Rusia y la manía de abandonar a sus protegidos con un legado fantasmal

Para contrarrestar otros poderes, Moscú tiene una larga historia de proteccionismo fingido. Pero las consecuencias suelen ser siempre las mismas y desfavorables para sus aliados circunstanciales

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El jefe de estado ruso Vladimir Putin y el dictador cubano Miguel Díaz-Canel, en un encuentro en 2018 (Reuters)
El jefe de estado ruso Vladimir Putin y el dictador cubano Miguel Díaz-Canel, en un encuentro en 2018 (Reuters)

A horas de conocerse si finalmente Vladimir Putin emitirá la orden final de bombardear e invadir con sus tanques Ucrania, los planes expansionistas de Rusia parecen no detenerse sólo en Europa. En una espiral de tensión diplomática que no se detiene pese a las promesas de retirar tropas, Moscú coquetea cada vez más con la posibilidad de extender sus bases en América Latina. Lo hace para enardecer a los Estados Unidos y penetrar políticamente en una de las regiones institucionalmente más frágiles del planeta. Sus aliados, los dictadores Miguel Díaz-Canel, Daniel Ortega y Nicolás Maduro, le abren las puertas.

El ex agente de la KGB les promete a los latinoamericanos un presunto apoyo político y militar a cambio de recursos. Hacia fines de enero, Sergei Lavrov -canciller ruso- prometió profundizar la alianza y la cooperación entre su nación y esos países en todos los ámbitos. Incluido el militar. “En cuanto a Cuba, Nicaragua y Venezuela, tenemos unas relaciones muy estrechas y una cooperación estratégica en todos los ámbitos: en la economía, la cultura, la educación y la cooperación técnico-militar”, dijo el jefe de la diplomacia de Putin.

La confirmación de Lavrov ocurrió días después de que Moscú amenazara con instalar bases de misiles en la región por la crisis en Ucrania. Rusia exportaba la tensión bélica de Europa a otras latitudes, globalizando el conflicto.

Pero no es novedosa la presencia de delegados de Putin en América Latina. Maduro le entregó hace ya años el Arco Minero del Orinoco, El Dorado venezolano. Allí puede verse cómo operadores rusos extraen los recursos naturales para cargarlo en sus aviones y buques. Los vuelos de los Antonov An-124 llegan con militares y técnicos a bordo y maquinaria de intercepción de comunicaciones. Retornan a Moscú -se especula- cargados de material precioso.

También el petróleo está en la mira desde hace tiempo. Para eso, un íntimo de Putin resulta protagonista de esta historia: Igor Sechin, cabeza visible de Rosneft, la petrolera que se queda con parte del crudo chavista. Es uno de los máximos oligarcas del país y alter ego en los negocios del jefe de estado.

En materia militar, fue el general Vasilii Petrovich Tonkoshkurov quien dibujó la hoja de ruta de prioridades del Kremlin en Venezuela. Desde los bombarderos TU-160 presentados en diciembre de 2018, hasta la reciente instalación de antenas de espionaje emplazadas en la frontera con Colombia para monitorear las comunicaciones del norte del subcontinente. Están distribuidas entre Táchira, Falcón, Zulia y Apure. Su centro de operaciones estaría emplazado en el Complejo Militar de Fuerte Tiuna, la casa de Vladimir Padrino López, Zamuro, el general que se arrepintió a tiempo.

Putin y Hugo Chávez se conocieron en Nueva York en el año 2000, en el marco de la Asamblea General de Naciones Unidas. Desde entonces, Rusia le ofreció a Venezuela lo que antes la Unión Soviética le prometió a Cuba: comercio y protección. O negocios e impunidad. A cambio, el oro -y el petróleo- lo pondrían los sudamericanos. La alianza -se decía- llevaría prosperidad a los venezolanos. Pero no resultó. Tal como pasó con la isla, la pobreza y la marginalidad se multiplicaron en cada una de las ciudades. Eso sí, los negocios crecen para felicidad de un sólo bando.

