Este domingo en muchas barriadas latinoamericanas sonarán más fuerte que de costumbre unas melodías hondas y cadenciosas que brotaron del acordeón de un campesino del Caribe colombiano. Se encenderán velas en altares levantados a su nombre, y a su nombre también se brindará y bailará. Y de qué otra forma se debe conmemorar los 20 años de la muerte de quien es considerado el rey de la cumbia.
Andrés Landero murió el 1 de marzo del año 2000 a las 9:30 de la mañana en la clínica Enrique De La Vega, en la ciudad de Cartagena, Colombia. Años atrás había manifestado que deseaba morir borracho, en una de esas parrandas interminables que tanto le gustaban, pero sus últimos días los pasó en la cama de un hospital.
Con casi 400 canciones grabadas, Landero y su acordeón son una fuerza sobrenatural que habita el continente americano. Ya sea en la periferia de la ciudad mexicana de Monterrey, donde el fallecido artista Celso Piña lo tenía entre sus grandes influencias, o en el conurbano bonaerense, donde es uno de los máximos referentes de Pablo Lescano. Tal es así que el argentino creador de la cumbia villera le puso a su hija Mara por Mara del Carmen, una de las canciones más populares del artista colombiano.
“Me parece que la música de Landero tiene una mística universal con un sonido de raíz que creo que mucha gente se puede sentir atraído por él. Porque esta evocación a lo ancestral a través de estas melodías habla muchísimo y creo que muchos en muchas partes lo consideran como algo potente y poderoso para escuchar”, dice el músico colombiano Mario Galeano, líder del Frente Cumbiero, Los Pirañas y Ondatrópica, en conversación con Infobae.
Alguien que coincidía con Galeano era Joe Strummer, quien en un documental del 2007 —que trata sobre la vida del legendario artista líder de The Clash— muestra un cassette de Andrés Landero y lo presenta como “el rey de la música de cumbia”. “Nos encanta y lo escuchamos todo el tiempo”, agrega el músico británico, quien falleció en el 2002.
Muy lejos del paisaje gris inglés y muchas décadas atrás, un 4 de febrero de 1931 nació Andrés Gregorio Landero Guerra en San Jacinto, departamento de Bolívar, a dos horas en auto de Cartagena y sus playas caribeñas. Este pueblo está ubicado en los Montes de María, una subregión de pequeñas montañas en la costa norte colombiana, con una fuerte influencia negra e indígena donde la música brota de forma tan silvestre como la hierba.
Andrés fue criado por su madre, Rosalba Landero, y por su padrastro, Dolores Estrada, quien le enseñó a sembrar y a trabajar la tierra, pero el joven, siempre travieso y pícaro, estaba para otras cosas. Su padre biológico era el negro Isaías Guerra, un gaitero (la gaita es una flauta indígena que produce una melodía suave y cadenciosa) andariego a quien nunca conoció. La fuerza de la sangre llevaría al joven campesino por otro camino.
Landero quedó enamorado del sonido del acordeón cuando se lo escuchó tocar a Pacho Rada, uno de los grandes músicos del folclor colombiano, quien llegó a San Jacinto montado en un burro. Gracias a la ayuda de su primo, al juglar le compró el instrumento alemán por 60 pesos.
Era la época de la Violencia (1948-1957), cuando en Colombia se libró una confrontación sangrienta entre los dos principales partidos políticos. Landero, que era liberal, quería practicar con el acordeón, pero la policía que era conservadora lo perseguía porque le molestaba el sonido que producía el instrumento. Entonces él aprovechó la temporada de lluvias para sacar melodías y aprenderse canciones, sabiendo que de esa forma nadie saldría a buscarlo ni a molestarlo. Y así fue, cuando terminó el invierno tropical ya tenía unos cuantos temas para cantar.
Su primer público fueron los matarifes del pueblo. En solo tres horas, Landero consiguió lo que se ganaba en cinco días de trabajo en el campo: 12 pesos. La decisión ya estaba tomada, el joven campesino dedicaría su vida a tocar el acordeón y a cantar. Nada pudo hacer su padrastro, que consideraba poco digno el oficio de músico.
Desde sus primeras grabaciones, como Alicia la campesina con el sello Curro, la música de Landero tuvo un sonido distinto, una impronta única que lo diferenció de los otros músicos de acordeón del Caribe colombiano.
Adolfo Pacheco, el gran letrista de Landero —autor, entre otros temas, de Canto a mi machete, Por ahí es que va la cosa, Cuando lo negro sea bello y Tambó Tambó— describe a su compadre como un hombre que parecía bravo cuando tocaba el acordeón, que pisaba fuerte el piso como diciendo “aquí estoy yo” y eso le daba una personalidad del “carajo”.
“Andrés Landero es la esencia de la cumbia porque la cogió de los pitos de San Jacinto, porque fue gaitero también y tocó el tambor alegre. Cuando él absorbió el acordeón le dio un sello especial”, dice Pacheco, en su departamento en el norte de Barranquilla, Colombia, en una entrevista que le concedió al autor de esta nota en el 2014.
En esa misma línea se expresa Galeano, quien cree que el lenguaje que desarrolló Landero como hijo de gaitero y como sanjacintero fue traducir de una forma, no textual, pero bien aplicada al acordeón, esas melodías de gaitas, que es algo que en el vallenato no está presente y que tiene unos ancestros más europeos.
“En el caso de lo que hizo Landero con el acordeón, con sus cumbias particularmente, esa traducción de las melodías de las gaitas es básicamente el secreto principal de su toque y él fue el primero en desarrollar a profundidad ese estilo”, dice el músico colombiano.
