Eduardo Kingman Riofrío, el pintor de las manos, nació en 1913 mientras los imperios otomano y chino se desintegraban, y el mundo entraba en una nueva era universal. Pintor, grabador y muralista ecuatoriano, fue uno de los fundadores de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y es considerado como uno de los maestros del expresionismo y el indigenismo ecuatoriano del siglo XX. Hasta el día el de hoy es el padre no reconocido del expresionismo en el Ecuador.
Fue hijo del médico estadounidense Edward Kingman, que se radicó en Loja, una ciudad al sur del país, para atender el paludismo en las minas de Portovelo, que contrajo matrimonio con Rosa Riofrío y que abandonó inesperadamente el Ecuador para volverá a radicarse en Connecticut, dejando atrás a su familia. Sus orígenes le darían a Eduardo Kingman una visión amplia del mundo, una inclinación por la intelectualidad y la sofisticación, pero un fuerte compromiso humanista por las más profundas aspiraciones de los indígenas ecuatorianos.
Kingman Riofrío fue un muralista tributario del expresionismo alemán. Aunque, al igual que en el muralismo mexicano, utilizó su arte para manifestar su orgullo por los orígenes mestizos e indígenas de la sociedad, la lucha constante por las reivindicaciones populares, la necesidad de una profunda reforma política y la instalación de un gobierno socialista, Kingman responde a una apuesta ética y estética distinta.
La pedagogía de Kingman consistía en cruzar la poesía de contenido social con una plástica que llamaba al escándalo de los espectadores, con figuras retorcidas, sombrías, sufrientes, deformadas, que interpelaba a la belleza positivista equilibrada de la aristocracia y que sensibilizaba a los más acomodados sobre las necesidades de los menos favorecidos de la sociedad.
El crítico de música y arte para la San Francisco Chronicle y también profesor de Historia artística en la Universidad de California en Berkeley, Alfred Victor Frankenstein, dijo “Kingman es un artista que claramente ha pasado mucho tiempo en el fructífero y efectivo estudio del estilo expresionista alemán”. Frankenstein tenía razón, Kingman tiene en su trabajo enroscamientos fisionómicos y dislocaciones gráficas, propias del Expresionismo, empleados en una composición con la intención de mostrar una forma más subjetiva del ser humano que, sobre descripciones objetivas, ofreciendo un notable predominio a las emociones de una subjetividad campesina y trabajadora golpeada en sus entrañas por las exclusiones estructurales de la realidad latinoamericana.
Por sus trazos alargados, retorcidos y sombríos, rematados por rostros, gestos y ademanes contemplativos, sufrientes y resilientes, la propuesta estética de Eduardo Kingman parece estar más cerca de El Greco, de Amedeo Clemente Modigliani que de Diego Rivera o de David Alfaro Siqueiros.
En la Revista de las Indias del Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España se escribió un comentario después de una presentación de Kingman en el Museo de Bellas Artes de Caracas, en octubre de 1942. Ahí se dijo que “los tonos de Kingman tienden a lo sombrío y a lo monocromo. Sus figuras muestran grandes manos, grandes pies, colgados de cuerpos que no coinciden, ni con el tamaño ni con la posición, con lo que se denomina posiciones naturales. Son figuras retorcidas, absurdas, contrahechas, trágicas”.
El periodista y político comunista Pedro Jorge Vera escribiría sobre Kingman: “Hay que mirar Un Obrero Muerto para darse cuenta de cómo incita Kingman al motín”. El comité de admisiones en el salón Mariano Aguilera, un prestigioso premio de Guayaquil, declaró en 1935 “el uso poco natural del color y la deforme anatomía de los personajes, al tiempo que rechazó la obra, aludiendo que era una mala imitación del muralista mexicano Diego Rivera”.
Un año después, el concurso se integró por expertos afines a la izquierda y fallaron unánimemente a favor de Kingman. Toda la vanguardia progresista en la opinión pública y en la escena artística se alinearon para defender al pintor, pero el diagnóstico se había manifestado: Eduardo Kingman es el precursor de un expresionismo irritante para el conservadurismo.
En 1971, la revista Américas de la Organización de Estados Americanos dedicó un largo artículo a Eduardo Kingman titulado Painter of Hands. En el capítulo de la revista decía Darío Suro, uno de los fundadores de la escuela de modernismo en la pintura dominicana, que “no se puede concebir el universo de Kingman sin manos”.
La historia de vida del pintor ecuatoriano se explica en el cruce de sus padecimientos personales y familiares con las discriminaciones estructurales de una Latinoamérica en ciernes. Por eso dibujó manos grandes, huesudas y torcidas, pensando siempre en su madre, Rosa Riofrio, que según cuentan quienes lo conocieron, habría sufrido de artrosis en sus manos alargadas, con quien le unió un fuerte lazo de cercanía afectiva. A través de los rechazos clasistas que sufrieran familiarmente en sus carnes cuando cayeron en desgracia y del desarraigo por la migración interna de Loja a Quito y de Quito a Guayaquil, entendió los matices en las clases trabajadoras, campesinas, populares y marginales que luego Kingman expresó en formas alargadas, caras afligidas y colores opacos.
En el último tramo de su carrera, Eduardo Kingman incorporó algunos colores brillantes y eventualmente exploró otras formas humanas o arbóreas, pero nunca abandonó su compromiso con la estética de las emociones de una sociedad que debe ser mirada en el interior de su ser excluyente, racista y violento.
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