El ministro de seguridad de El Salvador, Gustavo Villatoro, montó la conferencia de prensa para hablar de las desapariciones de los hermanos Karen y Eduardo Guerrero Toledo, de 18 y 20 años, a quienes su familia tenía casi dos meses sin encontrar. Había expectativas por las declaraciones del ministro: el gobierno de Nayib Bukele no suele hablar de los desaparecidos.
Villatoro y el gabinete de seguridad presentaron ante cámaras a dos supuestos pandilleros de la MS13 acusados de “participar” en la desaparición de los Guerrero Toledo.
Además, Villatoro, flanqueado por el fiscal general salvadoreño y el director de la Policía Nacional Civil, ocupó sus palabras para responsabilizar a la madre de los jóvenes por no poner la denuncia a tiempo y, más grave, para insinuar sin pruebas que la desaparición tenía que ver con posibles nexos de los Guerrero Toledo con sus captores.
Dos días después, con el rostro cargado de lágrimas e indignación, Dina Ivette Toledo, madre de los chicos, hizo algo que se ha vuelto peligroso en El Salvador: contradecir en público a las autoridades. Es mentira, dijo la mujer, que sus hijos tengan vínculos con pandillas o estructuras criminales. Toledo también responsabilizó a Villatoro por cualquier “represalia” que ella sufra.
Nayib Bukele habla muy poco de las desapariciones y cuando lo hace, desde sus redes sociales, es para reproducir el discurso de su gabinete de seguridad. Ni el presidente ni sus funcionarios abundan en cifras o en políticas públicas para enfrentar el fenómeno.
El 8 de noviembre, cuando el ministro Villatoro presentó a los sospechosos en el caso de los hermanos Guerrero Toledo, la cuenta de Twitter de Bukele arrancó la mañana reproduciendo la versión de los nexos con los victimarios que la mamá de los muchachos negaría luego entre lágrimas.
Después de eso, y durante tres días, el presidente volvió a guardar silencio sobre las desapariciones; su comunicación se centró en otro problema de seguridad pública: el aumento repentino de homicidios, que subió el promedio a más de diez diarios, lo cual, como reportó Infobae, estuvo relacionado al pacto que el gobierno salvadoreño mantiene con las pandillas MS13 y el Barrio 18.
Tras la mayoría de las desapariciones forzadas en El Salvador también están las pandillas, según una especialista consultada; las mismas con las que el gobierno ha pactado gobernabilidad.
Las proyecciones más pesimistas de las autoridades salvadoreñas, compartidas a Infobae por un funcionario de la Fiscalía General que habló desde el anonimato por no estar autorizado a hacerlo en público, son que 2021 terminará con un promedio de siete desapariciones diarias, cifra que incluye privaciones de libertad y desapariciones forzadas.
La Policía Nacional Civil (PNC) reduce la proyección a la mitad, a una cifra más cercana a las cuatro desapariciones diarias. La Policía, sin embargo, ha sido señalada, durante el gobierno de Nayib Bukele y en los anteriores, de maquillar las cifras. Un estudio reciente de la no gubernamental Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (FESPAD) estableció, por ejemplo, que entre 2014 y 2019, la PNC reportó 10,000 homicidios menos que los reportados por la Fiscalía en el mismo periodo.
Jeannette Aguilar, la consultora que coordinó el estudio de FESPAD y una de las especialistas más citadas en estudios sobre violencia en El Salvador, coincide en fijar la cifra de desapariciones en el promedio de siete diarios, que no ha cambiado respecto a 2020, según los números de la Fiscalía. En 2019, el promedio diario fue de 9 desapariciones al día; ese fue el año que Bukele asumió la presidencia del país.
Aguilar no duda en decir que las desapariciones forzadas son el principal problema de seguridad pública en el país centroamericano. “Ese es el gran problema, no solo por lo atroz del fenómeno, sino por lo que dice del control que en los territorios ejercen los grupos criminales y porque la cifra lleva ya cuatro años superando a la de homicidios”, asegura en conversación con Infobae.
Los más críticos a la gestión de Bukele alegan que el gobierno esconde las cifras de desaparecidos para que estas no hagan sombra a la reducción de homicidios lograda gracias al pacto con las pandillas.
En un análisis publicado en mayo pasado, el portal especializado en crimen organizado InSight Crime concluye que muchos de las desapariciones son muertes violentas no reportadas y añade que estas ocurren “con mayor frecuencia cuando los homicidios no son posibles por alguna razón”.
InSight Crime también cree que las desapariciones, como los homicidios, sirven a las pandillas para reforzar el control territorial que ejercen en El Salvador.
Jeannette Aguilar, en cuyo estudio están basadas en parte las conclusiones de InSight Crime, dice que en El Salvador el gobierno se ha empeñado en “ocultar la mayor parte de los muertos” porque reconocerlos implicaría “cambiar el discurso del éxito en la seguridad pública, renunciar a las etiquetas propagandísticas que son el pilar del respaldo popular” del que goza Bukele.
En todo caso, piensa Aguilar, las estadísticas oficiales no son lo suficientemente confiables como para establecer una relación precisa entre el número estable de desapariciones y la disminución de homicidios, pero sí bastan para asegurar que las pandillas ejercen un control territorial tan profundo en zonas del país como para mantener cementerios clandestinos donde entierran a los desaparecidos, impedir exhumaciones en los mismos y amordazar a las familias para que no denuncien, en algunas ocasiones en complicidad con autoridades locales.
La especialista explica que el problema es tan grave que El Salvador continúa llenándose de cementerios clandestinos en ciudades, el campo, incluso bosques salados en las costas, en territorios donde las pandillas ejercen control casi absoluto.
