Los Acuerdos de Paz, firmados en 1992 entre el gobierno de El Salvador y la guerrilla del FMLN para terminar con 12 años de guerra interna, sentaron las bases de la democracia salvadoreña y de un Estado en el que la separación de poderes, la existencia de la oposición política y los mecanismos de control institucional quedaron garantizados por una reforma constitucional. Hoy, Nayib Bukele quiere olvidarse de todo aquello.
El martes 11 de enero, a menos de una semana del 30º aniversario de la firma de la paz, uno de los acólitos más furibundos de Bukele arremetió contra el pacto de pacificación. En el pleno legislativo del Congreso, Christian Guevara, jefe de la bancada mayoritaria del oficialismo, anunció que pedía la “derogación de la conmemoración de los Acuerdos de Paz” para, en su lugar, nombrar por decreto el “Día Nacional de las Víctimas del Conflicto Armado”.
De lo que Guevara y su jefe en el Ejecutivo, el presidente Bukele, reniegan es de la firma de los Acuerdos de Paz realizada en el Castillo de Chapultepec de la Ciudad de México el 16 de enero de 1992 después de varias rondas de negociaciones entre el gobierno derechista del presidente Alfredo Cristiani y al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), la guerrilla marxista que protagonizó el conflicto interno contra el ejército nacional apoyado por las élites económicas locales y los Estados Unidos de Ronald Reagan y George Bush padre.
El conflicto salvadoreño, que oficialmente arrancó en 1980 cuando varios bloques guerrilleros aglutinados en el FMLN iniciaron acciones armadas, duró 12 años y según los cálculos más conservadores costó entre 70,000 y 75,000 vidas. La negociación de la paz, auspiciada por Naciones Unidas, concluyó con la firma de los Acuerdos de Chapultepec.
José María Tojeira, sacerdote jesuita ex rector de la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador, cree que los Acuerdos de Paz se cuentan entre los hechos “más importantes” en la historia de El Salvador. “Por primera vez los problemas graves de enfrentamiento político y social entre salvadoreños se resolvió por la vía del diálogo nacional en vez de por el camino de la fuerza bruta y la muerte o destierro del enemigo”, dijo a Infobae.
“Es muy importante reconocer que terminar la guerra y hacerlo con condiciones que permitiera a la oposición operar legalmente fue algo trascendental para el país. Y lo que eso significó para la vida cotidiana de la gente, especialmente en el campo, pero también en la ciudad, fue muy significativo”, dice, por su parte, el estadounidense Geoff Thale, ex director de la no gubernamental Oficina de Washington para Latinoamérica (WOLA en inglés), desde donde siguió de cerca la resolución del conflicto armado salvadoreño a finales de los 80.
Rubén Zamora, el primer candidato presidencial del FMLN cuando la exguerrilla se convirtió en partido político tras los Acuerdos de Paz, insiste en que fue aquel pacto el que sentó las bases políticas e institucionales en que se asentó, a partir de 1992, la democracia salvadoreña en ausencia de guerra.
“Introdujeron en nuestra legislación las reformas democráticas más importantes de nuestra historia, o al menos del Siglo XX, desde la separación de los militares del manejo de la cosa pública y una nueva estructura para el cuerpo militar, hasta cambios importantes en campos como los derechos humanos, las elecciones, la transparencia pública y la legislación judicial”, comentó a Infobae Zamora, él mismo uno de los firmantes del documento del 92.
Hoy, el bukelismo quiere desconocer todo aquello. En el afán, analistas consultados por Infobae ven desde oportunismo político hasta un elaborado plan para terminar de sepultar lo que queda de los partidos Alianza Republicana Nacionalista y el FMLN, herederos de aquel conflicto y de aquella negociación, hasta un intento por reescribir la historia reciente de El Salvador con la ascensión de Bukele a la presidencia del país como año cero.
Los analistas consultados creen, sin embargo, que uno de los productos políticos de los Acuerdos de Paz fue la creación de una conciencia ciudadana en la que ven una posibilidad de detener los afanes autoritarios del presidente Bukele.
“El desarrollo de la conciencia en el país es una realidad evidente, y por el lado de la conciencia y la responsabilidad ciudadana se terminará avanzando de nuevo hacia una democracia moderna e inclusiva”, reflexiona Tojeira, el ex rector de la UCA, universidad que ha sido una da las voces más críticas de los exabruptos de Bukele.
El pasado no existe
No es un secreto en El Salvador que el gobierno de Nayib Bukele se ha empeñado en intentar reescribir la historia reciente de acuerdo con sus conveniencias políticas.
