A pesar del marketing y de los diversos vídeos promocionales en los que el presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha declamado repetidamente que “la respuesta al cambio climático depende de la acción coordinada de todos los países” y que “Brasil está haciendo su parte”, los datos de marzo sobre la deforestación de la Amazonia son escalofriantes. Según el último informe del Instituto del Hombre y el Medio Ambiente de la Amazonia (Imazon), la deforestación se ha triplicado respecto a los meses anteriores, una cifra que convierte el primer trimestre de este año en el peor desde 2008, con 867 kilómetros cuadrados de bosque perdidos, casi 1.000 campos de fútbol por día.
El estado de Amazonas es el más afectado por la furia del hombre, mientras que en el estado de Pará sólo en marzo en dos áreas de protección ambiental, el Triunfo do Xingu y el APA do Tapajós, se perdieron hectáreas de bosque equivalentes a 800 campos de fútbol. La mayor parte de la devastación, el 76%, tuvo lugar en zonas privadas. Sólo el 1% en tierras indígenas, lo que demuestra que las comunidades nativas son los mejores guardianes del pulmón del mundo. En febrero, según el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales, INPE, un total de 322 km2 de la Amazonia habían sido deforestados. Casi el doble de los 199 km2 destruidos en el mismo mes de 2022, bajo el gobierno de Bolsonaro, y la mayor devastación registrada desde que Brasil comenzó a medirla, en 1988.”Los gobiernos, tanto federal como los estatales, deben actuar conjuntamente para evitar que continúe la devastación, especialmente en las zonas protegidas”, advierte uno de los investigadores autores del informe de Imazon, Carlos Souza Jr. “Es necesario”, prosigue, “no dejar impunes los casos de explotación forestal ilegal y apropiación de tierras públicas”. Es sorprendente cómo algunos estados han sufrido una aceleración de la deforestación este año. Es el caso de Maranhão, que en un año ha experimentado una tendencia explosiva, con un aumento de la deforestación del 125%, con 9 kilómetros cuadrados quemados en lo que va de 2023.
En febrero, la ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, había justificado el aumento de la deforestación como un “acto” de venganza de los bolsonaristas. En marzo, siguió culpando a la administración anterior de reducir el número de inspectores medioambientales del Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (Ibama). En una entrevista concedida a la CNN, Silva dijo que de 1.700 en 2008 se ha pasado a 700 hoy. Sin embargo, sorprendió su fervor por la posible ayuda en la Amazonia ofrecida por China que, recordemos, es uno de los países más contaminantes del mundo. “China ha conseguido recuperar 70 millones de hectáreas de bosque”, declaró entusiasmada antes de visitar con Lula a Xi Jinping, “y tiene experiencia en la producción de energía eólica y solar para promover una transición ecológica”. Pekín está interesada en la Amazonia por su agua y su tierra, tanto que no dudó en financiar con Brasil, el CBERS-6, un proyecto de un satélite conjunto para monitorizar la deforestación en la Amazonia. Es una decisión estratégica pero significaría entregar la seguridad de la selva amazónica a China, que ya ha ganado la licitación multimillonaria para construir la red eléctrica desde la central hidroeléctrica de Belo Monte, en la Amazonia, hasta Río de Janeiro.
Por diferentes razones, también Moscú tiene sus ojos en la Amazonia. El gobierno del ex presidente Jair Messias Bolsonaro autorizó una expedición científica del navío Akademik Boris Petrov en aguas amazónicas tras reunirse con Vladimir Putin el año pasado, pocos días antes de la invasión rusa de Ucrania. La zona donde el navío llevó a cabo su exploración en Brasil el pasado noviembre tiene mucha importancia geopolítica. La compañía petrolera nacional brasileña Petrobras está investigando la región en busca de nuevos recursos petrolíferos, y por la cercana costa atlántica pasan los cables submarinos que unen Brasil con África y Norteamérica.
