La educación pública sigue hundiéndose en Brasil y aumentan los jóvenes que no estudian ni trabajan

Los resultados del Programa PISA de la OCDE mostraron que el país sigue ocupando uno de los lugares más bajos en el ranking, especialmente en matemáticas y habilidades de lectura

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Una clase en una escuela
Una clase en una escuela de Sao Paulo en 2020. Los datos mostraron el daño educativo para los jóvenes desencadenado por la pandemia (REUTERS/Amanda Perobelli)

Una serie de datos publicados recientemente hacen sonar la alarma sobre el nivel de la educación pública en Brasil, que aparece realmente como uno de los principales y necesarios retos para el gobierno en 2024. Los datos más decepcionantes son los del Programa PISA (Programme for International Student Assessment en inglés), una encuesta internacional promovida por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que mide las competencias de los alumnos de 15 años.

Aunque incluso países europeos como Francia han sufrido una caída en la evaluación, lo que indica el daño global para los jóvenes desencadenado por la pandemia, Brasil sigue ocupando uno de los lugares más bajos en el ranking, 65 de 81 especialmente en matemáticas y habilidades de lectura, seguido sólo por países como Argentina, Guatemala, Paraguay y Camboya.

En matemáticas, el 73% de los alumnos brasileños no alcanzan el nivel considerado mínimo por los criterios de la OCDE. En 2021, el índice Progress in International Reading Literacy Study (Pirls) dio a Brasil una media de 419 puntos, en una escala entre cero y mil, justo por encima de la puntuación más baja de la escala. Brasil se sitúa así por detrás de Uzbekistán y Azerbaiyán y empatado con Irán, Kosovo y Omán. Según un nuevo índice creado en colaboración con el Instituto Nature por el investigador Reynaldo Fernandes, ex presidente del Instituto Nacional de Estudios e Investigaciones Educativas (INEP) y presentado estos días, sólo el 19% de los estudiantes de la generación de 2002 terminaron el bachillerato en 2019 con un nivel cultural aceptable.

La crisis de la educación pública en Brasil se arrastra desde hace años debido a una gran financiación centrada en la enseñanza secundaria y “universitaria” y no en la primaria. Además las políticas públicas no son a largo plazo y no hay ningún control sobre su aplicación. Por ejemplo, el pasado mes de junio, el presidente Lula presentó en una ceremonia conmemorativa el programa “Compromiso Nacional por la Infancia Alfabetizada” destinado a derrotar el analfabetismo infantil. Sin embargo, el Ministerio de Educación no utilizó ni un solo real de los 801 millones de reales, 164 millones de dólares, previstos en el Presupuesto 2023. Según la encuesta Alfabetiza Brasil, realizada por el Ministerio de Educación en colaboración con el INEP, en 2021 sólo 4 de cada 10 niños de segundo grado de primaria estaban alfabetizados. Además, desde mediados de la década de 2010, el gobierno brasileño ha invertido menos de un tercio de lo que los países de la OCDE gastan por alumno en la educación pública básica.

En el nuevo informe “Education at a Glance”, publicado en septiembre, Brasil vuelve a estar entre las naciones con las cifras más bajas: 3.583 dólares por alumno y año, mientras que la media es de 10.949 dólares. Paradójicamente, fue precisamente Lula en sus dos primeros mandatos el que fomentó la migración de muchos alumnos a las escuelas particulares, lo que contribuyó a erosionar la calidad de la enseñanza pública. De hecho, en 2005, la creación del Programa Universidades para Todos (Prouni), aún vigente, instituyó la distribución de becas totales y parciales en instituciones privadas a cambio de incentivos fiscales.

Mejorar la calidad de los docentes

Para recuperar la vitalidad y la credibilidad de la escuela pública, según los expertos, ahora es necesario sobre todo mejorar la calidad profesional de los profesores. “La formación de los docentes es tan compleja como la de los médicos. Nadie piensa en formar médicos a distancia, pero desgraciadamente muchos profesores se forman a distancia de forma precaria”, declaró Claudia Costin, Directora del Centro de Políticas Educativas de la Fundación Getúlio Vargas (FGV), al diario O Estado de São Paulo. Actualmente, en Brasil, 1,6 millones de alumnos estudian una carrera, el 60% de ellos a distancia.

A este escenario se añaden otros factores, como las infraestructuras inadecuadas, los bajos salarios de los profesores y sus modalidades de contratación, que a menudo les llevan a enseñar en más de una escuela al mismo tiempo. También están las causas sociales del abandono, empezando por el hecho de que muchos adolescentes brasileños dejan la escuela por la necesidad de contribuir a la renta familiar. Una encuesta de Ipec, Inteligencia en Investigación y Consultoría Estratégica, realizada a pedido del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), reveló que 11% de los brasileños entre 11 y 19 años no fueron a la escuela en 2022, es decir dos millones de adolescentes y jóvenes.

