La propaganda oficial de Nicaragua a menudo recuerda “los duros años de cárcel” que sufrió Daniel Ortega cuando fue capturado por la guardia de la dictadura somocista, después que asaltara un banco, en Managua, en 1967. Sin embargo, la veterana abogada y defensora de derechos humanos, Vilma Núñez, considera que las actuales condiciones en que el régimen de Ortega mantiene a los presos políticos son más crueles y humillantes que las usadas por la dictadura somocista en su tiempo. “Daniel Ortega ha refinado los métodos que usaron contra él. Hay odio personal, venganza”, dice.
Actualmente, el régimen de Daniel Ortega mantiene en las cárceles del país a unos 150 presos políticos. Treinta y siete de ellos han sido capturados a partir del 28 mayo de este año, en una ola represiva destinada a anular la oposición política. La mayoría de los detenidos son líderes opositores y siete son personas que manifestaron su intención de competir contra Daniel Ortega en las elecciones generales de noviembre próximo.
A este último grupo se le ha mantenido incomunicado hasta por periodos de 90 días, se le presentó al juez en audiencias secretas y sin estar representado por un abogado escogido por ellos. Los procesos judiciales siguientes se celebran en la misma cárcel donde permanecen aislados, sin público, sin familiares y solo acompañados de abogados que tienen contacto con sus defendidos hasta que el reo entra a la sala. A los familiares, finalmente, les han permitido visitas cortas de una sola persona hasta por 30 minutos.
Las pocas personas que han podido verlos –abogados o familiares— han dado cuenta de las deplorables condiciones en que se encuentran los reos. La mayoría acusa pérdidas exageradas de peso. Al joven opositor Lesther Alemán se le vio entrar el 9 de septiembre a la sala arrastrando los pies y siendo auxiliado para poder mantenerse en pie o levantarse de la silla después de 66 días de aislamiento.
La Alianza Universitaria Nicaragüense alertó sobre “el deterioro de la salud física y la actual condición psicológica del líder juvenil”, en un comunicado. “La condición de Lesther Alemán es grave y preocupante, como resultado de intensos interrogatorios, torturas psicológicas, y la casi inexistente comunicación con sus familiares y abogados”.
En otro caso, Heidi Meza, de 67 años, murió sin poder despedirse de su hijo preso, el líder estudiantil Max Jerez, capturado por el régimen el 5 de julio pasado. La señora Meza cayó gravemente enferma tras la detención de su hijo, y abogados y amigos solicitaron a la juez que lleva el caso, un permiso para que madre e hijo pudiesen despedirse. El permiso no llegó y la madre murió el 17 de septiembre.
“Otro acto perverso e inhumano por parte del régimen Ortega Murillo, no permitió a Max Jerez ver a su madre con vida por última vez, condenamos esta otra forma de tortura contra los detenidos por razones políticas y sus familias”, reclamó el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh).
“La principal diferencia que hay entre cómo se juzgó a Daniel Ortega y cómo se está juzgando a los actuales presos políticos, es que a Daniel Ortega se le juzgó por hechos, que si bien es cierto se explicaban dentro del contexto de la lucha revolucionaria, sí era autor de delitos comprobados: asaltó un banco, (y participó en) la muerte de Gonzalo Lacayo”, dice Vilma Núñez, actual presidenta del Cenidh. “Era sobre hechos comprobados que lo estaban juzgando, mientras que a estos los están juzgando por delitos que ni siquiera han cometido”.
Daniel Ortega fue capturado en noviembre de 1967, después de participar en el asalto a la sucursal Kennedy del Banco de Londres, en Managua, y en el asesinato del sargento de la Guardia Nacional, Gonzalo Lacayo, a quien un grupo de miembros del Frente Sandinista acribilló a balazos la noche del 23 de octubre de 1967, cuando salía de la casa de su madre.
Ortega fue llevado a la Oficina de Seguridad Nacional (OSN) donde, según el relato de Harol Solano, capturado junto a Ortega, fueron sometidos por una semana a interrogatorios y torturas brutales. “Los guardias estaban enardecidos por la muerte de Lacayo. Sobre todo, el Coto, que estaba dolido y se desquitó de la manera más bárbara con nosotros. ¿Le has visto esa cicatriz?”, señaló Solano. “Volví a ver a Daniel cinco días después. Estaba desfigurado, era un monstruo”, relata.
Luego Daniel Ortega fue enviado a La Cárcel Modelo, donde ingresa con el número 198. Ahí terminaron las torturas y conforma un grupo de amigos que mantendría por muchos años, recibe visitas de su madre, doña Lydia Saavedra, paquetes de alimentos, escucha radio clandestinamente, lee periódicos viejos y libros, y mantiene una relación epistolar con quien luego sería su esposa y cogobernante, Rosario Murillo.