Ya a finales de 2019, a pocos meses de la toma de posesión de Nayib Bukele como presidente, oficiales de la Policía destacados en La Unión, departamento ubicado en el extremo oriental de El Salvador, fronterizo con el Golfo de Fonseca, con aguas nicaragüenses y con Honduras, reportaban la existencia de un enorme cementerio clandestino en los manglares aledaños a una de las playas del lugar, donde la MS13 mantiene una de las operaciones de narcotráfico y extorsión más importantes del país.
Uno de los oficiales que estuvo destacado en La Unión aquel año explicó a Infobae que una clica de la MS13, la Fulton Locos Salvatruchos, había montado una compleja operación de trasiego de cocaína y dinero entre Nicaragua a través del Golfo de Fonseca, que incluía una red de hoteles playeros y restaurantes como fachada para el lavado de dinero y mecanismos de extorsión para obligar a pescadores locales a facilitar sus lanchas para pasar la droga.
En una pequeña isleta del golfo, controlada por los pandilleros, dice el oficial, también existe un cementerio clandestino al menos desde 2015, donde entierran a víctimas de extorsión y a mujeres jóvenes que también fueron víctimas de abuso sexual y de torturas.
Ocultamiento oficial
Casos como el de los hermanos Guerrero Toledo han empezado a llamar la atención de la opinión pública salvadoreña. O como el de la futbolista Jimena Ramírez, miembro del equipo femenino de Alianza, uno de los clubes de fútbol más populares del país. Los restos de Jimena fueron encontrados el pasado 16 de noviembre, después de 25 días desaparecida, en un cementerio clandestino de Nuevo Cuscatlán, la ciudad-dormitorio de clase media alta de la que Nayib Bukele fue alcalde entre 2012 y 2015.
La fosa donde fueron encontrados los restos de Jimena Ramírez está en un predio en el que, según el diario La Prensa Gráfica, hay no menos de un centenar de cadáveres. Un experto en criminología consultado por ese medio asegura que este podría ser el cementerio clandestino más grande del país.
Pero estos casos son solo un atisbo de lo que pasa en El Salvador. “Estos muchachos son de clase media, con más acceso a redes sociales y a recursos, y eso ha hecho que la sociedad se movilice y obliga al gobierno a responder de alguna manera, pero esto es mucho más grande: hay mucha gente más pobre que ha deambulado sola por años” buscando a sus desaparecidos”, explica Jeannette Aguilar, que estudia el fenómeno desde que empezó a convertirse en un problema de seguridad pública a mediados de la década 2000.
Y no son solo las pandillas. Es también la Policía. En un análisis sobre la situación de El Salvador en 2020, la organización Humans Rights Watch concluye que las “desapariciones son perpetradas por diversos actores, incluidas las maras y la policía. Pocos casos son investigados”.
En mayo de 2021 se descubrió, en la occidental ciudad de Chalchuapa, donde las pandillas también ejercen control, un cementerio clandestino en la casa de un expolicía. Desde el principio, las autoridades, encabezadas por el ministro Villatoro y el fiscal general Rodolfo Delgado, se embarcaron en el ocultamiento y lanzaron narrativas confusas sobre lo ocurrido ahí.
Primero, Villatoro sancionó al jefe de forenses que, tras intervenir en las fosas de Chalchuapa, brindó información inicial sobre el número de cadáveres encontrados. El ministro Villatoro dijo que solo habían hallado entre 8 y 15 cadáveres en el lugar, pero especialistas consultados por medios locales creen que la cifra es mucho mayor. La misma Fiscalía, al principio, habló de 30 cuerpos y fuentes del sistema judicial de 42.
La Fiscalía también filtró a periodistas un testimonio del expolicía en cuya casa encontraron las fosas para afianzar la narrativa de que se trataba de un desquiciado que mataba mujeres a las que había abusado y las enterraba en su patio. Una jueza, sin embargo, desestimó ese testimonio. Una investigación más profunda, del diario La Prensa Gráfica, dejó más claro el panorama: en las fosas de Chalchuapa había cadáveres de personas asesinadas por deudas, de víctimas de redes de traficantes de personas, y de niñas y mujeres abusadas.
Otros dos oficiales de la PNC dijeron a Infobae que es muy probable que en el cementerio clandestino de Chalchuapa también haya víctimas de los grupos de exterminio que se enquistaron en la misma policía salvadoreña y que la ONU, entre otros organismos, denunció en 2016 y 2017.
“De lo que nos dimos cuenta en Chalchuapa es de la censura y la mordaza que existe alrededor de los desaparecidos y los cementerios clandestinos”, opina Jeannette Aguilar. La especialista también apunta que las estructuras delincuenciales que utilizaron el predio de Chalchuapa, en el que se han hallado 11 fosas, mantenían ahí una operación sofisticada para deshacerse de las personas a las que desaparecían.
La práctica criminal de la desaparición es ahora más sofisticada explica Aguilar. Los grupos utilizan más medios y complicidad con las autoridades para torturar a sus víctimas y asegurar el ocultamiento de los restos. Después de todo, incluso en un país donde pandillas y grupos de exterminio han mostrado tanto poder en las comunidades, calles y pueblos, no es fácil ocultar cementerios de esos tamaños.
Apuntar a las víctimas, como lo hizo el ministro Gustavo Villatoro en el caso de los hermanos Guerrero Toledo, ha ayudado al ocultamiento, como también lo ha hecho el silencio del presidente Nayib Bukele.
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