Chile, país de extremos, elegirá entre un pinochetista y un aliado del Partido Comunista

El derechista duro José Antonio Kast se enfrenta este domingo al ex líder estudiantil Gabriel Boric. La polarización desdibuja el centro político que gobernó en los últimos 30 años. Alrededor de la mitad de los habilitados para votar no lo hará

Guardar
Los candidatos presidenciales chilenos Gabriel
Los candidatos presidenciales chilenos Gabriel Boric (iz) del pacto izquierdista Apruebo Dignidad y José Antonio Kast del ultraconservador Partido Republicano durante el debate televisivo de cara al balotaje del domingo. Elvis Gonzalez /Pool via REUTERS

El lingüista y filósofo George Lakoff dice el llamado centro político está formado por “biconceptuales”, es decir, por “personas que son conservadoras en algunos aspectos de la vida y progresistas en otros”. La gran mayoría de los políticos a nivel global van en busca de ese tipo de personas para “prometerles que van a construir un puente, incluso donde no hay un río” (concepto de Nikita Khrushchev). Saben que, para ganar cualquier contienda electoral, sobre todo en una segunda vuelta con dos opciones, tiene que ir a pescar votos entre esa feligresía. La fórmula no fue obviada por los candidatos extremos que este domingo se disputan la presidencia de Chile. Se desdijeron hasta el absurdo para mostrarse más moderados. Fue un esfuerzo titánico para uno que reivindica la dictadura de Pinochet y para el otro, aliado del Partido Comunista. Vienen como todo su país de antípodas tan grandes como las que hay entre el desierto de Atacama y la selva patagónica.

José Antonio Kast del Partido Republicano, quien ganó la primera vuelta de las elecciones del 21 de noviembre, es un derechista extremo pinochetista que no da mayor importancia a los asesinatos cometidos durante la dictadura de 17 años. Se presenta como el candidato de la “ley y el orden” al estilo Bolsonaro o el filipino Duterte, y mantiene una guerra cultural del tipo Trump contra las feministas y las comunidades LGBTQ+. Su contendiente es Gabriel Boric, de la alianza entre el Frente Amplio y el Partido Comunista, quien recién en los últimos días descubrió las bondades del crecimiento económico y la redistribución de riqueza conseguido por la Concertación de centro-izquierda que gobernó 24 de los 30 años de democracia. A los que lo lograron los llamaba “tecnócratas sin corazón”. También, había propuesto una amnistía general para los que cometieron delitos graves durante las protestas de fines de 2019, que ahora dejó de lado. Y hasta tuvo que hacer una pirueta en el aire para no quedar pegado a una declaración que hicieron sus aliados comunistas felicitando al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, por su reciente farsa electoral.

Kast representa a los chilenos que tienen miedo de que se destruya la “estabilidad” y el crecimiento económico obtenido hasta ahora por la alternancia en el poder de la centro-izquierda y la centro-derecha. Boric es el abanderado de los que están enojados. Son los que salieron a las calles a protestar en forma violenta, los que se sienten aplastados por la herencia de la dictadura pinochetista. Los que detestan a la antigua sociedad anquilosada y clerical que aún ostenta el poder en muchos sectores. Ambos sentimientos no son privativos de los chilenos, con matices, esas expresiones se reproducen en casi todo el mundo. La pandemia, la incertidumbre, el parate económico lo alimentan.

Kast, en su cierre de
Kast, en su cierre de campaña. Reivindica la dictadura del general Pinochet y quiere construir una zanja en el norte del país para que no entren inmigrantes indocumentados. REUTERS/Ivan Alvarado

Se llegó a esta situación de polaridad después del fracaso estrepitoso de todas las fuerzas de ese centro que venía gobernando hasta ahora más allá de que por momentos se inclinaba para un lado y poco después para el otro, pero nunca hasta los extremos. En la primera vuelta, la candidata de la hasta hace poco exitosa alianza de socialistas y democristianos, Yasna Provoste, sacó el 11,6% de los votos. Sebastián Sichel, de la coalición que gobierna con Sebastián Piñera, el 12,7%. Las dos opciones quedaron aplastadas por una gran mayoría que considera que son los mayores responsables de lo sucedido en las últimas tres décadas y que a pesar de que se renovaron no los encuentran capaces de resolver los problemas de fondo.

