Han pasado ocho años desde aquel 5 de octubre de 2015, cuando toneladas de barro sepultaron un pueblo entero, el de Bento Rodrigues, en el estado de Minas Gerais. La catástrofe se produjo tras el derrumbe de una represa que contenía un estanque gigante de desechos de una mina de hierro. La represa, construida para albergar los lodos resultantes de la extracción de óxidos de hierro de las grandes minas de la región, se conocía como el “Fundão” y estaba gestionada por Samarco Mineração SA, una empresa conjunta de los gigantes Vale SA y BHP Billiton.
El accidente que ha pasado a la historia como el desastre de Mariana - llamado así por la localidad donde se encontraba la mina - fue la mayor catástrofe medioambiental de la historia de Brasil. En total, cerca de 1,5 millones de personas se vieron afectadas directa o indirectamente por el mar de barro, y 19 perdieron la vida. En la actualidad, 700.000 víctimas luchan en los tribunales para obtener una indemnización completa por los daños sufridos.
El Movimiento de Afectados por Represas (MAB) ha organizado la campaña Revida Mariana, cuyo objetivo es que este trágico crimen medioambiental no caiga en el olvido. Participan en ella más de 100 organizaciones de la sociedad civil de la cuenca del Rio Doce, de Brasil y del mundo. “La gran mayoría de la sociedad cree que el problema está resuelto, que ya no es una cuestión socioambiental central en Brasil. Estamos hablando del mayor crimen minero de la historia del mundo, un crimen ambiental sin precedentes que prácticamente ha destruido toda la quinta cuenca hidrográfica de nuestro país”, afirmó Heiter Boza, coordinador nacional del MAB y uno de los portavoces de la campaña Revida Mariana.
Las cifras de los distintos informes a lo largo de los años son alarmantes. El derrumbe de la represa liberó más de 50 millones de metros cúbicos de material tóxico, residuos de mineral de hierro y sílice en 41 poblaciones y tres reservas indígenas, en una superficie equivalente a más de 220 campos de fútbol.
Además de las personas que lo perdieron todo, también sufrieron la flora y la fauna. Se calcula que unas 400 especies se vieron afectadas por el impacto del lodo tóxico. Pero el octavo aniversario no es sólo un recordatorio de la lucha de los supervivientes, es un recordatorio para Brasil de que tales tragedias no volverán a ocurrir en el futuro. Por desgracia, en 2019 un desastre similar arrasó la ciudad de Brumadinho, también en Minas Gerais. El balance fue aún más trágico, 272 muertos y 22 desaparecidos. Vale, que gestionaba el lugar, pagó 7 millones de dólares en indemnizaciones.
Según una investigación realizada por el Ministerio Público de Minas Gerais, el estado cuenta con 352 presas, el 39% de todas las estructuras registradas en Brasil. Una ley con el emblemático nombre de “Mar de Barro Nunca Más” estipulaba que las presas construidas con el método aguas arriba, es decir, apoyadas sobre los mismos escombros depositados, debían desmantelarse antes de febrero de 2022, pero la mayoría no respetó el plazo. El incumplimiento masivo de la ley llevó al gobierno de Minas Gerais y al Ministerio Público a firmar un acuerdo de compromiso que flexibilizó el calendario. Se convirtió en el programa de “no desmantelamiento”.
“La mayoría de las presas problemáticas tendrán hasta 2035 para ser desmanteladas”, criticó Daniel Neri, profesor del Instituto Federal de Minas Gerais. “Ya ha habido dos ampliaciones de presas autorizadas tras la aplicación de la ley, a pesar de la prohibición cuando hay comunidades en la zona de autorrescate”, afirma. A finales de 2019, la Cámara de Minería aprobó la ampliación de capacidad de la represa Conceição do Mato Dentro. En febrero de 2020, se concedió una licencia similar a la represa de Sabará. Ambos casos desencadenaron acciones legales y obligaron a las empresas mineras a reubicar a la población a sus expensas. Para algunas represas, como la B3/B4 en la localidad de Nova Lima, considerada una de las más peligrosas, se ha iniciado un proceso de seguridad, pero no se completará hasta 2025, por lo que los habitantes de la zona desplazados por el riesgo aún no pueden regresar.
