Cuando Steven Levitsky empezó a estudiar en profundidad la política latinoamericana, la región y el mundo eran muy diferentes. El Muro de Berlín y la Unión Soviética acababan de caer, las dictaduras militares que habían sido generalizadas en los 60 y en los 70 empezaban a ser un viejo recuerdo y la consolidación de la democracia liberal parecía un destino inexorable.
Es cierto que el paradigma liberal quedó en jaque en muchos países de América Latina hacia fin de siglo, por las sucesivas crisis económicas. Pero incluso durante la primera década del giro a la izquierda que comenzó en los tempranos 2000 siguió consolidándose la democracia, al menos en su faceta electoral.
Sin embargo, hace por lo menos cinco años se abrió un proceso de creciente inestabilidad política en la región, que en algunos casos terminó con rupturas del orden democrático que eran impensables un tiempo atrás. Estallidos sociales, represión desmedida, gobiernos que caen, militares que reaparecen en la escena política y países que pasan del autoritarismo competitivo a la dictadura plena con cierto éxito son algunos ejemplos.
Doctor en ciencia política por la Universidad de California en Berkeley y profesor de gobierno de la Universidad de Harvard, donde dirige el Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos, Levitsky es uno de los mayores estudiosos de los regímenes políticos del continente. Su último libro, Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018), un bestseller publicado en 25 idiomas que escribió junto a Daniel Ziblatt, aporta claves fundamentales para leer esta era tumultuosa.
En un español repleto de términos que aprendió recorriendo los barrios del conurbano bonaerense para entender el peronismo hace más de 20 años —trabajo que plasmó en su primer libro: La transformación del Justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005)—, Levitsky comparte en esta entrevista con Infobae su visión de lo que está pasando en la región.
—Contaba antes de empezar la entrevista que estaba sumergido en Perú, siguiendo de cerca todas las derivaciones del proceso electoral. ¿Qué es lo que más le llama la atención de lo que ocurrió?
—Hay dos o tres cosas. Primero, creo que a pesar de toda la crisis que hay, es algo profundamente democrático lo que está ocurriendo en Perú. ¿En cuántas democracias del mundo podría un tipo como Pedro Castillo, un maestro provincial, que no pudo ganar ni la alcaldía de su pueblo, llegar a la presidencia? En muy pocos países. En el mío sería imposible y también en la mayoría de los latinoamericanos. Ahora, puede no llegar a la presidencia, porque hay una reacción muy fuerte. Pero en su elección hay algo profundamente democrático. La otra cosa que llama la atención sobre Perú es el nivel de fragmentación y el colapso total de los partidos. Se habla de polarización, de un conflicto muy fuerte entre izquierda y derecha… ¡mentira! También dicen que Castillo representa a las mayorías olvidadas, pobres, ¡también es mentira! Castillo sacó el 18% de los votos, con 18 candidatos. Con ese porcentaje terminas en cuarto lugar en muchos países. Pero ganó la segunda vuelta porque tuvo la suerte de que su rival fuera la política menos popular del país, Keiko Fujimori. Cualquier otro candidato, incluyendo mi abuela, le ganaba a Castillo en la segunda vuelta. Entonces, hubo 18 postulantes, la mayoría impopulares, con un nivel de descontento tremendo, y ocho, nueve o diez con posibilidades de sacar el 11% o 12% necesario para llegar al ballotage. Era una lotería.
—¿Pero por qué cree que los que llegaron fueron precisamente Castillo y Fujimori, tal vez los dos con las posiciones más extremas por izquierda y derecha?
