Los cinco hijos de Gladys están presos. La policía, amparada en el régimen de excepción en que el gobierno de Nayib Bukele mantiene al país desde marzo de 2022, se los llevó a todos y los repartió en tres cárceles del país. Al menor, Kevin, de 17 años, lo soltaron el nueve de junio del año pasado, después de que había estado preso cinco semanas: ni la policía ni la fiscalía salvadoreña tenían pruebas de las asociaciones ilícitas con pandillas que le achacaban. Kevin casi no habla desde que volvió a casa y, cuando lo hace, es para contarle a su madre, sin demasiados detalles, que sus carceleros le pegaban casi a diario y apenas le daban agua.
Kevin (los nombres de los protagonistas de esta nota se han cambiado por su seguridad y a petición de ellos) es uno de los 1.082 menores de edad a los que el gobierno de Bukele metió presos entre el 27 de marzo, cuando se decretó por primera vez el régimen de excepción en El Salvador, y el 31 de agosto de 2022, de acuerdo con una base de datos de la Policía Nacional Civil (PNC) publicada por la organización defensora de derechos humanos Human Rights Watch (HRW).
Entre los menores encarcelados hay 21 niños de entre 12 y 13 años, a los cuales la PNC de Bukele pudo meter presos gracias a una reforma de marzo del año pasado que redujo la edad de encarcelamiento de 16 a 12 años.
Kevin, como la mayoría de los menores arrestados, fue acusado de asociaciones ilícitas, un delito que, por las reformas que el gabinete de seguridad de Bukele promovió con el régimen de excepción, es castigado desde marzo con penas en prisión de 9 a 45 años. La estrategia de aplicar este delito de asociaciones ilícitas a centenares de jóvenes arrestados ha sido común en los últimos meses: según HRW, unas 39.000 de las 61.000 personas arrestadas desde que empezó el régimen de excepción están en la cárcel acusadas de asociaciones ilícitas.
Dos abogadas consultadas por Infobae en El Salvador, que han defendido a menores como Kevin y quienes accedieron a opinar desde el anonimato por temor a represalias de la Fiscalía General de El Salvador (FGR), aseguran que en la mayoría de audiencias iniciales, en las que de acuerdo con la legislación salvadoreña el gobierno debe demostrar que hay indicio suficiente de prueba para continuar con el proceso judicial, las evidencias que presentan los fiscales son vagas, incluso inventadas y no cumplen con uno de los requisitos de la ley nacional: individualizar la participación de los imputados en los hechos.
Una de las abogadas detalló que hay audiencias en que la fiscalía reúne hasta a 100 imputados ante un juez, la mayoría de los cuales no cuenta con recursos apropiados para defenderse. Amnistía Internacional se hizo eco de esto en un reporte publicado en junio de 2022, en el que advertía que los tribunales salvadoreños hacían audiencias masivas o en forma virtual a través de videollamadas con los reos en los centros penales, en las que se silenciaba los micrófonos para que los imputados no pudiesen hablar.
“Los juzgadores no intiman adecuadamente a las personas imputadas para darles a conocer los cargos que enfrentan; estas no comparecen personalmente a las audiencias, sino que lo hacen de forma virtual y en grupos numerosos; en la mayoría de estas audiencias se ha generado la práctica de silenciar el micrófono desde los centros penales, por lo que las personas que comparecen virtualmente no pueden tomar la palabra y ejercer su defensa material”, confirmó un informe de la organización salvadoreña Cristosal, una de las que mejor ha documentado los abusos durante el régimen de excepción.
Kevin, el hijo de Gladys, como los otros centenares de menores arrestados, tuvo que pasar preso 15 días antes de ver a un juez, pero él corrió mejor suerte que los otros que, después de alguna de esas audiencias masivas o sin micrófono, se quedaron presos. Gracias al régimen de excepción, y en última instancia a las reformas aprobadas por el congreso bukelista, pueden pasar meses, incluso años, antes de que la situación jurídica de estas personas se resuelva.
Zaira Navas, abogada de Cristosal, asegura que el régimen de excepción y las reformas legales están diseñados para mantener llenas las cárceles y que el gobierno ha establecido a la PNC cuotas diarias de capturas. “El régimen se ha prestado a muchas arbitrariedades, que es lo que ocurre al ordenar detenciones para cumplir números o cuotas de detenidos, al principio eran mil hoy son 500 cada día, y hay muchos audios y grabaciones de policías que lo prueban. Esto ha generado más arbitrariedades entre jefaturas medias de la PNC, pero también lo han aprovechado policías para saldar rencillas personales o para acosar personas”, dice Navas.
Gladys, la madre de Kevin, está convencida de que a sus hijos se los llevaron por eso, para cumplir una cuota. “Mis hijos son sanos trabajadores, pero la policía tenía que cumplir su meta”, dice la mujer a Infobae por mensajería electrónica.
Oficiales consultados en la PNC confirman que, al menos entre marzo y agosto de 2022, el gobierno de Bukele impuso cuotas de hasta mil capturas diarias en todo el país, sin importar si los detenidos tenían antecedentes o si había alguna investigación previa; bastaba una denuncia anónima o incluso, en algunos casos, que los agentes captores se inventaran excusas para justificar los arrestos.
“Todo esto provocó graves desaciertos, provocó que a muchas personas se les metiera presas sin ser de pandillas, que se inventara hacerles fichas en el momento cuando no eran pandilleros, pero para hacerlos pasar por pandilleros”, aseguró un oficial de la PNC en una conversación telefónica con Infobae.