Además, la reforma de la educación secundaria en 2017, que flexibilizó el plan de estudios con el argumento de hacerlo más atractivo para los jóvenes, ha empeorado el panorama educativo del país, según los expertos. Con la reforma, solo el portugués y las matemáticas han pasado a ser materias obligatorias en todos los cursos de la educación secundaria, mientras que el resto, incluidas la historia, la geografía, la biología, la química y la física, no son obligatorias, pero pueden incluirse como componente curricular dentro de los llamados “itinerarios educativos”, agrupados en grandes áreas generalizadas. La ley también aumentó las horas de educación secundaria de 800 al año a 1.000.

Una clase por Zoom en
Una clase por Zoom en una escuela de San Pablo durante la pandemia. El gobierno de Lula quiere modificar una reforma educativa de 2017 con la prohibición de la enseñanza a distancia (Miguel Schincariol/Getty Images)

La reforma, también por los resultados en la calidad de la educación de los alumnos, fue muy criticada. Por eso el gobierno de Lula, nada más asumir el poder, decidió modificarla enviando al Congreso un nuevo proyecto de ley que aumenta la carga de trabajo de la formación básica en la enseñanza secundaria. La propuesta prevé un mínimo de 2.400 horas de formación básica y 600 horas de formación específica a lo largo de tres años para todos los cursos, excepto los relacionados con la enseñanza técnica. En este caso, hay que completar un mínimo de 2.100 horas de contenidos básicos. Además, la nueva propuesta contempla la reducción de cinco a tres itinerarios formativos, rebautizados como “itinerarios de profundización e integración”, uno para enseñanzas técnicas y profesionales, otro para idiomas, matemáticas y ciencias naturales, y el tercero con idiomas, matemáticas, humanidades y ciencias sociales. Entre las novedades figuran la inclusión de materias como español, arte, educación física, literatura, historia, sociología, filosofía, geografía, química, física, biología y educación digital en la formación general básica, la prohibición de la enseñanza a distancia y un límite del 20% en la enseñanza técnica profesional. Sin embargo, incluso para esta nueva versión de la reforma no faltaron las críticas. Según el ponente del proyecto en el Congreso, el ex ministro de Educación del gobierno Temer, Mendonça Filho del partido Unión Brasil, esta nueva estructura horaria fomentaría la desigualdad y haría inviables los cursos técnicos. En su opinión, las horas de formación básica ofrecidas deberían ser las mismas, independientemente del curso elegido.

El fenómeno de los “ni-ni”

Este déficit educativo en su conjunto, con políticas que cambian a medida que cambian los gobiernos, ha provocado a lo largo de los años la aparición en Brasil de una nueva y preocupante generación, la llamada “ni-ni”. Se trata de jóvenes de entre 15 y 29 años que ni estudian ni trabajan. Según los datos de la ODCE, en 2012 representaban el 20% de su generación, una tasa que situaba a Brasil entre los siete peores países. Diez años después, el porcentaje en el país sudamericano es el mismo, pero empeoró respecto a la media. Entre los factores que explican este fenómeno están la falta de políticas sociales, el escaso acceso a una educación de calidad y el desempleo estructural entre los jóvenes. Para intentar atajar el problema, el gobierno brasileño firmó el 11 de diciembre el Pacto Nacional por la Inclusión Juvenil, creado por UNICEF y la Organización Internacional del Trabajo. Sin embargo, para que la situación cambie en profundidad, es necesario que Brasil tenga una economía sólida en el tiempo. “Es necesario un crecimiento sostenible a largo plazo”, explica Renan de Pieri, profesor de la Escuela de Administración de Empresas de FGV. “Sólo cuando el mercado dé señales de mayor estabilidad empezaremos a ver la aparición de empleos formales, ya que el coste de despedir a esos trabajadores es mucho mayor”, afirma de Pieri.

Se trata, sin embargo, de un perro que se muerde la cola, porque esta generación perdida debido a una economía poco estable y duradera puede, a su vez, repercutir en la economía y reducir el crecimiento potencial del Producto Interior Bruto (PIB) en 10 puntos porcentuales a lo largo de 30 años, según un cálculo publicado por el economista Paulo Tafner, director general del Instituto para la Movilidad y el Desarrollo Social (IMDS). Según el periodista brasileño William Waack, “el gobierno ha acabado sumergiéndose en una situación en la que el cortísimo plazo de la articulación política para conseguir más ingresos que apoyen la expansión del gasto público consume su energía y su atención”. De ahí, escribe Waack en el diario O Estado de São Paulo, “la incapacidad de abordar los desafíos a largo plazo de mejorar sustancialmente la educación y la productividad. Desafíos que no están lejos, en el horizonte, esperando ser resueltos. Pero están aquí, cerca de nosotros y afectan al corto plazo”.

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