—Porque los dos tienen bases ideológicas pequeñas, pero firmes. De todos modos, era una situación altamente fragmentada en la cual casi cualquier cosa podía pasar. Era perfectamente posible que dos candidatos de centro terminaran en segunda vuelta. Pero, por accidente de la historia, y probablemente por tragedia, terminaron siendo candidatos de extrema izquierda y extrema derecha. Otra cosa que llama la atención es que Fujimori está siguiendo el guión de Donald Trump, inventando un fraude, buscando revertir el resultado y quizás desestabilizar el sistema con esa denuncia. Pero es más peligrosa que Trump, porque casi todo el establishment limeño está comprando su narrativa, debido a que le tiene mucho miedo a Castillo. Entonces, ahora el escenario está altamente polarizado entre el establishment conservador y una figura que no solamente es de izquierda, sino anti-Lima, provinciano, etc.
—Respecto de este escenario de fragmentación extrema, que en segunda vuelta terminó en una división del país por la mitad, en un clima de profundo descontento con los partidos políticos y con los principales liderazgos. ¿Cree que es algo específico de Perú o es parte de un fenómeno generalizado en América Latina?
—El colapso total de los partidos y, no exagero mucho, la casi extinción de los políticos tradicionales, es algo peruano. Quizás se ve en algún otro caso, como Guatemala, pero en Argentina, Brasil, Chile, México, todavía tienen políticos. Ahora, el nivel de descontento es algo más generalizado. Se basa en dos cosas. La primera es la debilidad del Estado: un Estado que no funciona bien, que aún con gobiernos bien intencionados no puede proteger y dar seguridad a los ciudadanos, no puede mantener las escuelas y hospitales públicos, no puede combatir la pandemia, no puede distribuir vacunas, no puede combatir la corrupción. Los estados que no funcionan terminan generando mucha rabia, mucho descontento. Porque la burocracia no cambia cuando cambia el gobierno. Entonces, cuando hay uno, dos, tres, cuatro gobiernos, de distintos partidos, pero con el mismo estado de mierda (sic), la gente termina concluyendo que todos los partidos son mierda, que todos los políticos son corruptos y que nadie representa a la gente. Culpamos a los partidos y a los políticos, que a veces lo merecen, pero la culpa verdadera la tiene el Estado, que no funciona. Por eso hay más descontento en Perú que en Finlandia.
—¿Qué otras cosas generan enojo y desafección?
—Una es la desigualdad. En Chile el Estado funciona más o menos bien, pero la gente está con mucha rabia igual, porque trabaja, se endeuda y hace de todo, pero nunca nadie puede llegar a la clase media alta. Porque si no tienes el apellido tal y tal, y no fuiste al colegio tal y tal, y no vives en el distrito tal y tal de Santiago, olvídate. Quizás llegas a la clase media, pero no a la elite y nunca jamás vas a tener los privilegios con los que nacen ciertos sectores de la sociedad. Entonces, la desigualdad y los obstáculos reales o percibidos a la movilidad social también generan mucho descontento. Eso lo estamos viviendo en Chile y en Colombia. El tercer factor es el debilitamiento de los establishments. La gente puede expresarse cada vez más con el voto, puede votar en contra del statu quo con más facilidad que antes.
—¿A qué se refiere con “debilitamiento de los establishments”?
—Hace 50 años, cuando yo era chico, los empresarios, los sindicalistas, los partidos y los medios tradicionales tenían un monopolio sobre los recursos necesarios para ganar una elección. Lo que hizo Perón fue un milagro, casi el equivalente a caminar sobre el agua. Ganarle al establishment en 1946 era un milagro. Pero hoy en día es fácil. Para Nayib Bukele en El Salvador, para Pedro Castillo en Perú, para Rafael Correa en Ecuador, para Jair Bolsonaro en Brasil. Con WhatsApp, con YouTube, con Twitter, con Facebook, llegas al electorado sin tener que depender de nadie, ni de los partidos tradicionales, ni de los medios tradicionales. Es mucho, mucho, más fácil que antes apelar a la gente descontenta y movilizarla en contra del establishment. Es algo democrático en muchos sentidos, como decíamos antes. El hecho de que puedan ganar los outsiders, que David pueda ganarle a Goliat, es muy democrático, pero es un factor desestabilizador en América Latina y también en otros países, como Estados Unidos.