Esta es probablemente una de las razones por las que Estados Unidos ha elevado la suma para proteger la Amazonia propuesta en febrero durante la visita de Lula a Washington. De los 50 millones de dólares prometidos, Joe Biden presentará al Congreso estadounidense una propuesta de financiación de 500 millones de dólares a repartir en cinco años, suponiendo que el Senado, a mayoría republicana, acepte. Sería la primera vez que EE.UU. participa en el Fondo Amazonia, una iniciativa de Alemania y Noruega para proteger la floresta y promover el desarrollo sostenible que recaudó unos 198 millones de dólares entre 2009 y 2018, cuando el gobierno de Bolsonaro lo suspendió. El fondo ha sido criticado en el pasado, y no solo por los bolsonaristas, por ser utilizado a menudo como puerta de entrada para inversiones poco sostenibles. En el nordeste de Pará la población local y el Ministerio Público Federal han denunciado a la multinacional minera Hydro, cuyo accionista mayoritario es el gobierno de Oslo, por contaminación medioambiental. La propia Noruega ha comunicado al gobierno brasileño que su pago al Fondo Amazonia estará ahora condicionado a las próximas cifras de deforestación.
En la última conferencia de la ONU sobre medio ambiente, la COP27, Lula prometió al mundo, el pasado noviembre, que “lucharía sin tregua contra los delitos medioambientales”. Lo que significará también tener que lidiar con los grupos criminales, brasileños y de otras nacionalidades, que hoy controlan las fronteras amazónicas, convertidas en ruta privilegiada para introducir cocaína y armas en Brasil y gran parte de la minería ilegal, el llamado “garimpo” ilegal. Muy positivo, entonces, fue el pedido del gobierno de retirar el proyecto de ley elaborado durante el gobierno de Bolsonaro que prevé la minería y la construcción de hidroeléctricas en tierras indígenas.
Sin embargo, en otras cuestiones Lula ha abrazado el mismo antiambientalismo de su predecesor, manteniendo algunos proyectos que ya han causado mucha controversia. El primero es la pavimentación de la “autopista” BR-319, que atraviesa una de las zonas más preservadas de la región, desde Porto Velho, en Rondonia, hasta Manaos, en el estado de Amazonas, unos 880 km en total. La carretera se construyó en 1970, durante la dictadura militar, pero lleva años intransitable por falta de mantenimiento. El riesgo es que ahora se convierta en una especie de “autopista de la explotación forestal”, que facilite los movimientos de los implicados en todo tipo de tráficos ilícitos.
El segundo proyecto considerado prioritario por el gobierno de Lula es la finalización de las obras del Ferrogrão, un ferrocarril para drenar la producción de cereales de Mato Grosso, en el centro-este del país, hacia el norte, en el estado de Pará. El proyecto ha sido objeto de críticas por su grave impacto medioambiental en las comunidades indígenas que atravesaría la vía férrea. Además, Brasil es signatario del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), según el cual los pueblos indígenas deben ser consultados en caso de proyectos que puedan afectarlos negativamente, consulta que no se ha nunca llevado a cabo.
Por último, el tercer proyecto que va en una dirección totalmente opuesta a la narrativa ecologista de Lula es el de Petrobras. La petrolera nacional pretende extraer petróleo en la Amazonia, justo en la desembocadura del río Amazonas. Se trata de una zona también vigilada en el pasado por Greenpeace, que incluso había registrado la presencia de arrecifes de coral. Tanto es así que la petrolera francesa Total había renunciado a explorar petróleo en esa misma región en 2020. La ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, se muestra prudente al respecto. “Estoy vigilando este desafío petrolífero en la desembocadura del Amazonas con la misma atención que tuve para la central hidroeléctrica de Belo Monte. Es un proyecto con un gran impacto ambiental, pero tenemos las herramientas para hacer frente a este tipo de proyectos”. Sin embargo, hace quince años, precisamente por la construcción de Belo Monte, que tuvo un impacto medioambiental desastroso sobre la flora, la fauna y las comunidades indígenas, en 2008 Marina Silva rompió con Lula y dimitió como ministra de Medio Ambiente.
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