Pero el aniversario de la catástrofe de Mariana fue también una oportunidad para hacer balance de lo que se puede hacer para cambiar este escenario, que afecta no sólo al sector minero sino a la gestión de catástrofes en general en Brasil. En octubre, la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley para reformar la legislación sobre prevención de catástrofes y fijar plazos para la elaboración de planes de protección civil. La propuesta está pendiente de debate en el Senado. El texto aprobado es una enmienda de sustitución del ponente, el diputado Luciano Zucco, del Partido Republicano, al proyecto de ley 2012/22 del Senado, que prevé nuevas obligaciones para los empresarios que ejerzan actividades con riesgo de accidente o catástrofe.
“Estamos ocho años después de la tragedia de Mariana y el territorio aún no se ha recuperado”, dijo el diputado Rogério Correia, del Partido de los Trabajadores, el PT de Lula, durante el debate en la Cámara. Para el ponente Zucco, este proyecto de ley es muy importante “debido al creciente número de tragedias naturales o provocadas por el hombre que han golpeado el territorio nacional en los últimos años”. Según el proyecto de ley, además de tener que elaborar un análisis de riesgos, las empresas tendrán que dotarse de un plan de emergencia, vigilar constantemente los factores de riesgo medio o alto de accidentes o catástrofes y realizar periódicamente ejercicios y simulacros de evacuación con la población local. Otras acciones previstas en el texto son la recuperación de las zonas degradadas por la catástrofe y la obligación de reparar los daños civiles y medioambientales. Las nuevas obligaciones incluyen también la prestación de atención sanitaria física y mental continuada a los afectados y el pago de un asesoramiento técnico independiente, elegido por las comunidades afectadas, para orientarlas en su participación informada en todo el proceso de reparación de los daños.
Y el tema está más de actualidad que nunca estos días. Las lluvias que azotaron la ciudad de San Pablo la semana pasada amenazaron con convertirse en una catástrofe urbana. Ocho personas murieron en todo el estado. Las ráfagas de viento en la metrópoli derribaron decenas de árboles y postes de la luz, provocando un apagón que duró más de cinco días. Tanto es así que el martes por la noche cientos de residentes exasperados bloquearon una de las principales vías de la ciudad, la avenida Giovanni Gronchi, en el distrito de Morumbi. La violenta protesta se saldó incluso con un policía herido. El miércoles ciudadanos furiosos cerraron la carretera Raposo Tavares, en la ciudad de Cotia, región metropolitana paulista, donde alrededor de 3.000 viviendas siguen sin electricidad. El alcalde de San Pablo, Ricardo Nunes, no hizo más que atacar al proveedor de energía Enel por los retrasos en la gestión de la emergencia. Sin embargo, muchos han señalado que si se hubieran enterrado los cables eléctricos, este desastre no habría ocurrido.
Según la Asociación Brasileña de Proveedores de Servicios de Telecomunicaciones Competitivos (TelComp), la ciudad de San Pablo cuenta actualmente con unos 20.000 kilómetros de cables aéreos. Menos del 0,3% de la red está completamente enterrada. Lo paradójico es que, en 2017, el ex alcalde João Doria prometió soterrar 52 km de cables en 117 calles del centro de San Pablo y finalizar las obras en julio de 2018. Sin embargo, cinco años después de la fecha prometida, el programa “Cidade Linda Redes Aéreas” se limitó a cambiar de nombre con el actual alcalde Nunes (MDB). Aunque el objetivo se elevó a 65 kilómetros de cables conectados a tierra, la realidad es que sólo se han realizado 38 km.
Sin embargo, desde 2005 existe en la capital una ley que obliga a la puesta a tierra de los cables, pero la norma ha sido recurrida ante los tribunales por el sindicato de las empresas energéticas. Lo que frena esta nueva visión de una ciudad más segura es el elevado coste de las operaciones. Tanto es así que el propio Nunes había hablado en los últimos días de un impuesto ad hoc, para retractarse inmediatamente después. Según los cálculos de TelComp, soterrar los 20.000 kilómetros de cables eléctricos de San Pablo costaría 81.000 millones de reales, unos 16.500 millones de dólares. Pero, además de limitar los daños atmosféricos, el plan de soterramiento evitaría tragedias como la de un joven que se electrocutó durante un desfile de carrozas de Carnaval en 2018. Se había apoyado en una farola. Un defecto en el aislamiento de los componentes eléctricos y un cable expuesto de una cámara de seguridad fueron fatales para él.