—Tras la transición a la democracia en los años 80, pareció haber una fuerte consolidación en toda la región en los 90 y en los primeros 2000. Sin embargo, en los últimos cinco años ha habido un deterioro muy grande en algunos países, con gobiernos que avanzan sobre otros poderes del Estado, con la reaparición de los militares incidiendo en el proceso político y con encuestas como las de Latinobarómetro que muestran una disminución generalizada de la confianza en la democracia. ¿Qué está pasando?
—Es una muy buena pregunta y creo que no hay una única respuesta. Hay factores de corto y largo plazo. Está el fenómeno del que hablábamos recién: con el tiempo, cuando el Estado es débil, la gente termina harta, muy descontenta con el statu quo. Pero si ves los datos de Latinobarómetro, la satisfacción y la confianza en la democracia se mueven más o menos como la economía. Entonces, eran altas en la primera década del siglo. Pero en 2013 y 2014 se acabó el boom de las commodities, las economías fueron hacia un ritmo de crecimiento mediocre, como en Chile y Perú, o se fueron a la mierda (sic), como en Brasil, Argentina y Venezuela. Cuando la economía está mal, el descontento con la democracia suele subir, y ahí estamos. Creo que también hay un lento proceso de cambio global. Los años 90 fueron un período de auge histórico de la democracia. Se cayó el Muro de Berlín, colapsó la Unión Soviética, dejó de existir la amenaza comunista y no existió por una década o más un modelo alternativo. Estados Unidos y la Unión Europa, o sea, los poderes occidentales, tenían una hegemonía económica, política, militar, ideológica y cultural en el mundo. La democracia era, sobre todo en América Latina, the only game in town (el único juego en el pueblo). Sin embargo, a partir de la Guerra de Irak, con el surgimiento y la agresividad de Vladimir Putin, y con el lento fortalecimiento de China, cambió el equilibrio de poder en el mundo. Era algo inevitable. Y Estados Unidos y Europa perdieron poder y prestigio, también por una serie de autogoles.
—¿Cómo afectó a América Latina ese viraje en el clima global?
—Hace 25 años era mucho más costoso hacer lo que ha hecho Daniel Ortega en Nicaragua, que es encarcelar a todos sus rivales, o lo que ha hecho Bukele en El Salvador, que es un autogolpe, destruyendo todas las instituciones independientes del país. Cuando Jorge Serrano hizo un autogolpe en Guatemala en 1993, en medio de ese auge de la democracia liberal, un par de burócratas en el Departamento de Estado estadounidense hablaron de sanciones o algo así, los empresarios se volvieron locos y Serrano se cayó. En 1994, Joaquín Balaguer robó una elección en República Dominicana y se cayó. Intentaron un golpe de Estado en Ecuador en 2000 y tuvieron que retroceder. Hoy en día el margen de maniobra es más grande, lamentablemente. Para bien o mal, el Tío Sam no tiene la credibilidad ni las ganas ni el poder para intervenir. La comunidad internacional, la OEA, no existen. Nadie en la comunidad internacional te va a castigar. Poco a poco, los gobiernos y los políticos se están dando cuenta de eso y es peligroso. No es una cosa de la noche a la mañana, es un cambio lento, pero real.
—Si los niveles de confianza en la democracia que mide Latinobarómetro se mueven en paralelo a los ciclos económicos, ¿hasta qué punto llegaron a afianzarse en los ciudadanos, en los partidos y en los líderes políticos los valores democráticos durante el período de auge?