El afán más reciente tiene que ver con la llamada masacre de la UCA, perpetrada en el 16 de noviembre de 1989 por el ejército salvadoreño, en la que dos empleadas de la universidad y seis sacerdotes jesuitas fueron asesinados. Rodolfo Delgado, el fiscal general nombrado por Bukele, ha pedido a la Corte Suprema de Justicia que reabra el caso judicial por los asesinatos, el cual había permanecido estancado por una amnistía general aprobada en 1993 y, luego, porque fiscales y magistrados anteriores lo bloquearon.
Tojeira, quien era provincial para Centroamérica de la Compañía de Jesús en 1989 y fue amigo personal de los sacerdotes asesinados, entiende el gesto del fiscal bukelista como algo positivo, pero es cauteloso. “Esta reciente iniciativa del sector gubernamental trata de comenzar un proceso. Es difícil en el inicio de un proceso hablar de intenciones”, comenta.
El jesuita, sin embargo, también advierte que puede haber intenciones propagandísticas en el asunto.
“El Gobierno actual ha dado muestras repetidas veces de impulsar su propia propaganda favorable, más allá de los condicionamientos éticos que toda propaganda debe tener. Ni la verdad ni la fidelidad a la historia parecen tener importancia. Se trata más bien de fomentar los sentimientos de frustración de mucha gente ante la realidad política, social o judicial, y hacer signos que den la impresión de que ahora se actúa de un modo totalmente distinto al pasado”, advierte Tojeira.
El presidente y sus principales colaboradores, de hecho, han aprovechado la petición de reapertura para atacar a la UCA, que desde el principio del mandato de Bukele, aun cuando buena parte de la academia y el periodismo salvadoreño guardaban silencio sobre los signos problemáticos del bukelismo, ha señalado los gestos antidemocráticos del presidente. La UCA de los sacerdotes asesinados, dijo por ejemplo Ernesto Castro, presidente de la Asamblea Legislativa bukelista, no es la misma que la actual.
La masacre de la UCA fue la última de la guerra salvadoreña y provocó un aumento de la presión internacional, sobre todo del Congreso de los Estados Unidos, al gobierno del entonces presidente Alfredo Cristiani para continuar y finiquitar las negociaciones de paz.
Geoff Thale, ex presidente de WOLA, también es escéptico respecto a los gestos de Bukele y los suyos respecto al pasado. “Se te abre la preocupación de que estén haciendo esto (reabrir el caso de la UCA) por razones políticas y no en búsqueda real de justicia”, dice.
A Thale le resulta problemático que el pretendido afán de justicia no sea tal en el caso de otra masacre de la guerra, una de las primeras, en un caserío del noreste salvadoreño llamado El Mozote. Ahí, en diciembre de 1981, un batallón élite de las fuerzas armadas asesinó al menos a un millar de personas como parte de un operativo “tierra arrasada” en una zona de influencia guerrillera.
Sobre El Mozote, Bukele ha mentido varias veces. En septiembre de 2020, cuando aún no tenía mayoría en el Congreso y en medio de gran parafernalia, el presidente montó una conferencia de prensa para presentar cinco cajas de supuestos archivos desclasificados de la fuerza armada sobre El Mozote; una orden judicial lo obligaba a entregar los documentos. Al final, lo que Bukele entregó no eran más que copias de documentos sin importancia que el juzgado correspondiente ya había recibido antes.
Luego, como parte de una depuración judicial emprendida por magistrados de la Corte a los que él y sus diputados habían impuesto en mayo de 2021, Bukele se deshizo de Jorge Guzmán, el juez que llevaba el caso judicial de El Mozote y que había desafiado al presidente con el asunto de los archivos.
“La diferencia con el caso de El Mozote y la retórica del gobierno en torno a esa masacre y la forma en que el gobierno se ha comportado en este caso te hacen ser muy escépticos sobre qué tan serios el presidente Bukele y el fiscal general son en el caso de la UCA”, cuestiona Thale.
El expresidente de WOLA apunta hacia otro asunto que parece ser clave en la arquitectura del poder de Nayib Bukele: el rol del ejército.
En ambos casos, la masacre de la UCA y El Mozote, dice Thale, el acusado es el liderazgo del ejército salvadoreño y la fuerza armada como institución. “Progresos reales y condenas en estos casos son golpes para el ejército y un recordatorio de una de las lecciones más claras de los Acuerdos de Paz: las fuerzas armadas tienen que estar sujetas al estado de derecho”.
Para Bukele, el ejército y su mando actual han sido aliados clave. Fue la fuerza armada la que lo acompañó el 9 de febrero de 2020, cuando irrumpió por la fuerza en la Asamblea Legislativa para demostrar su poder sobre un Congreso que entonces sus diputados no controlaban. A pomposos despliegues de parafernalia militar suele acudir el presidente cuando es cuestionado.
