La Bolsa Familia cumple 20 años en Brasil, pero la distribución de ayuda alimentaria sigue siendo un problema

La transferencia de renta mediante subsidios ha sido uno de los caballos de batalla del presidente Lula da Silva desde su primer mandato

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Lula da Silva (REUTERS/Adriano Machado)
Lula da Silva (REUTERS/Adriano Machado)

El 20 de octubre cumplió 20 años Bolsa Familia, el mayor programa de subsidios de la historia de Brasil. Hoy 21,5 millones de familias reciben una ayuda en promedio de 687 reales al mes, unos 138 dólares, que sólo en septiembre de este año costó al gobierno 14.600 millones de reales (1.922 millones de dólares). La transferencia de renta mediante subsidios ha sido uno de los caballos de batalla del presidente Lula desde su primer mandato.

Presentado en 2003, el programa fue aprobado en enero de 2004 por el Congreso mediante la Ley 10.836. En diciembre de 2021, Bolsonaro revocó esa ley para cambiar el nombre del subsidio en “Auxilio Brasil” que, con el regreso de Lula, ahora volvió de nuevo a llamarse Bolsa Familia con la ley nº 14601 del junio pasado. El predecesor de Lula en su primer mandato (2003-2006), el presidente Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), ya había puesto en marcha tres programas asistenciales divididos en un subsidio escolar, otro para alimentos y otro para la compra de garrafas de gas para cocinar. Lula unificó estas ayudas en una sola.

El Bolsa Familia no es un programa gubernamental, es un programa para personas que piensan con el corazón, que piensan en el amor, la fraternidad y la solidaridad”, dijo Lula en la ceremonia de celebración de los 20 años. Muchos expertos han señalado en el pasado que este programa de transferencia de ingresos ha desempeñado un papel importante en la reducción del índice de miseria en Brasil. En 2006, el Centro de Políticas Sociales de la Fundación Getúlio Vargas (FGV) publicó un estudio que mostraba una reducción de la población en la miseria entre 2003 y 2005. Otras razones de la reducción de la pobreza en el país fueron la mejora del mercado laboral y el aumento real de los salarios mínimos. El Bolsa Familia fue citado también por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) como uno de los factores responsables de la salida de Brasil del Mapa Mundial del Hambre en 2014.

Según el ministro de Desarrollo y Bienestar Social, Wellington Dias, que coordina el programa del Bolsa Familia, “no se trata de una solución definitiva”, sino de “un servicio de urgencia y social”. Sin embargo, después de veinte años, el balance, a través del análisis de los datos, ha generado debate en Brasil. Si en 2006 había 11,1 millones de familias beneficiarias del programa, en 2015 pasaron a ser 13,8 millones y este año son 21,5 millones. Es decir, el número de personas que necesitan el subsidio en lugar de disminuir se duplicó con una aceleración en 2022, el último año del gobierno Bolsonaro, que pasó de 14,5 millones a 21,6 millones en vista, sobre todo, de la campaña electoral de la que salió derrotado. El número de beneficiarios, sin embargo, sigue siendo alto, con 21,5 millones de familias bajo el nuevo gobierno. La base del Bolsa Familia siempre ha sido la obligación del hogar beneficiario de enviar a sus hijos a la escuela, condición importante para reducir el absentismo escolar. Pero, como reveló el sitio de noticias G1 en agosto pasado, el gobierno federal no tiene información sobre la frecuencia escolar de uno de cada cuatro niños del hogar beneficiario. De los casi 19,2 millones que deberían haber sido controlados, en mayo de este año faltaba información sobre 5,2 millones, es decir, el 27,47%.