—Hay pocos países en América Latina en los que la cultura política se pueda considerar plenamente democrática o plenamente autoritaria. Las sociedades son muy diversas y mixtas. Si tenés a Dinamarca y a Finlandia en un polo y a Burundi en otro, o a Rusia, donde hay muy poco compromiso con la democracia liberal en la sociedad, América Latina está en el medio. Hay cierto apoyo a la democracia en sí misma, pero no está en niveles en los que podamos dormir tranquilos. Y hay variación. En Uruguay y Costa Rica es mucho más alto, estamos hablando de tres cuartos, quizás el 80% de la población, realmente comprometida. Argentina tiene elementos muy fuertes también. Un legado de la última dictadura ha sido que dos generaciones después los argentinos siguen rechazando el rol de los militares en la política, algo diferente de Brasil y de muchos países en la región. Entonces, varía mucho. Pero cuando hay una crisis severa, como en Perú hace 30 años, o en El Salvador ahora, se ve que una gran mayoría está dispuesta a apoyar a un autócrata que solucione los problemas en vez de defender los principios democráticos. Pero creo que es igual en Estados Unidos, que también tiene una sociedad muy heterogénea en términos de compromiso con la democracia. De hecho, creo que en Estados Unidos hay un porcentaje menor comprometido que en Costa Rica y Uruguay.
—En Cómo mueren las democracias, usted y Ziblatt plantean que para contener a líderes con tendencias autoritarias es muy importante que haya partidos políticos fuertes. Uruguay sería un ejemplo muy claro de esto. Pero en muchos países, no sólo de América Latina, lo que se está viendo es que cada vez más personas denuncian las actitudes autoritarias de líderes o partidos rivales pero se muestran dispuestas a aceptar y a defender las de los partidos y líderes que apoyan, como si el problema en el fondo no fuera el autoritarismo sino quién lo ejerce. ¿Por qué cree que está ocurriendo esto?
—No es la única causa, pero es producto de la polarización. Cuando veo al otro lado como una amenaza, que representa la subversión, que va a destruir el país o la economía, o que va a poner en jaque la soberanía nacional; si veo al otro lado como enemigo, no como rival, voy a estar más dispuesto a violar las reglas del juego para evitar que gane. Y eso es exactamente lo que está pasando en Perú. Gente que se ha proclamado demócrata toda la vida, como Vargas Llosa, o como Lourdes Flores, hoy en día están básicamente apoyando un golpe. Es la polarización. Se ha visto en Estados Unidos. Hoy en día muchos republicanos ven en el Partido Demócrata una amenaza al país, lo ven como socialista, lo ven como la destrucción de una nación blanca y cristiana, para decir la verdad. No es otro partido, que tiene otra política exterior y otra política de salud pública, es una amenaza. Entonces, bajo esas condiciones, están dispuestos a robar una elección. Eso se vio en Chile en los 70, y en Argentina en los 40 y en los 50. La polarización genera ese tipo de comportamientos hipócritas. Pero un elemento donde creo que sí hay consenso, que es positivo, es en que haya elecciones competitivas. Nadie, nadie, en América Latina está en la calle pidiendo el modelo chino. Todos los latinoamericanos, exagero un poco, pero no mucho, quieren seguir eligiendo a sus gobiernos, y sobre todo sacando a los gobiernos malos. Quieren el derecho, quieren la capacidad, de sacar a los hijos de puta y corruptos que están en el poder. Y eso creo que favorece la supervivencia de la democracia.
—Claro, pero una diferencia con la era de los gobiernos militares es que en ese momento estaba claro cómo se salía: el reclamo era que hubiera elecciones. Pero los nuevos autoritarismos, como se ve en Venezuela y en Nicaragua, mantienen el ejercicio formal de la democracia, realizan elecciones, pero son procesos tramposos, no competitivos. ¿Qué se hace en esos casos, cuando se presenta la disyuntiva entre participar y de algún modo legitimar a esos gobiernos, o no participar y cederles el control total?
