Brasil enciende las alarmas ante la primera mala hierba resistente a los pesticidas y busca en los bioherbicidas una posible alternativa

El gigante sudamericano tomó esta decisión mientras Europa extendió el uso del glifosato en la agricultura por 10 años más

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Vista de las plantas de
Vista de las plantas de soja en una granja en Barreiras, estado de Bahía, Brasil (REUTERS/Roberto Samora/Archivo)

La cuestión del glifosato, un herbicida de amplio espectro utilizado para acabar con las malas hierbas, ha vuelto al primer plano del debate en Europa con repercusiones a miles de kilómetros de distancia, incluso en Brasil, que desde hace años se ha convertido en un gigante de la agricultura mundial. De hecho, la Comisión Europea acaba de autorizar el uso del glifosato en la UE por otros 10 años. La decisión se tomó sin el apoyo de la mayoría de los Estados miembros y sin el respaldo de las tres principales potencias agrícolas del bloque, Francia, Alemania e Italia. En julio, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) declaró en un informe que no existían riesgos suficientes para impedir la prórroga del uso del glifosato después del 15 de diciembre, fecha en la que expira la autorización. Hace ocho años, la Organización Mundial de la Salud (OMS) había clasificado el producto comercializado a base de glifosato Roundup como “probable carcinógeno”.

Brasil estaba ansioso por conocer la decisión de la Unión Europea. Los detractores esperaban una prohibición que abriera el debate también en el gigante latinoamericano. Los partidarios, en cambio, veían en una prórroga de la autorización de uso un mayor grado de tranquilidad a nivel internacional y, por tanto, también en casa. En Brasil, la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria (Anvisa) había decidido mantener el uso del glifosato en diciembre de 2020, pero con restricciones. En marzo de 2019, la agencia ya había publicado un parecer en el que concluía que la sustancia “no presenta características mutagénicas ni carcinogénicas” - es decir, que no provoca cáncer - y que “no es un disruptor endocrino”, por lo que no interfiere en la producción de hormonas. A finales de 2020, la agencia estipuló que, para aplicar el pesticida a los cultivos, los agricultores deberán utilizar tecnologías que reduzcan la llamada deriva - es decir, la dispersión de gotas de pesticida fuera del cultivo en el momento de la aplicación, lo que puede provocar la contaminación de zonas cercanas al cultivo - en un 50% para dosis superiores a 1.800 gramos por hectárea. Para dosis superiores a 3.700 gramos por hectárea, además de reducir la deriva en un 50%, la Anvisa exige un margen de seguridad de 5 metros en el borde exterior del cultivo, en zonas próximas a viviendas o escuelas.

El glifosato es un principio activo desarrollado en los años 50 para la fabricación de productos químicos y utilizado inicialmente en la industria farmacéutica. Se dio a conocer en los años 70, cuando se desarrolló un herbicida basado en esta molécula, que se aplica generalmente a las hojas de las malas hierbas, bloqueando su capacidad para absorber ciertos nutrientes. Sin embargo, el glifosato también puede utilizarse como desecante. Se utiliza mucho en Brasil porque es un país tropical donde las plantas pueden ser atacadas por enfermedades y plagas que Europa, por sus temperaturas y estacionalidad, no conoce. El glifosato ha crecido un 218% en la región amazónica. Solo Mato Grosso ha aumentado su uso en más de un 400% entre 2010 y 2019. Las causas de este aumento son el crecimiento de la superficie de soja y el avance de los cultivos transgénicos. Además, mientras que el glifosato generalmente no se usa durante el ciclo de producción porque puede afectar al cultivo principal, en el cultivo de soja se utiliza durante todo el ciclo debido a la resistencia de sus semillas transgénicas. Brasil es el mayor productor mundial de soja, con 156 millones de toneladas en la cosecha 2022/2023, es decir, el 42% de toda la soja producida en el mundo.

Una plantación de maíz en
Una plantación de maíz en la zona rural de Brasilia (EFE/André Borges/Archivo)

En 2019, un estudio realizado por investigadores de la Fundación Getulio Vargas (FGV) de la Universidad de Princeton y del Insper de San Pablo había denunciado el alto precio para la salud humana de la propagación del herbicida en Brasil. Según el estudio, su propagación en las plantaciones de soja había provocado un aumento del 5% de la mortalidad infantil en los municipios del Sur y Centro-Oeste del país que reciben agua de las regiones sojeras, lo que supone una media de unas 500 muertes al año. “Hay mucha preocupación por los efectos de los herbicidas en poblaciones que no están directamente involucradas en la agricultura”, había dicho entonces Rodrigo Soares, uno de los autores del estudio. “Aunque estas sustancias están presentes en el organismo de más del 50% de la población occidental, no sabemos si son perjudiciales o no. Nuestro trabajo es uno de los primeros en demostrar de forma creíble que esto sí debería ser un problema, demostrando la contaminación a través de las vías fluviales en zonas alejadas de donde se utilizan, de una forma que nunca se había hecho antes”.