Una familia pobre en la
Una familia pobre en la comunidad de Anchieta-Grajaú, a unos 30 kilómetros de San Pablo (EFE/Sebastião Moreira/Archivo)

Además, el Banco Mundial criticó recientemente el programa proponiendo un modelo diferente, que el gobierno decidió no considerar. En lugar de pagar en promedio 687 reales por familia, independientemente del número de sus miembros, la propuesta del Banco Mundial era de pagar un subsidio por persona. Según las simulaciones propuestas, esto reduciría el porcentaje de familias pobres al 25,7%, la pobreza infantil bajaría al 41,2% y el coste del programa se limitaría a 129.500 millones de reales por año, unos 26.000 millones de dólares. En cambio, el actual programa Bolsa Familia, según el Banco Mundial, mantiene el umbral porcentual de pobreza en un nivel ligeramente superior, en torno al 25,9%, del mismo modo que la pobreza infantil es más elevada, en torno al 42,3%. La diferencia más llamativa está en el mayor coste para las arcas del Estado, de unos 140.700 millones de reales, es decir 28.161 millones de dólares.

Según informa la prensa brasileña, se ha llegado a la paradoja de que en 13 estados de Brasil el número de beneficiarios del programa supera al de los que tienen un empleo formal, especialmente en el nordeste del país, que siempre ha sido una importante feudo electoral para el Partido de los Trabajadores, el PT de Lula. El estado de Maranhão está a la cabeza, con una media de dos familias beneficiarias del subsidio por cada trabajador formal. Entre las causas del fenómeno está el aumento del trabajo informal. Según la Encuesta Nacional Continua por Muestreo de los Hogares (PNAD), publicada a finales de julio por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), el número de personas empleadas en el sector privado sin contrato de trabajo formal aumentó un 2,4% en el segundo trimestre, alcanzando los 13,1 millones de trabajadores irregulares, mientras que los datos del Ministerio de Trabajo publicados a principios de octubre revelan una caída del 23,3% respecto a 2022 en el número de empleados con contratos regulares. En resumen, si por un lado ha aumentado el número de personas que reciben subsidios, por otro se está reduciendo el número de nuevos empleos con contratos regulares, que son un indicador importante de la mejora de las condiciones sociales.

Durante el acto de celebración de los 20 años del Bolsa Familia, Lula también prometió que “para el 31 de diciembre de 2026 se habrá erradicado el hambre en Brasil”. Y añadió: “Nos aseguraremos de que la gente coma tres veces al día y si quieren comer cuatro veces al día, que lo hagan. Pero que coman racionalmente, sin excesos, porque no queremos que la gente tenga sobrepeso. Queremos que la gente coma sano”. Lula se refería al Programa Nacional de Fortalecimiento de la Agricultura Familiar, otro tema de su agenda tanto medioambiental como social. Sin embargo, es importante recordar que a finales de julio, el número de pesticidas aprobados por el Ministerio de Agricultura brasileño llegó a 231, una cifra récord para un solo semestre si se compara con los mandatos anteriores de Lula (2003-2010), Dilma Rousseff (2010-2016) e incluso Fernando Henrique Cardoso (1995-2003). El gobierno Lula no eliminó el decreto de 2021 de la anterior administración de Jair Bolsonaro que revolucionó literalmente la regulación de los agrotóxicos en Brasil.

En cuanto a la lucha contra el hambre, siempre ha sido otro de los caballos de batalla de Lula. El presidente, creó en su primer mandato el programa Fome Zero (“Hambre Cero”) en 2003, que en sólo 10 años sacó a Brasil del mapa del hambre. Fue un programa que influyó tanto en la formulación de los Objetivos del Milenio de la ONU que, posteriormente, en la Agenda 2030 de Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible, el objetivo número dos se denominó justamente “Hambre Cero”. El año pasado, durante la campaña electoral, el tema del hambre ha entrado en el debate presidencial gracias a dos estudios que ofrecían una imagen diferente del país. Por un lado, según la Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (PENSSAN), 33 millones de personas, el 15% de la población, vivían en condiciones de inseguridad alimentaria severa en 2022. En total, sumando las personas con inseguridad alimentaria media y baja, había 125 millones de brasileños con problemas para comer cada día. Por otro lado, un informe del Banco Mundial publicado en noviembre pasado reveló que en 2020 Brasil registró la mayor reducción de la pobreza extrema de toda América Latina, pasando del 5,4% en 2019 al 1,9% en 2020, es decir de 11,37 millones a 4,14 millones de personas.