El ministro de Defensa actual, René Merino Monroy, fiel aliado de Bukele, no dudó en julio de 2019 en condecorar y calificar de héroe a Juan Orlando Zepeda, uno de los militares de más alto rango cuando los jesuitas de la UCA y las dos mujeres fueron masacrados. A Zepeda no suelen referirse los acólitos del presidente cuando hablan de esa matanza.
“No tiene sentido, a no ser que su intención responda a objetivos políticos actuales, como distraer a la opinión pública de lo que está sucediendo hoy”, apunta Zamora, el excandidato presidencial, respecto al caso de la UCA. Y agrega una reflexión sobre la escasa independencia y transparencia del Órgano Judicial que Bukele ha moldeado a su conveniencia: “Ha llenado la judicatura con funcionarios a su servicio; no presenta a la ciudadanía ninguna garantía de que el juez operará con apego a la verdad y a la ley. Mucho menos una fiscalía que públicamente dice ser parte del Ejecutivo y que debe de obedecer al presidente”.
La vuelta del enemigo interno
Hay hechos del pasado de los que el bukelismo quiere renegar, como la firma de la paz; hay otros que parecen serle gratos, como el concepto del enemigo interno que acuñaron los gobiernos militares de los 60, 70 y 80 para perfilar y criminalizar a la oposición política.
Uno de los sectores a los que el presidente salvadoreño ha denigrado y perseguido con señalamientos públicos, acoso hacendario e incluso investigaciones criminales es al periodismo independiente de su país.
No parece casual que todo el affaire sobre el desconocimiento de los Acuerdos de Paz haya ocurrido a pocas horas de que un consorcio internacional de medios de comunicación, encabezados por el periódico digital El Faro, reveló que 22 periodistas de ese medio han sido espiados a través de sus teléfonos celulares con el software Pegassus, patentado por una compañía israelí que solo lo vende a gobiernos.
Una funcionaria de Bukele ha negado que el gobierno salvadoreño haya adquirido Pegassus, pero la investigación periodística revela, entre otras cosas, que los momentos más intensos del espionaje ocurrieron cuando El Faro investigaba temas que comprometen directamente al presidente y a sus funcionarios más cercanos, como el pacto de gobernabilidad que mantienen con las pandillas MS13 y Barrio 18.
La iniciativa de los diputados bukelistas ocurrió, además, el mismo día en que el mismo fiscal general de Bukele que dice buscar justicia en la masacre de la UCA ordenó allanamientos a oficinas de exfuncionarios que investigaban una red criminal supuestamente dirigida, entre otros, por los hermanos del presidente.
Varios periodistas críticos a Bukele, además de al menos un exfiscal que investigó al presidente y los suyos, están ahora exiliados fuera de El Salvador.
El asunto del enemigo interno se extiende, en general, a todo tipo de oposición política, y en el tema de los Acuerdos de Paz, el oficialismo ha aprovechado para alimentar la narrativa según la cual quienes firmaron la paz en 1992 son parte de cúpulas políticas que terminaron beneficiándose al repartirse el poder político.
Los analistas consultados para esta nota coinciden en que la conmemoración de la paz, más que celebraron a quienes la firmaron, tiene que ver con recordar a las víctimas y celebrar el fin de uno de los episodios más oscuros de la historia salvadoreña.
“Se conmemoran los Acuerdos, y lo que el presidente Bukele parece estar haciendo es llevar la atención a las cúpulas de las partes que firmaron y tratando de restar importancia a los Acuerdos. Desde un punto de vista político lo que parece que Bukele quiere hacer es marginalizar a su oposición política y deshacerse de los sistemas de control que los Acuerdos crearon”, dice Geoff Thale.
Al hablar de cúpulas, de nuevo, el bukelismo no cuenta toda la historia. Quiere, a través de voceros como el diputado Christian Guevara, renegar de liderazgos políticos de la ex guerrilla y la derecha salvadoreña, cuando todo el movimiento político que llevó a Bukele al poder cuenta entre sus principales promotores a miembros históricos de esas cúpulas.
José Luis Merino, un excomandante del FMLN reconvertido en operador de dinero del chavismo venezolano, ha sido uno de los principales padrinos políticos y financieros del presidente. Y Herbert Saca, operador de la derechista ARENA, fue quien, con dinero público, creo el partido político que llevó a Bukele a la presidencia.
En esta nueva versión de la historia que Bukele y los suyos quieren reescribir hay mucho de silencios convenientes, usos autoritarios del Estado, persecución de enemigos y una memoria selectiva. Como antes de la firma de los Acuerdos de Paz.
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