Las denuncias por corrupción en América Latina llegan a las sentencias después de atravesar enormes dificultades. La mayoría quedan en el camino. Y una vez dictada la condena, es aún más difícil que se cumpla en su totalidad. Ese es el caso del Lava Jato, la investigación anticorrupción que se inició en Brasil hace seis años, con 500 denuncias y 250 condenas en 12 países, y que en la última semana se chocó contra un gigante muro muy difícil de atravesar. Los fiscales del caso denunciaron la creciente oposición del Congreso, la Corte Suprema y los funcionarios del gobierno del presidente Jair Bolsonaro. Unas horas después de que dimitiera Deltan Dallagnol, el fiscal federal y coordinador del grupo de trabajo, renunciaron otros siete fiscales y el caso de corrupción más grande expuesto en Latinoamérica está a punto de caer en el agujero negro de la impunidad.
“Hay una fuerte alineación de fuerzas políticas contra la investigación del Lava Jato. Y es mucho más que una operación de las que estamos acostumbrados a soportar, el esfuerzo brasileño contra la corrupción está en riesgo”, dijo Dallagnol. En un documento conjunto enviado a la Fiscalía General, los siete procuradores del equipo de investigación de Sao Paulo, dijeron que dejaban su puesto por “incompatibilidades insolubles con la actuación de Viviane de Oliveira”, designada por el fiscal general, Augusto Aras, para coordinar los trabajos en esa ciudad. Aras, a su vez nombrado por Bolsonaro a inicios del año pasado, es un crítico de la investigación. Cree que los fiscales incurrieron en “excesos” en el caso que en los últimos años llevaron a la cárcel a influyentes políticos y empresarios. El fiscal general atacó en particular los métodos de los fiscales de Curitiba, centro neurálgico de la Lava Jato, a los que acusó de mantener “una caja de secretos con 50.000 documentos bajo la más completa opacidad”. “Es la hora de corregir los rumbos para que el ‘lavajatismo’ no perdure”, había sentenciado Aras en julio pasado en una videoconferencia con abogados.
Dallagnol lideró desde el inicio de la operación, en 2014, al grupo de fiscales dedicados exclusivamente a los casos de la Lava Jato, y trabajó codo a codo en esos asuntos con el entonces juez Sergio Moro, que en 2019 asumió el Ministerio de Justicia en el gobierno de Bolsonaro y renunció en abril pasado después de enfrentarse al presidente por su intervención en los asuntos de la Policía Federal con el objetivo de frenar otra investigación por corrupción en la que está involucrada toda la familia presidencial. Como magistrado, Moro dictó algunas de las sentencias más duras y polémicas de todo ese proceso, como la que condenó a la cárcel al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, en un juicio en el que fue acusado por la oposición de actuar “imparcialmente y con fines políticos”.
Bautizado con el nombre de un lavadero de coches utilizado para lavar dinero en Brasilia, la investigación comenzó en 2014 y se amplió rápidamente después de que los fiscales descubrieron un vasto plan de contratos por sobornos en el que participaba la poderosa empresa petrolera estatal Petrobras, un grupo de empresas de construcción y decenas de políticos prominentes. Los enjuiciamientos resultantes se consideraron un momento decisivo para Brasil, donde la élite gobernante había disfrutado durante mucho tiempo de impunidad por sus excesos.
Petrobras licitaba sus obras a grandes empresas de ingeniería y construcción de Brasil, como parte de un programa impulsado por el presidente Lula y su entonces ministra de Energía, Dilma Rousseff, para estimular la creación de empleos en el país. Para favorecer la contratación de ciertas empresas, la petrolera brasileña pedía sobornos que rondaban el 3% del presupuesto, que se repartía entre políticos y empresarios. El dinero era reintroducido al sistema a través de negocios de hoteles, lavanderías y estaciones de gasolina para ser blanqueado. Luego era transferido al extranjero, a través de empresas “fachada”, a cuentas en Hong Kong. Según las autoridades judiciales brasileñas, este conjunto de constructoras corrompió a funcionarios de distintos países para obtener importantes concesiones en toda América Latina. El dinero que se pagaban en coimas era cargado al costo final de las obras a través de adendas al contrato original. Ganaba la constructora, ganaba el funcionario corrupto, perdía el Estado. Parte de ese dinero también era blanqueado a través de la red montada en Brasil.
Se estima que entre 2004 y 2012, cerca de 8.000 millones de dólares fueron licuados por esta red criminal que operó en toda América Latina. Según la justicia de Estados Unidos, funcionarios de la constructora brasileña Odebrecht (que abrió otro caso relacionado de corrupción en todo el continente y dos países africanos) admitieron que durante 2005 y 2014, pagaron a funcionarios peruanos 29 millones de dólares para obtener licitaciones. En ese país fue donde más avanzó la investigación y están procesados o encarcelados los ex presidentes Alejandro Toledo Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, además de la líder opositora Keiko Fujimori y la exalcaldesa de Lima Susana Villarán. El ex presidente Alan García se suicidó cuando la policía lo iba a arrestar. En el caso argentino, ex gerentes de la empresa admitieron haber pagado coimas a ex funcionarios de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner por 100 millones de dólares. La investigación, como todas las de los casos de corrupción en los tribunales argentinos, está demorada.
En una entrevista de esta semana en una revista brasileña, el fiscal Dallagnol dijo que la investigación sólo había arañado la superficie de la corrupción en el Brasil. “Tenemos un problema de capitalismo de amigos. Lava Jato fue capaz de cortar algunas de las ramas y hojas, pero no desenterrar este árbol maligno”, agregó. Los que conocen los pasillos del poder judicial de Brasilia creen que el fiscal general Aras va a desmantelar gradualmente las investigaciones a través de recortes presupuestarios o límites de tiempo. De todos modos, esa no es la única fuerza que se opone a las investigaciones. El Congreso, que era el principal objetivo de la lucha contra la corrupción, aprobó el año pasado una ley destinada a prevenir los abusos de poder de los fiscales.
Varios miembros del Tribunal Supremo también son críticos con los supuestos excesos del Lava Jato. El año pasado, los jueces supremos dieron un golpe a los esfuerzos de los fiscales cuando dictaminaron que los convictos en estos casos sólo podían ser encarcelados después de agotar todas las apelaciones, algo que permitió la excarcelación del ex presidente Lula da Silva y otros ex funcionarios. El tribunal dijo que la decisión estaba en línea con los derechos constitucionales de Brasil, pero otros juristas creen que de esa manera se elimina el incentivo para que los delincuentes colaboraren.
Dallagnol afronta ahora una treintena de investigaciones internas en el Consejo Nacional del Ministerio Público, buena parte de ellas originadas por una serie de reportajes del sitio web The Intercept Brasil, en un escándalo conocido como “Vaza Jato”. El portal publicó en 2019 conversaciones escritas entre Dallagnol y otros fiscales del caso y el juez Moro, que sugieren que el antiguo magistrado orientó, de forma ilegal, las investigaciones, y siembran la sospecha sobre el carácter selectivo de las mismas en función de quién era la persona a ser investigada. El fiscal que substituyó a Dallagnol, Alessandro José Fernandes de Oliveira, de perfil más discreto y de buena reputación en los tribunales, pidió la continuidad de la operación y avisó: “Un equipo que gana no se toca”. El asunto es que el equipo rival, el de los políticos corruptos, también se siente ganador.