Las condiciones, sin embargo, no dejaban de ser duras. “Había violaciones entre ellos (presos comunes), drogadicción”, relata en sus memorias Jacinto Suárez, fallecido compañero de celda de Ortega. “Los delincuentes nos respetaban a los ´policarpos´, como nos decían a los presos políticos, no nos metían en sus asuntos, pero no era agradable estar con 150 seres humanos, como en una galera de esclavos, viendo y presenciando la vida entre los delincuentes. Como que estás en el fondo de un barril, para abajo no hay nada, llegás al extremo de la pudrición”.
Ortega fue condenado a 14 años de cárcel por un jurado de conciencia en un juicio dirigido por el juez Guillermo Vargas Sandino, una persona a quien el asesinado director del diario La Prensa reconoció la honorabilidad con que se comportaba, en un editorial que tituló El Juez.
“Yo agarré el juicio ya comenzado. Me correspondió armar el jurado que lo condenó. Me tocó poner la sentencia condenatoria”, dice Vargas Sandino, ya retirado después de una exitosa carreta judicial, que lo llevó, incluso, a ser presidente de la Corte Suprema de Justicia. “Como juez yo lo iba a visitar a la cárcel. Iba una semana a La Modelo y otra semana a la Aviación, de tal forma que a Daniel Ortega lo veía una vez cada dos semanas. A veces llevaba a sus amigos para que pudieran hablar con él”.
Vargas Sandino también fue el juez del juicio contra Carlos Guadamuz, amigo y compañero de cárcel de Ortega, por el intento de secuestro de un avión de Lanica en 1968. “Fue famoso también. El jurado lo condenó y ahí sí puse yo el auto de prisión. Había 50 testigos que lo vieron intentar secuestrar el avión y fue capturado dentro del avión. No había forma que saliera libre”, dice.
Asegura que envió a Guadamuz al hospital porque no sobreviviría en la cárcel. “Me lo llevé al Hospital Militar para que no le hicieran nada. Es posible que lo mataran. Estaba golpeado y bien golpeado. Él sabía que yo le había salvado la vida. Una o dos veces lo fui a ver”.
Vilma Núñez comenzó a defender presos políticos desde que era estudiante de Derecho en la universidad de León, en 1958. El primer caso en el que se involucra fue el del famoso comandante sandinista ya fallecido, Tomás Borge, a quien se le acusaba de participar en el asesinato de Anastasio Somoza García, en 1956. La defensa estuvo a cargo del doctor Carlos Tünnermann.
“El Código de Instrucción Criminal establecía que la detención preventiva duraba máximo 10 días, pero en esos diez días había todo un proceso en el que nosotros participábamos”, dice. “Nos entrevistábamos de previo. Claro pudo haber excepciones. Pero en mi caso yo no recuerdo que alguna vez me hayan negado hablar con mi defendido antes de que lo llevaran a juicio”.
“No es que el sistema judicial de entonces no estuviese influenciado por la dictadura somocista”, aclara, sino que, a diferencia de ahora, “se podía demostrar la inocencia de un acusado” y los magistrados, aunque eran miembros del Partido Liberal somocista, se comportaban con cierta honorabilidad.
“Imagínese que Carlos Fonseca, durante su juicio puede sacar desde la cárcel un tremendo mensaje: “Yo acuso a la dictadura”. ¿Qué le pasaría a uno de estos presos políticos que le diga siquiera dictador a Daniel Ortega?”, se pregunta Núñez.
Tampoco, dice, puede negar la tortura que se ejecutaba en las cárceles somocistas. “Había tortura e incomunicación. En (la cárcel) La Aviación no había puertas sólidas, eran barrotes, pero había una celda de castigo que le decían La Chiquita. En el patio había una pila a la par de un árbol de mango. De ese árbol colgaban de los pies a los reos, políticos y comunes, y les metían la cabeza en la pila de agua y los volvían sacar”.
“Estos aprendieron de ahí, y no aprendieron para no cometer eso porque supuestamente contra eso lucharon, sino para perfeccionar y refinar el método. En las torturas de ahora veo mayor crueldad, mayor ensañamiento. Un ensañamiento personal”, añade. “Estas situaciones las está emulado esta dictadura. Tal vez los métodos son distintos, pero con intención perversa, de humillarlos, de causarles daño y sufrimiento. El aislamiento, estar con bujías día y noche, son métodos de tortura”.
Vilma Núñez, de 82 años, también fue prisionera política en la dictadura somocista. Fue condenada por un tribunal militar a dos años y medio de cárcel por contrabando de armas.
“Yo fui prisionera política y también me torturaron durante cinco días metida en El Fortín de Acosasco. Cuando por fin aceptaron que me tenían, porque al principio lo negaban, funcionó un recurso de exhibición personal que mis colegas de León pusieron. Luego, en la cárcel 21 me metieron en una especie de jaula, porque la cárcel era de hombres, quedaba frente a la cocina y todo el humo me llegaba. Era horrible. Para ir al baño había que pedir permiso”.
“A mí me trataron muy mal, pero no tengo duda de que las condiciones de ahora son peores que las que yo viví”, concluye Núñez.
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