—No es fácil. Sobre todo en los casos exitosos de esos populistas como Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Rafael Correa, Bukele, Evo Morales o Perón en su momento. Cuando los presidentes son muy populares y pueden ganar elecciones sin mucha maniobra, pero igual están abusando del poder, cambiando las reglas del juego, es muy difícil defender la democracia. La situación de la oposición peruana en los primeros años después del autogolpe de Fujimori en Perú, la situación de la oposición ecuatoriana en los primeros cinco o seis años de Correa, o de Venezuela en los primeros años de Chávez, hasta 2006, 2007, era imposible. Chávez tenía el 70% de popularidad y tenía la legitimidad de realizar elecciones y ganarlas. Los pobres salvadoreños están hoy en esa situación. Bukele está en 90% de apoyo, no hay nada que puedan hacer. Ahora, la popularidad no dura para siempre. Nunca, para nadie. Depende mucho del comportamiento de la oposición, de los escándalos de corrupción, y sobre todo, de la economía. Eventualmente, después de seis, siete, ocho, diez años, baja, y el gobierno tiene que correr el riesgo de perder o tiene que básicamente eliminar la competencia y construir una plena dictadura. Ahí está Maduro, ahí está Ortega.
—Ese parece cada vez más un camino viable...
—Sí, se puede hacer. En los últimos 30, 40 años, el paso del autoritarismo competitivo al pleno autoritarismo ha sido raro, ha sido arriesgado y costoso, pero Maduro lo ha hecho. Con mucho costo igual: es el peor desastre en el último siglo en América Latina. Vamos a ver si Ortega puede consolidar su dictadura, me parece que sí va a poder. Entonces, podríamos estar entrando en una época en la que la plena dictadura sí es posible. Pero no se puede combinar elecciones competitivas con autoritarismo para siempre, es una cosa de una década. En la segunda década la cosa se pone más dura.
—Pero qué se hace cuando ya se está en la situación de Nicaragua, donde va a haber algún tipo de elección en noviembre, aunque sean comicios a la rusa, si se quiere.
—En elecciones como las que tuvo Chávez en 2006 o 2012, o Maduro en 2013, realmente competitivas, la oposición debe participar porque a veces gana y el Gobierno puede mantener legitimidad. Las elecciones de estilo ruso, estilo Somoza, estilo Ortega o Venezuela ahora, no son legítimas. De repente puedes mantener el poder como Maduro, pero no tiene ni va a tener la legitimidad que tuvo Chávez y nunca va a volver a dormir bien. Es una situación horrible, bien precaria. ¿Qué debe hacer la oposición en general? Cuando existe cierto espacio sabemos, viendo casos en todo el mundo, que no participar en las elecciones implica casi siempre terminar perdiendo. Por ejemplo, quedarse sin representación en el Congreso. El boicot casi nunca funciona, hay poquísimos casos en los cuales ha resultado. Así que mi consejo general es participar. En un caso en el que la cosa se convierte en una plena dictadura, como en Venezuela y Nicaragua, es más difícil, pero igual, el boicot no, sobre todo ahora que la comunidad internacional no te va a rescatar. Hay que aprovechar cada espacio.
—Usted ha escrito también acerca del giro a la izquierda que caracterizó a la primera década y media del siglo XXI en América Latina. Una serie de triunfos de partidos pro mercado y conservadores entre 2015 y 2018 insinuó para algunos observadores que podía haber una suerte de giro a la derecha. Pero los resultados de las elecciones en los últimos dos años en distintos países muestran que ya no hay un patrón ideológico dominante...
—No, la tendencia es antioficialismo y se debe sobre todo a la economía. Hubo ola de izquierda porque hubo una tremenda crisis económica entre 1998 y 2002. ¿Quiénes estaban en el poder? Los gobiernos que implementaron el Consenso de Washington. La oposición, no en todos los casos, pero en muchos, era de izquierda, y la gente votó en contra. Si la economía está mal, la gente vota por la oposición. Y la oposición eran Lula y Tabaré Vázquez, de izquierda. Después hubo un boom económico entre 2002 y 2014, con elección, reelección y re-reelección en algunos casos, como en Venezuela. Pero a partir de 2013, 2014, la economía empezó a estar mal en muchos países y la izquierda comenzó a perder. Los kirchneristas perdieron en Argentina, el PT perdió en Brasil. Y ahora, como la economía tampoco está muy bien, creo que vamos a ver simplemente a la gente votando en contra del oficialismo. Si el oficialismo es de izquierda, puede ganar la derecha, como en Ecuador. Si el oficialismo es de derecha y la economía está mal, va a perder y va a ganar la izquierda de nuevo. En general no creo que vaya a haber una tendencia ideológica.
