Era un caluroso día de junio de 1969 en La Habana. Dos jóvenes amigos, Armando Socarrás de 17 años y Jorge Pérez Blanco de 16, yacían acurrucados entre la hierba alta en los límites del Aeropuerto Internacional José Martí en Cuba. Sus miradas expectantes estaban fijas en un enorme avión de Iberia que se aproximaba rugiendo por la pista.
“Los motores del DC-8 de Iberia tronaron en un ensordecedor crescendo mientras el gran avión rodaba hacia el lugar en el que nos encontrábamos acurrucados entre la alta hierba, justo al final de la pista del aeropuerto de José Martí, en La Habana”, recordó Armando.
Ese estruendo fue la señal que estaban esperando para poner en marcha un plan que llevaban meses preparando meticulosamente: colarse como polizones en el tren de aterrizaje del vuelo 904 de Iberia con destino a Madrid.
Armando y Jorge eran conscientes del gran riesgo que estaban tomando para sus vidas. Pero la desesperanza y la falta de futuro los habían llevado a idear esta peligrosa huida. “A los 17 años nadie piensa en la muerte. Fue cuando me dije: ‘Aquí hay que irse, no hay futuro’”, reflexionó Socarrás.
Bajo el régimen comunista de Fidel Castro, la vida de los jóvenes cubanos estaba completamente controlada y regida por la dictadura castrista. A sus escasos 16 y 17 años, Armando y Jorge ya estaban hastiados de esa vigilancia constante y de la pérdida de sus libertades individuales.
“Estaba en plena juventud y harto de la vigilancia y la persecución por lo que pensabas, la ropa que te ponías o el pelo largo que querías dejarte. Me iban a mandar para el Servicio Militar Obligatorio y opté por una carrera técnica de soldador, pero no vi nunca una antorcha de soldadura. Me enviaron al Central Cuba de Pedro Betancourt, en Matanzas, a cortar caña. Me escapaba del campamento todos los fines de semana para La Habana. Si seguía allí iba a terminar preso como les pasó a muchos de mis amigos”, relató Armando a Cibercuba.
Ante la perspectiva de un futuro oscuro y sin esperanzas, los jóvenes vieron la oportunidad de escapar en un vuelo internacional que salía semanalmente desde el aeropuerto de La Habana.
“Sabíamos que los aviones comerciales de salida rodaban hasta el final de la pista, paraban momentáneamente antes de dar media vuelta y después aceleraban estruendosamente por la pista para despegar”, relató Armando. Así que planearon esconderse en el compartimiento del tren de aterrizaje en el momento preciso en que el avión hiciera su pausa antes de acelerar.
Iban equipados con zapatos de goma para trepar, cuerdas para sujetarse dentro del compartimiento y algodones para proteger sus oídos del ensordecedor ruido de los motores a reacción.
El día había llegado y el momento tan esperado también. Cuando el DC-8 enfiló hacia ellos, frenó unos segundos y procedió a girar para tomar carrera, Armando y Jorge salieron disparados desde su escondite en la hierba alta.
“El sonido te taladra el cuerpo, te vuelves parte de ese sonido atronador. Es algo inmenso, inconmensurable”, describió Armando sobre esos estruendosos segundos. Lograron trepar por las ruedas y colarse en sendos compartimientos del tren de aterrizaje antes de que el avión comenzara a acelerar.
Pero la suerte de sus vidas tomó rumbos separados en ese instante: mientras Armando logró meterse tambaleándose en un angosto espacio junto a la maquinaria, su amigo Jorge probablemente resbaló y cayó al asfalto, siendo capturado o pereciendo bajo las ruedas del gigantesco avión.
Encerrado en aquella pequeña oscura bodega junto al tren de aterrizaje, sintiendo el calor abrasador de los neumáticos que comenzaban a plegarse, Armando revivió mentalmente el camino que lo había llevado hasta esa drástica decisión.
Originario de una familia muy humilde, como la mayoría de los cubanos, Armando se había criado en una sola habitación compartida por seis personas. La escasez y el racionamiento predominaban en su día a día.
Soñaba con ser artista y vivir en libertad en Estados Unidos, donde tenía un tío residente. Pero el régimen comunista frustraba cualquier ambición personal. Lo envió a un precaria escuela técnica de soldadura que lo explotaba trabajando en los cañaverales.
