, me enfermé. Pero el plan ya estaba echado a andar. Dejé de comer aquel lunes 15 de agosto, bebí agua y un Ensure. Al día siguiente lo mismo. Al tercer día, lo mismo. Me sentía mal, estaba enferma, con calenturas y literalmente muerta de hambre. No me llevaron a enfermería ni una sola vez. Y cuando el médico que nos daba las medicinas cada día, o el custodio de turno me preguntaban por qué no estaba comiendo, mi respuesta era: ´Porque extraño a mi hija, necesito que me dejen verla´”.
La huelga de Tamara se conoció por las declaraciones que familiares dieron a los medios de comunicación. “Al quinto día yo sentía que me moría. Estaba sin fuerzas, se me nublaba la vista, me dolía el cuerpo entero, casi ni me movía de mi colchoneta, creo que llegué a pesar como 90 libras. El acuerdo con mi familia había sido siete días en huelga. ¡No más! Al medio día del número cinco, como mandados del cielo, llegaron a avisarme a mi celda que la visita con mi hija estaba autorizada. La vería al día siguiente. Volví a vivir”.
Tamara Dávila pudo ver por fin a su hija el 20 de agosto 2022, y luego tuvo una segunda visita de la pequeña Itzá el 8 de diciembre de ese mismo año.
Dos meses más tarde, después de una sorpresiva negociación con el gobierno de Estados Unidos, Daniel Ortega decidió limpiar la cárcel El Chipote de presos políticos, y Tamara Dávila salió desterrada, junto a otros 221 opositores que estaban en la cárcel, el 9 de febrero de 2023.
La noche del Jueves Santo de 2023, una niña de seis años, con mochila roja y suéter violeta bajó en el aeropuerto de Charlotte-Douglas, en Carolina del Norte, Estados Unidos, y se reencontró con su madre 20 meses después de su separación. Llantos y abrazos. Itzá salió escondida hacia Costa Rica, porque se temía que el régimen impidiera su salida legal, y de ahí voló a Estados Unidos. “Yo sentí que fui realmente libre hasta que estuve con ella”, dice Tamara.
Tamara Dávila aún no encuentra explicación a la saña con que fue tratada. “Yo ni siquiera era candidata a nada. Tal vez porque era quien buscaba diálogo con otros grupos opositores”, dice.
Ahora vive en Estados Unidos con su hija y su filosofía de “un día a la vez” que asegura fue su salvavidas en el largo encierro. Todas la semanas va a terapia con una especialista en estrés postraumático que paga una organización de mujeres que le ofreció ayuda.
“Todavía tengo flashbacks (retrospecciones). Estoy caminando y de pronto se pasan imágenes de mi celda o de lo que hacía en la celda. De las cosas que pasaron ahí. Los primeros meses no podía dormir más de tres horas. Me costó mucho recuperar el equilibrio, porque estar tanto tiempo en espacios muy pequeños hace que pierdas el equilibrio. Tuve problemas de piel horrible, Me llené todo el rostro de un acné horroroso. Eso ya no tengo y he logrado dormir seis horas seguida”, relata.
La madrugada del 13 de junio de 2021, cuando la llevaron a la celda número 12 de El Chipote, donde permanecería 14 meses, Tamara juró salir de ahí más fuerte y convertida en mejor persona. “Yo me arrodillé en el piso, como los que rezan a la Meca, y dije en voz alta: Dios, universo, madre, Tierra, yo no sé cuándo voy a salir de aquí, pero algún día voy a salir, y voy a salir más comprometida con la defensa por la democracia y los derechos humanos, más sana, emocional y físicamente, y mejor ser humano”.
Dice que ha honrado esa promesa.