Según el ministro de Desarrollo y Bienestar Social, Wellington Dias, “volveremos a sacar a Brasil del mapa del hambre y lo haremos reduciendo la pobreza”. Para la ONU, sin embargo, también sería necesario reducir el desperdicio de alimentos. Su investigación, publicada el año pasado, reveló que Brasil desperdicia unos 27 millones de toneladas de alimentos al año. A pesar de ser uno de los principales productores mundiales de cereales, carne, aves y productos lácteos, Brasil ocupa el décimo lugar entre los países que más alimentos desperdician en el mundo.

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Un hombre camina en la favela da Maré, en Río de Janeiro (EFE/Fabio Motta/Archivo)

Cada año, cada brasileño tira a la basura una media de 60 kilos de alimentos aún aptos para el consumo. Pero lo que hace paradójico el escenario es que la propia legislación brasileña impide a los supermercados de gran distribución y a las multinacionales de la alimentación donar alimentos próximos a su fecha de caducidad, una estratagema que en Europa permite a los bancos de alimentos ayudar a miles de personas necesitadas cada día.

Desde 2003, es decir, en los últimos 20 años, las mismas dos décadas del Bolsa Familia, está bloqueado en el Congreso un proyecto de ley, el PL 2713/2003, también conocido como “estatuto del buen samaritano”, que elimina la responsabilidad civil y penal de quienes donan alimentos, una responsabilidad que hasta ahora ha impedido de hecho las donaciones. Jair Bolsonaro había promulgado en 2020 la Ley 14.016 contra el desperdicio de alimentos para incentivar la donación de excedentes alimentarios. Pero un punto que establecía que “el donante y el intermediario sólo serán responsables civil y administrativamente por los daños causados por los alimentos donados si hubiesen actuado intencionalmente” creaba márgenes de interpretación que disuadieron de facto a supermercados y multinacionales de la alimentación de donar.

En cuanto a la distribución de comedores sociales en San Pablo, el pasado mes de junio el Tribunal de Cuentas Municipal instó al ayuntamiento a presentar en un plazo de 60 días un plan de acción para las personas que viven en la calle. Sólo en marzo, el número de los pobladores que viven en las calles aumentó un 1,8%, con más de 53.000. Por eso, en julio, el alcalde de San Pablo, Ricardo Nunes, del MDB (Movimiento Democrático Brasileño), anunció un programa denominado “Red de Cocinas Escolares”, que quiere invertir en cocinas comunitarias para preparar platos que se distribuirán entre la población más vulnerable.

El objetivo, según el comunicado del ayuntamiento, es llegar a 24.000 comidas diarias, es decir, algo menos de la mitad de la población que vive en la calle. Hasta la fecha, son sobre todo ONG privadas las que se mueven para distribuir alimentos. En el estado de San Pablo, que cuenta con más de 44 millones de habitantes, existe desde 2002 el programa de restauración “Buen Plato”, 59 comedores donde se paga un 1 real (0,2 dólares) cada plato. En marzo, causó revuelo el cierre de la sucursal de Campos Elíseos, en el centro de San Pablo, donde se concentra el mayor número de personas sin hogar, que ofrecía 4.600 comidas al día. Por no hablar de otras zonas de Brasil, especialmente remotas como la Amazonia, donde las redes de solidaridad luchan por funcionar de forma capilar y estable.

El reciente caso de unos menores que vivían en la Amazonia persuadidos por asociaciones salafistas para que fueran a estudiar la religión islámica a Turquía reveló cómo la propia promesa de comidas gratuitas durante su estancia había convencido a sus padres para que dieran su consentimiento.

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