Los números son explícitos e irrefutables. En 2005, Venezuela alcanzaba un PBI de 145 mil millones de dólares. Hoy, esa cifra se redujo a 40 mil millones. La inflación pasó de 14,4% en 2005 a 1.200 por ciento en 2021, según datos del Banco Central de Venezuela. La pobreza alcanza al 94,5% de los venezolanos, de acuerdo a la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) 2021. En ese tiempo -que abarca el auge de Chávez y el derrotero dictatorial de su heredero en Miraflores- las instituciones han palidecido de manera colosal: presos políticos por miles, violaciones sistemáticas a los derechos humanos, una oposición perseguida y un permanente fraude electoral empujaron fuera del territorio a millones de venezolanos que huyeron de la pobreza, la inseguridad y, sobre todo, del chavismo.

El dictador Nicolás Maduro y el jefe de estado ruso, Vladimir Putin, en un encuentro en el Kremlin en 2019 (Reuters)
El dictador Nicolás Maduro y el jefe de estado ruso, Vladimir Putin, en un encuentro en el Kremlin en 2019 (Reuters)

Rusia, en tanto, no hizo demasiado para rescatar del cadalso humanitario a su aliado y protegido regional. ¿Por qué? Quizás sólo esté interesado en lo que pueda sustraer del Orinoco y en mantener sus bases militares y de inteligencia para perpetuar su amenaza contra los Estados Unidos. Maduro debería leer la historia reciente de dos colegas africanos: Abdelaziz Buteflika, de Argelia y Omar Hassan Ahmad Al Bashir, de Sudán. A ellos también los “protegió” Putin mientras los exprimía. No terminaron de la mejor forma.

Cuba, en tanto, no escapa a esa lógica. Desde tiempos en que el mundo era bipolar, Moscú hizo uso de La Habana como a su antojo. Como una colonia más. En ese caso nadie en el Palacio de la Revolución habla de soberanía. Así, la ex URSS se convirtió en el principal sostén económico de la isla, pero sin que el bienestar alcance alguna vez a la población en seis décadas. Ya disuelto el bloque soviético, el Kremlin se olvidó de su aliado en el Caribe. Lo abandonó a su suerte, que no fue la mejor. Su PBI cayó un 35 por ciento y se registró una crisis económica sin precedentes. Fue hasta que Fidel Castro sedujo a Chávez para que le transfiriera sus petrodólares. Mejor dicho: el de los venezolanos.

La pobreza se profundizó más y se convirtió en una epidemia en el gulag castrista, cuya dictadura culpa al embargo comercial de Estados Unidos por todos sus males. Nada dice de la vulneración permanente de los derechos humanos de su población, de las faltas de libertades y de la incautación que hace de las remesas que llegan de todas partes del mundo. O de cómo las empresas europeas radicadas allí -hoteles, en su mayoría- deben depositar los salarios de sus empleados cubanos en las arcas del régimen para que éste los reparta como si fueran limosnas y quedarse con la mayor porción.

Muchos en América Latina, en la Unión Europea y hasta en las Naciones Unidas prefieren anteponer los negocios y el argumento del embargo a referirse a la sistemática persecución de quienes alzan la voz en la isla.

Pero la violación permanente de los derechos humanos no es lo único que pretende esconder el régimen de Díaz-Canel. Tampoco habla de sus pobres. Cuba es el único país de América que no publica el índice de pobreza. Los esconde. Ellos son la prueba más gráfica del fracaso de su política. Como muchas administraciones populistas, la dictadura falsifica datos oficiales para que los números resulten favorables. Sin embargo, la realidad indica que cada cubano sobrevive con 301 dólares al año. Corrección: no todos los cubanos perciben menos de un dólar diario. Una elite acomodada goza de los grandes beneficios de pertenecer al Partido.

Sin embargo, resulta imposible tapar el sol con una mano. Las evidencias emergen pese a los intentos de ocultarla. El hambre, la falta de oportunidades y el déficit de libertades han provocado que el año pasado decenas de miles de cubanos salieran a las calles a protestar. El engranaje represivo de la isla actuó con crueldad ante la indiferencia y complicidad de presidentes regionales. En los últimos 12 meses 1.054 cubanos fueron presos por protestar, de acuerdo a datos de Prisoners Defenders. A algunos les espera años de encierro. El Kremlin apoyó a la dictadura en su castigo y habló de “injerencia externa”. Irónico.

Nadie puede alzar la voz en Cuba. Tampoco en Venezuela o Nicaragua. La mordaza, la pobreza estructural y el abandono son el único legado palpable que Rusia deja en sus socios.

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