Régimen de excepción: la nueva normalidad
Una vez al mes, desde el 25 de abril cuando los policías llegaron por primera vez a su casa a detener a uno de sus hijos, Gladys peregrina por tres cárceles de El Salvador, la de Izalco, la penitenciaría La Esperanza en las afueras de San Salvador y la cárcel de máxima seguridad en Zacatecoluca, en el centro del país, a intentar dejar comida a su prole. Poco después de llevarle al primero de los hijos, durante la primera semana de mayo, los policías se llevaron a los otros cuatro.
Kevin, el menor, ya está libre, pero Gladys sigue peregrinando desde el pueblo en el que ha vivido toda su vida, hasta Zacatraz, como se conoce en El Salvador al penal de máxima seguridad, 150 kilómetros hacia el este, a unas 4 horas de viaje en bus. Otra de las cárceles está a una hora en bus y otra a dos horas.
Decenas de vecinas de Gladys tienen que hacer viajes similares en busca de información sobre sus hijos. Dice Gladys que la mayoría de los hombres jóvenes de la comunidad en la que ella vive están en la cárcel. Es imposible saber a cuántos de ellos los capturó la policía para llenar la cuota diaria y cuántos tenían, de verdad, relación con las pandillas. Antes de decretar el régimen de excepción, el gobierno de Bukele ya había desmantelado todo el sistema de acceso a la información pública y lo poco que se sabe sobre los presos en general -las cifras totales- es porque funcionarios como el ministro de seguridad, el director de cárceles o el mismo presidente las publican en sus cuentas de Twitter.
Gladys vive en una ciudad ubicada en la esquina noroeste de El Salvador, donde confluyen rutas comerciales, de contrabando e incluso de narcotráfico que conectan con Honduras y Guatemala. Durante décadas, las pandillas controlaron amplias porciones de este lugar. Hoy quienes controlan son los policías, que durante seis meses han tenido en todo el país carta abierta para capturar a quien se les ponga enfrente para cumplir las cuotas de arrestos, pero también para cumplir el objetivo estratégico del gobierno Bukele: quebrar a las pandillas MS13 y Barrio 18.
Cuando inició su gobierno, Bukele tenía arreglado un pacto con los liderazgos de las dos pandillas, representados por reos que llevaban años en las cárceles del país. Investigaciones de agentes federales estadounidenses y fiscales salvadoreños -hechas antes de que el presidente se hiciera con el control de la fiscalía general- reunieron múltiples pruebas de ese pacto, que incluso sirvieron de base al gobierno de Biden en Washington para sancionar, entre otros, al director de cárcel de la administración Bukele.
Pero en marzo de 2022, por razones que aún no están del todo claras -aunque algunos indicios apuntan a incumplimientos del gobierno al trato inicial-, el pacto se rompió y las pandillas respondieron dejando 87 cadáveres en las calles y barrios de El Salvador. A partir de ahí, Bukele, quien para entonces parecía agobiado por el fracaso de su proyecto Bitcoin, tornó su atención a la seguridad pública y declaró la guerra final a las pandillas, cuya principal herramienta ha sido el régimen de excepción, que por mandato constitucional dura un mes pero puede ser prorrogado indefinidamente; ya la Asamblea Legislativa, controlada por el bukelismo, ha aprobado 10 extensiones y, este marzo, El Salvador cumplirá un año sin las garantías constitucionales cercenadas por el régimen, como el derecho al debido proceso, a la defensa o incluso a las libertades de movimiento y expresión.
Uno de los efectos del régimen es que las cifras de homicidios han acentuado la tendencia a la baja que el país experimenta desde 2016, tres años antes de la llegada de Bukele a la presidencia. En 2020, un estudio del International Crisis Group atribuyó la reducción de un 60% en los homicidios en 2019 -año de la ascensión de Bukele- a una decisión de las pandillas más que a las políticas gubernamentales.
Bukele ha dicho, a través de su cuenta de Twitter, que El Salvador es ahora el país más seguro del continente. En enero, el Ministerio de Seguridad publicó que la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes había sido de 7.8 en 2022, un descenso importante respecto al año anterior y la más baja en las últimas décadas. Varios analistas, sin embargo, han señalado que es imposible contrastar estas cifras de forma independiente debido a los bloqueos a la información pública.
A pesar de todo, el régimen de excepción es sumamente popular en El Salvador. En general, las encuestas varían entre niveles de aprobación del 70% al 90% de las medidas extraordinarias, algo que la Universidad Centroamericana (UCA), una de las voces más críticas de Bukele, atribuye en parte a una cultura de venganza que los salvadoreños apoyan siempre que no sean ellos a sus familiares los afectados por las acciones del Estado.
“Persiste en muchas personas y sectores la tendencia primitiva a la venganza, usualmente a causa de la ineficiencia y/o corrupción de tribunales y juzgadores. Muchos se alegran con el sufrimiento de los privados de libertad, desean que pasen hambre, que sean maltratados y vejados. Por lo general, eso solo cambia cuando familiares o amigos son detenidos y comienzan a sufrir vejámenes”, escribió la UCA en un editorial publicado en sus redes el pasado 6 de enero.
En su casa, Gladys, la madre de cuatro jóvenes arrestados y enviados a prisión sin pruebas y como parte, según su relato, de las cuotas de arrestos impuestas a los policías salvadoreños, vive con miedo de que al único hijo que le queda fuera de las cárceles de Bukele lo vuelvan a llevar preso: “Acá en en El Salvador nos están metiendo presos hasta por una mala mirada. Este gobierno vino a acabar con nuestra libertad”, dice.
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