El sanjacintero no solo se inspiraba en el sonido de las gaitas sino también en el de las aves, de quienes intentaba imitar su canto. “Conocen la suiri, ese pájaro colimbo y cenizoso. Bueno, mi frustración es que con el acordeón no he podido dar una escala que da ese maldito animal”, dice Landero, en una crónica que escribió el fallecido periodista colombiano Jorge García Usta en 1989.
Para Jaime Monsalve, crítico de música y jefe musical de la Radio Nacional de Colombia, el hecho de que Landero se haya criado en un tierra cumbiambera hizo que su acordeón decantara hacia un sonido denso, en tono menor, apesadumbrado y rural.
“Estar rodeado de gaitas y tambores por supuesto genera una sensibilidad diferente para un músico que seguramente pudo haber sido una gran estrella del vallenato, pero que en realidad es más recordado hoy por los amantes de la cumbia que por los amantes mismos del vallenato, que no lo consideran parte de una primera línea de músicos de ese estilo”, dice Monsalve.
Cuando a la música de acordeón del Caribe colombiano se la empezó a llamar por el genérico de vallenato y empezó a ser consumida por las elites, la cumbia y el sonido de Landero fue despreciado por algunos expertos, que consideraban que su estilo no encajaba en lo cánones del nuevo género musical.
“Cuando llegó el vallenato en vez de darle auge a Landero lo enterró”, dice Adolfo Pacheco.
A finales de los 80, cuando el vallenato se convirtió en el ritmo más popular de Colombia y en el preferido de los capos narcos de la costa norte, quienes pagaban millones por ser nombrados en las canciones de los artistas vallenatos, Landero prefirió permanecer fiel a su estilo. El sanjacintero se perdía en pequeños pueblos de los Montes de María, en antiguos palenques de negros y poblaciones campesinas, a tocar en parrandas que duraban hasta tres días.
Paradójicamente, mientras en Colombia era olvidado por las nuevas generaciones, en Latinoamérica el culto a su figura y a su obra aumentaba. El acordeón de Landero era sinónimo de cumbia, de tropicalidad, de lo colombiano. En México su canción La pava congona, quizá la más emblemática del artista sanjacintero, fue un gran éxito comercial.
Para Galeano, que Landero sea venerado por fuera del país es una muestra clara del potente sonido que llevan los acordeones sabaneros en esa conexión que tienen con las flautas indígenas y que lo convierte en un lenguaje más original que el del vallenato. El músico bogotano agrega que con Landero murió un estilo de tocar el acordeón en Colombia, ya que no hay una escuela que pueda seguir por esa misma línea.
Landero logró revitalizar la cumbia. Sin embargo, ahora el ritmo colombiano es más una pieza de museo interpretada por grupos folclóricos, mostrada a turistas y consumida en espacios de fiestas populares y carnavales.
“Imaginémonos lo que sería para él en los años 50 estar pensando en traer un bajo eléctrico, sumarle un alegre (tambor), un acordeón, una campana, una guacharaca e inventarse ese formato. Esto es básicamente igual a que hoy en día un nuevo músico traiga instrumentos y se invente algo nuevo. En ese momento era lo contemporáneo, y algo arriesgado, porque él fue el que creó ese lenguaje”, dice Galeano.
Y ese lenguaje cumbiero interpela, sobre todo, a las clases populares latinoamericanas que se sienten identificadas con las canciones de un campesino que habla sobre las cosas simples de la vida: el amor, cultivar la tierra, la naturaleza.
“Entiendo que ese sonido denso de la cumbia que tanto ha gustado en otros lares, y que es sonido embajador colombiano en cualquier otro lugar del mundo, haya hecho de Landero también una figura legendaria, con mucho más predicamento en México, Centroamérica, en el sur de los Estados Unidos y en los países del Cono Sur. Ese gusto que se generó alrededor de su obra ha hecho probablemente de su discografía la más especulada en el mercado del vinilo usado. Un disco de Andrés Landero puede estar costando perfectamente los doscientos, trescientos dólares. Y la gente está pagando sin ningún inconveniente y sin ninguna cortapisa eso que le están pidiendo”, dice Monsalve.
En el conurbano bonaerense, Fernando Isaías Garay sabe perfectamente a lo que se refiere el director musical de la Radio Nacional de Colombia. Sonido Parrandero, como lo conocen en el mundo cumbiero a este disyóquey argentino, compró un vinilo que está firmado por Andrés Landero. Lo consiguió por eBay y es la joya más preciada de su colección de unos 2.500 discos.
Otro amante de Landero en el Gran Buenos Aires es Marcos Salvatierra, trabajador ferroviario y líder de Los reyes de la costa, una banda influenciada por la música del sanjacintero y que intenta mantener vivo su legado. Esto se puede constatar cuando se le escucha a Marcos tocar en su acordeón Mara del Carmen o La pava congona.
A diferencia de Argentina, donde la mayor parte de los seguidores del artista colombiano se encuentran en la periferia de la capital, en México su música se escucha a lo largo y ancho de ese extenso territorio. Así lo comprobó el sanjacintero cuando en 1979 realizó una gira por ese país que incluyó a las ciudades de Veracruz, Nuevo Laredo, Acapulco, Monterrey y la capital mexicana. Con el dinero que ganó de aquel viaje compró un terreno de dos hectáreas y volvió a lo básico: trabajar la tierra.
“Fíjate que en la parcela que compró puso un restaurante y allí cultivaba yuca y plátano. Él volvió al final de sus días a ser un campesino”, dice su compadre Adolfo Pacheco.
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