Todo parece girar alrededor de la lectura que cada sector hizo de las revueltas de fines de 2019 cuando cientos de miles de personas salieron a las calles a pedir reformas a un sistema desigualitario. La izquierda moderada se olvidó que había gobernado durante más de dos décadas y hasta hizo un mea culpa sobreactuado. Dijeron que las protestas se debían a las postergaciones de la transición sin tener en cuenta que al mismo tiempo estaban tirando abajo toda la estructura social que habían logrado armar. Se olvidaron de la clase media cuyos ingresos se triplicaron durante esos años, y los créditos e hipotecas que les permitió comprar un auto o una casa a 30 años. También que pudieron enviar a sus hijos a la universidad a pesar de que el sistema educativo sigue siendo pago. Eso no quiere decir que ese mismo sistema dejó a muchos chilenos sobreendeudados, sin acceso a servicios de salud de calidad y con perspectivas de jubilaciones magras, pero se venía de muy abajo y el país logró un progreso innegable. “Negarlo, como lo hizo gran parte de la centroizquierda, resultó no solo históricamente inexacto, sino que también políticamente suicida. Tiene poca lógica decir que uno es causa de los problemas que afectan a la población, y luego ofrecerse para solucionarlos”, escribió para el Project Syndicate Andrés Velazco, ex ministro de Hacienda de Chile y actual Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics.

Otro elemento es que la centro-izquierda no condenó categóricamente la violencia desatada por las movilizaciones que dejaron 34 muertos y centenares de heridos. Eso hizo que los que perdieron sus trabajos o no pudieron ir a trabajar a raíz de los graves disturbios posteriores a las grandes concentraciones y los pequeños comerciantes a los que les quemaron sus locales, se volcaran en busca del orden perdido. Lo mismo sucedió en la zona de la Araucanía, donde grupos que se autoperciben como mapuches mezclados entre los descendientes de los pueblos originarios, cometieron una serie de delitos. Allí, en esa región, es donde Kast obtuvo la mayor cantidad de votos más allá de las grandes ciudades. Por último, lo que llevó a muchos a votar por el derechista extremo fue el miedo a la nacionalización de las AFJP, los 170.000 millones de dólares que los chilenos todavía mantienen en cuentas previsionales privadas.

Boric en el cierre de
Boric en el cierre de su campaña en Santiago. Las encuestas lo dan como ganador de la segunda vuelta de estas elecciones presidenciales. REUTERS/Rodrigo Garrido

La derecha que está en el gobierno también entregó a Kast un grupo nutrido de sus votantes con el mal manejo económico de los últimos dos años marcados por la pandemia y la falta de resolución para detener el avance de los grupos extremistas de la Araucanía. Esto enojó mucho a los nostálgicos de la dictadura que se habían “civilizado” e integrado a la derecha más democrática. Claro que Kast no se privó de sobreactuar en este contexto y fue a visitar a la cárcel al ex brigadier Miguel Krasnoff, un torturador y asesino condenado a 650 años por crímenes de lesa humanidad. Kast aseguró que “no creo todas las cosas que se dicen de él”. También dijo que, si Pinochet “estuviera vivo, votaría por mí”. La centro-derecha tuvo una actitud muy tibia ante estas expresiones.

De todos modos, todo esto parecería ser algo superfluo si tenemos en cuenta que sólo fue a votar el en la primera vuelta el 47,74% de los habilitados para hacerlo. Más de la mitad de los votantes prefiere quedarse en sus casas. No tienen interés en lo que sucede. Sienten que ninguno de los candidatos los representa o los entusiasma al punto de sacarlos de sus sillas. “Ni una ni otra alternativa tienen representatividad suficiente para sostener una legitimidad que permita gobernar de manera democrática”, explica Ángela Erpel, analista política de la fundación Heinrich Böll Stiftung.

Un centro de votación en
Un centro de votación en Valparaiso en la primera vuelta de esta elección presidencial. La clave, de todos modos, está en más del 50% de los chilenos que no van a votar. REUTERS/Rodrigo Garrido

Desde hace años, Chile no logra llevar a las urnas ni a la mitad de los casi 15 millones de votantes. Fue el 49,3% en las presidenciales del 2013 y el 46,7% en las del 2017. Incluso, con la gran expectativa que había con el plebiscito para la Convención Constitucional de octubre del 2020, que hacía prever una masiva participación pese al contexto de pandemia, solo logró convocar a un 50,9%, cifra que bajó al 41,5% en la elección de convencionales de mayo de 2021. “Hay un imaginario en crisis que ya no se sostiene, la democracia ha cambiado sus centros gravitatorios y no hay alternativas electorales que hayan sabido leer este cambio, pues este viene escribiéndose con otras narrativas”, analiza Erpel. “Lo que muchos pensaban sería un triunfo para los sectores progresistas y revolucionarios, para quienes el estallido social y la constituyente eran propaganda segura, finalmente no fue tal. Y esto permitió el ascenso de la derecha que reivindica al pinochetismo y que creíamos que estaba ya marginada”.

Este es el contexto en el que hoy van a votar los chilenos. Todas las encuestas aseguran que, finalmente, Boric será el ganador. Pero ya sabemos que los métodos de medición de intención de voto están fracasando en todo el mundo. Sigue siendo todo imprevisible, extremo, como el Chile de la geografía.

SEGUIR LEYENDO:

Guardar