Además de presentar un escenario extremadamente polarizado por primera vez en la historia del país, las elecciones brasileñas también son significativas por el contexto geopolítico internacional en el que se desarrollan.
La guerra en curso a las puertas de Europa entre la Rusia de Vladimir Putin y la Ucrania de Volodimir Zelensky y las negociaciones nucleares actualmente estancadas entre Estados Unidos e Irán, aunque geográficamente distantes, no pueden dejar de influir también en el voto.
Rusia, Irán y desde lejos el gran titiritero que es China miran a América Latina, ahora más que nunca, como un importante hub en su visión multipolar en función antiestadounidense ya teorizada en los años 90 por el entonces ministro de Exteriores ruso Yevgeny Primakov. Hoy en día, las políticas exteriores de los dos candidatos, Luiz Inácio Lula da Silva y Jair Messias Bolsonaro, tienen el poder de afectar el voto -aunque los electores brasileños se interesan muy poco de asuntos exteriores- más sobre todo el futuro de la seguridad, en Brasil y a nivel mundial.
Los datos macroeconómicos hablan de un país que es el mayor exportador de productos básicos a China, su primer socio comercial, con un valor total en 2021 de 87.900 millones de dólares, el principal exportador de maíz a Irán, y un gran importador de fertilizantes principalmente de Rusia e Irán. El 99% del nitrato de amonio procede de Moscú.
Debido al conflicto ucraniano y al drástico recorte de las exportaciones rusas, el coste de los fertilizantes se ha triplicado en el mundo entero. Esto explica porque tanto Lula como Bolsonaro hayan declarado su oposición a las sanciones contra Rusia. Bolsonaro incluso voló a Moscú para reunirse con Putin en la víspera del conflicto. En cuanto a Lula, su controvertida declaración a la revista Time de que “Zelensky es tan culpable de la guerra como el presidente ruso” le hizo entrar en la lista del gobierno ucraniano de oradores que promueven la propaganda rusa, de la que fue retirado posteriormente debido a la repercusión mediática. A las pocas horas de la primera vuelta de la votación, Lula había recibido el apoyo en Twitter de Edward Snowden, el ex agente de inteligencia estadounidense que desde Rusia, donde se nacionalizó hace unas semanas, escribió un tuit que no dejaba lugar a dudas: “Lula”.
El verdadero reto para quien gane las elecciones será estructurar una política exterior que tenga en cuenta no sólo las ventajas comerciales sino también la seguridad nacional. Por ejemplo, es llamativo que las autoridades brasileñas hayan autorizado una expedición científica rusa al corazón del Amazonas el próximo mes de noviembre a bordo del Academik Boris Petrov. Se trata de un navío de propiedad del gobierno ruso, famoso durante la Guerra Fría por ser el escenario de un episodio de espionaje de manual.
Una agente estadounidense infiltrada en este barco, Donna Geiger, consiguió desenmascarar a un canadiense que trabajaba como espía para los rusos, Stephen Ratkai. Más recientemente, navíos pertenecientes a la misma flota del gobierno ruso han provocado un debate sobre el riesgo de espionaje ruso en aguas suecas. Y por si fuera poco, quien gane las elecciones tendrá que lidiar con el espinoso caso del espía ruso con pasaporte brasileño falso, Sergey Vladimirovich Cherkasov, que tras intentar infiltrarse en el tribunal internacional de La Haya fue repatriado por las autoridades holandesas a Brasil, donde fue condenado a 15 años por usar documentos falsos y no por espionaje, porque no es un delito en el código penal brasileño. El peligro ahora, con la guerra en Europa, es que otros espías rusos puedan llegar a Brasil para infiltrarse en América Latina.
La cuestión iraní también es probable que sea un problema serio en el mandato del nuevo presidente. Aunque el comercio de Brasil con Irán nunca ha sido voluminoso, la producción de carne halal ha dado a los iraníes un punto de entrada al país para sus agentes, como es el caso del clérigo chiita Taleb Hussein al Khazraji, que según sostenía el fiscal Alberto Nisman es un operador vinculado a altos cargos persas como el ex ministro de Asuntos Exteriores Alí Akbar Velayatí, acusado de la masacre de la AMIA en Buenos Aires en 1994.
No olvidemos que Brasil ha desempeñado un papel clave en las redes de inteligencia iraníes desde los atentados contra la embajada israelí en Buenos Aires y la AMIA en la década de 1990. Por último, la negativa de Brasil a reconocer el problema de Hezbollah -que aún no considera una organización terrorista- dentro de sus fronteras corre el riesgo de amplificar el tráfico de drogas, con el que Hezbollah se financia, y del terrorismo.