—Entonces va a haber un descontento cada vez más generalizado. Lo que se ve en el caso argentino, por ejemplo. Simplificando mucho: gobernaba la izquierda, la economía empezó a estar mal y perdió; ganó la derecha, la economía estuvo peor y perdió; y ahora volvió la izquierda y la economía está incluso peor. ¿Eso no genera un rechazo hacia toda la clase política?
—Sí, eso es peligroso, es muy peligroso. Es lo que ocurrió en Perú en los 80 y 90. Si todos los partidos fracasan y el descontento se vuelve generalizado, ahí aumenta la posibilidad de un outsider, de un populista que casi siempre termina siendo peor. Existe ese riesgo en Argentina.
—¿Incluso en un país como Argentina que tiene, a diferencia de otros, partidos políticos más o menos fuertes y movimientos sociales que pueden ejercer cierta contención política?
—Sí, Argentina está en mejores condiciones que Perú o Ecuador. Sigue teniendo partidos más o menos sólidos, una sociedad civil muy fuerte. Siempre soy bastante optimista sobre la democracia argentina. Pero este fenómeno que mencionó es nuevo. O sea, después de la crisis de Raúl Alfonsín, para bien o mal, llegó Carlos Menem y hubo una estabilización de la economía. Con Fernando de la Rúa todo se fue todo a la miércoles (sic), pero vinieron Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner y, para bien o mal, la economía se recuperó. Por mucho tiempo, los peronistas mantuvieron la imagen de por lo menos poder gobernar. Pero ahora, si todos los partidos son vistos como incapaces, es nuevo terreno en Argentina. No estoy prediciendo ni pronosticando un populista, pero creo que el riesgo sí existe.
—Usted estudió mucho el peronismo. Hay analistas que veían que la división que se produjo en 2013 hacia el final del último gobierno de Cristina Kirchner era difícil de reconciliar, porque lo que se había roto era el electorado peronista, con Kirchner representando a los sectores más pauperizados del conurbano bonaerense y otros dirigentes representando el peronismo más tradicional, vinculado a los trabajadores formales. Eso se volvió a unir para las elecciones de 2019 y hoy convive de forma problemática en el gobierno. ¿Ve perspectivas para que pueda mantenerse unido en el tiempo?
—Los analistas vienen pronosticando la división del peronismo desde hace 75 años. Siempre, siempre, ha habido divisiones fuertes, a veces violentas. Hubo varios peronismos en los 60 y entre 1983 y 1985 estuvo partido. El kirchnerismo es algo nuevo en el sentido de que es más ideológico que muchas facciones históricas en el peronismo, y ahora que la identidad peronista no es lo que era, es más posible una división. Pero hay que decir dos cosas. Primero, las dos facciones se necesitan para gobernar, para tener mayoría en el Congreso y para ganar elecciones, como era obvio en 2019. Eso genera incentivos para cooperar aunque se odien. Y aunque la identidad peronista ya no es la de los 60 y 70, todavía sigue siendo la identidad partidaria más fuerte en Argentina. Eso también genera incentivos para que cualquier político quiera quedarse adentro. Así que, por ahora, si tuviera que apostar, lo haría por la unidad. Eso no quiere decir que no va a haber peleas, que no va a haber divisiones por meses y hasta años, pero hay una razón por la cual terminan uniéndose, que es una marca partidaria que tiene valor.
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