Sin embargo, hace unas semanas, el municipio de Juranda, en el estado de Paraná, lanzó una alerta. Técnicos de una cooperativa local reportaron a la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa), del Ministerio de Agricultura, la primera aparición de la maleza picão-preto (Bidens subalternans) resistente al glifosato en cultivos de soja en la cosecha 2022/23. Un caso similar había ocurrido en Paraguay en 2018. Si el fenómeno se expandiera, un estudio realizado por Embrapa reveló que los costos de producción en las plantaciones de soja con malezas resistentes al glifosato pueden aumentar en promedio entre un 42% y un 222%, principalmente debido al mayor gasto en herbicidas y a la pérdida de rendimiento de la soja.

La noticia llega en un momento importante del debate nacional sobre los pesticidas. Brasil figura ya en la primera lista de países que utilizan productos extremadamente tóxicos. La atrazina, por ejemplo, prohibida en la Unión Europea, ha registrado un aumento del 575% en su uso en la región amazónica del norte de Brasil. En 2012 el país sudamericano fue el mayor importador mundial de pesticidas químicos y actualmente es el segundo después de Estados Unidos en valor absoluto de productos utilizados, unas 377.000 toneladas en 2020 según la FAO, la Agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura. Por si fuera poco, en marzo de ese año Brasil aprobó el cultivo y la venta de HB4, una semilla de trigo modificada genéticamente para resistir los periodos de sequía. Junto con Argentina, Brasil es el único país del mundo que autoriza su cultivo.

A esto se añade el uso ilegal generalizado de pesticidas introducidos de contrabando desde el vecino Paraguay, que representan un peligro para la salud humana. Es un fenómeno desgraciadamente extendido. Con frecuencia se incautan pesticidas ilegales como el Paraquat, prohibido en Brasil. Según el Gobierno federal, el Paraquat “puede causar toxicidad aguda en todos los órganos y provocar la muerte en las 24 horas siguientes a su ingestión, y no existe ningún antídoto eficaz”, por lo que el producto fue prohibido por Anvisa en 2017. Esta semana, diez personas fueron condenadas por importar, comercializar y transportar ilegalmente esta sustancia desde Paraguay hasta Paraná, en Brasil. Además de una pena de 109 años, todo el grupo fue multado con 10 millones de reales, casi dos millones de dólares, por daños morales colectivos.

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Una plantación de maíz en la zona rural (EFE/André Borges/Archivo)

Sin embargo, este panorama puede cambiar pronto gracias a los pesticidas orgánicos. Conceptualmente, un bioherbicida es un microorganismo o su derivado capaz de ejercer un efecto específico sobre una planta reconocida como plaga. El primer bioherbicida registrado en el mundo se remonta a 1981, cuando se lanzó contra el hongo Phytophthora palmivora en las plantaciones de cítricos de Florida (EEUU). Se trata de micoherbicidas, lo que significa que el principio de control eficaz se basa en un hongo. Las previsiones del mercado son satisfactorias. Se trata de un sector cuyo crecimiento se estima en 6.200 millones de reales, unos 1.275 millones de dólares, para 2025, el 95% de los cuales tienen el potencial de producirse en Brasil. Se calcula que los bioingredientes utilizados en la lucha contra las plagas permitirán ahorrar 165 millones de reales (34 millones de dólares) en pesticidas químicos.

Actualmente existen en el mundo unos 20 bioherbicidas patentados. Están a la venta en Estados Unidos, Canadá, Países Bajos, China y Sudáfrica, pero ninguno en Brasil. Sin embargo, el país ha sido pionero en la investigación. En 1980 Embrapa Soja fue pionera en el desarrollo de un micoherbicida para controlar la mala hierba conocida como Euphorbia heterophylla. En abril, la Universidad Federal de Santa Maria anunció una asociación con una empresa de gestión de la innovación para desarrollar un herbicida biológico. El proyecto supone una inversión de 680.000 reales, unos 138.000 dólares, y promete, si tiene éxito, ofrecer el primer producto registrado de este tipo en Brasil. El microorganismo aislado por los investigadores muestra resultados muy próximos a los obtenidos con el uso de glifosato. La base de este potencial nuevo producto con efectos herbicidas es el hongo Fusarium fujikuroi. ¿Podría ser éste el comienzo de un cambio radical en la agricultura brasileña? Los expertos creen que sí, pero será crucial resolver el principal cuello de botella, que es poder establecer una producción regular y a gran escala.

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