Sobre Irán, tanto Lula como Bolsonaro carecen de claridad. Cuando el general iraní Qassem Soleimani fue asesinado en Irak en 2020 por un ataque estadounidense, Bolsonaro se abstuvo de comentar el hecho, como hizo el mundo occidental. “No tengo el poder bélico que tienen los estadounidenses para poder decir mi opinión en este momento” y luego declaró que mantendría los lazos comerciales con Irán. En cuanto a Lula, en sus dos mandatos ha promovido las relaciones con el presidente Mahmud Ahmadineyad, que en el pasado ha cuestionado el Holocausto y ha calificado el atentado del 11-S de “gran invención” para justificar la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo.
De China, Lula ha elogiado al gobierno en varias ocasiones, incluso recientemente, calificando al gigante asiático de “ejemplo para el mundo” y al régimen chino de Xi Jinping de “Estado fuerte que toma decisiones y la gente las respeta”. El gobierno de Bolsonaro, por su parte, pese a inspirarse en la estrategia anti-China de Trump al inicio de su mandato, ha sucumbido con el tiempo al interés comercial, ya que solo en 2021 Pekín fue responsable del 66% del superávit comercial de Brasil. Y así, Brasil, a pesar de las presiones de Estados Unidos, terminó permitiendo la participación de la empresa china Huawei, acusada de espionaje empresarial para el gobierno de Pekín, en la red 5G. A principios de octubre, el presidente tampoco apoyó una propuesta de Europa y Estados Unidos para abrir un debate en la ONU sobre las denuncias de violaciones de los derechos humanos en China. Brasil se abstuvo junto con otros países como México, India, Argentina y Gambia.
También son críticas las peligrosas relaciones que tanto Lula como Bolsonaro mantienen en sus direcciones de política exterior con países de escaso interés comercial y con un perfil democrático débil cuando no ausente. En cuanto a Bolsonaro, en la primera vuelta recibió el respaldo de Viktor Orbán, el presidente húngaro que lo llamó “un hermano”.
Orbán es criticado por sus políticas antimigratorias y su gobierno utlraconservador. El presidente de Polonia, Andrzej Duda, fue uno de los pocos líderes con los que Bolsonaro se reunió en la última Asamblea General de la ONU. Duda está siendo investigado por la Unión Europea por aumentar el control sobre el poder judicial en su país. Además de la fuerte relación con Donald Trump, los hijos de Bolsonaro, en particular Eduardo, han asistido a conferencias en Estados Unidos sobre los riesgos del fraude electoral organizadas por Steve Bannon. Bannon, ideólogo de Trump, fue condenado recientemente a cuatro meses de prisión por negarse a colaborar con la investigación sobre el asalto al Capitolio en Washington del 6 de enero de 2021.
En cuanto a Lula, ha sido acusado reiteradamente por Bolsonaro en esta campaña electoral de sus peligrosas amistades con las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela, y de su papel junto a Fidel Castro en la creación del Foro de San Pablo en 1990, un grupo fundado tras la caída del Muro de Berlín para rescatar la ideología comunista impulsándola en América Latina.
A las acusaciones de Bolsonaro, Lula respondió complicando aún más su posición. Para el ex presidente, el Foro de San Pablo sólo se creó para moderar a la izquierda latinoamericana para que llegara al poder “por medio de los votos y, por supuesto, llegamos todos”, lo que no es cierto porque en estos países el proceso electoral no es democrático. En cuanto a Venezuela, Lula calificó al presidente reconocido por Estados Unidos y parte de Europa, Juan Guaidó, como “ya es nada”.
El ex ministro de Asuntos Exteriores, Celso Amorim, principal asesor en política internacional de Lula, dijo que, si es elegido, el ex presidente retomará las relaciones con la dictadura de Nicolás Maduro, interrumpidas bajo el mandato de Bolsonaro. Finalmente sobre Ortega en el primer debate televisado de la segunda vuelta Lula dijo: “Son los pueblos los que deben castigar los errores de sus líderes con el voto”, y añadió: “sentí un gran orgullo el 19 de junio de 1980 al participar en la conmemoración del aniversario de la revolución sandinista”.
En resumen, una vez más en Brasil la frontera entre la política exterior y las amistades personales aparece frágil y no siempre justificada por la realpolitik para el bien del país. Que en cambio merece la prosperidad económica y la seguridad, un tema entrelazado que ningún candidato ha abordado hasta ahora en su totalidad.
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