Cansado de una vida sin futuro bajo el yugo de la dictadura castrista, Armando se aferró con esperanzas al plan de fuga que tramó junto a su gran amigo. Y allí estaba ahora, solo, mareándose por la falta de oxígeno, congelándose por el intenso frío y siendo aplastado.
“Las enormes ruedas dobles, abrasadas por el despegue, empezaron a plegarse hacia el compartimento. Intenté aplastarme contra el techo a medida que se acercaban más y más; luego, desesperado, las empujé con los pies. Pero ellos presionaban poderosamente hacia arriba, apretándome contra el techo del pozo. Justo cuando sentí que me aplastarían, las ruedas se bloquearon y las puertas del pozo se cerraron, sumiéndome en la oscuridad. Así que allí estaba yo, con mi cuerpo de 1,65 metros y 63 kilos literalmente encajado en medio de un laberinto de conductos y maquinaria.”, contó a Reader’s Digest.
En la cabina del vuelo 904 con destino a Madrid, el experimentado comandante Valentín Vara del Rey notó una pequeña anomalía en una luz del panel luego del despegue.
“¿Tienen dificultades?”, preguntó la torre de control.
“Sí”, respondió Vara del Rey. “Hay indicios de que la rueda derecha no se ha cerrado correctamente. Repetiré el procedimiento”.
Ordenó bajar y subir el tren de aterrizaje nuevamente y el indicador se apagó.
Ignorando este hecho, siguió normalmente su travesía sobre el Atlántico. Mientras tanto en el compartimiento, Armando perdía el conocimiento por hipoxia y entraba en un estado de hibernación extremo por las gélidas temperaturas.
Tras poco más de 8 horas de vuelo, el avión inició el descenso hacia Madrid. Al salir de la pista, la escarchada puerta del compartimiento donde había viajado Armando se abrió súbitamente y el cuerpo congelado del joven cayó desplomado al asfalto.
“Lo primero que recuerdo después de haber perdido la conciencia es cuando golpeé el suelo del aeropuerto de Madrid”, relató Armando. Los servicios de emergencia acudieron rápidamente al lugar y el personal aeroportuario quedó estupefacto ante lo ocurrido.
El capitán Vara del Rey tampoco daba crédito a lo que veían sus ojos. “Al principio no podía creerlo. Pero luego fui a verlo. Tenía hielo sobre la nariz y la boca. Y su color...”, recuerda incrédulo el experimentado piloto.
Mientras veía cómo metían al niño inconsciente en un camión, el capitán no dejaba de exclamar:
“¡Imposible! “¡Imposible!”
Armando ingresó al Hospital de la Beneficencia en Madrid en estado de congelación extrema, con un pulso casi indetectable. Los galenos calificaron como un verdadero milagro que hubiera sobrevivido a esas adversas condiciones.
Tras días de recuperación del hecho, lo primero que preguntó Armando al despertar fue “¿Estoy en España?”. Y lo segundo, insistiendo desesperadamente por su amigo Jorge, de quién nunca más se supo.
Pese al tormento sufrido, Armando afirma que volvería a intentar esa hazaña en caso necesario. Está convencido de que valió la pena arriesgar su vida para ganar la anhelada libertad.
Tiempo después, su tío residente en Nueva Jersey lo acogió para que iniciara una nueva vida en Estados Unidos. Armando se formó y trabajó en ese país que lo recibió.
Se desempeñó como bombero y paramédico voluntario en su comunidad, agradecido de poder ayudar a otros. Sostiene que su escape de Cuba cambió el curso de su existencia para siempre.
Hipoxia Cerebral: causas, síntomas y tratamiento
La hipoxia cerebral ocurre cuando el cerebro no recibe suficiente oxígeno, lo que es vital para su funcionamiento adecuado. Las causas varían desde inhalar humo hasta paros cardíacos, incluyendo situaciones como la asfixia y enfermedades que afectan la respiración. Los síntomas pueden ser leves, como distracción y dificultad para hablar, o severos como el coma y ausencia de respiración.
La detección precoz a través de exámenes como la tomografía computarizada y la resonancia magnética es crucial. El tratamiento inmediato, enfocado en restaurar el suministro de oxígeno, puede prevenir daños cerebrales graves y la muerte. Las complicaciones pueden incluir estado vegetativo o convulsiones. La prevención es limitada, pero la reanimación cardiopulmonar podría ser vital.
(Con información de Cibercuba, Aircrewcanarias, Reader’s Digest)