El 4 de mayo de 2010 se realizó en Argentina, en la ciudad de Campana, una cumbre extraordinaria de la Unión de Naciones Suramericanas para elegir al ex presidente Néstor Kirchner como su primer secretario general. La Unasur, que se había formado dos años antes en Brasilia, entraba en su apogeo.
Si bien no se erigió con sesgos ideológicos —de hecho, Sebastián Piñera participó de la cita—, la organización se convirtió en un emblema del giro a la izquierda en América Latina. Cristina Kirchner, Lula Da Silva, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, José Mujica y Fernando Lugo —todos presentes en la cumbre— soñaban con dejar plasmada su visión de la “unidad latinoamericana”.
Casi todos venían de ganar elecciones por amplio margen y las economías de sus países crecían a niveles históricos. Un nuevo orden regional parecía gestarse. Sin embargo, estaba ocurriendo exactamente lo contrario. Ese ciclo económico y político empezaba a concluir.
Poco tiene que ver la América Latina de diciembre de 2019 con la de mayo de 2010. La bonanza económica y la estabilidad política se esfumaron. La mayoría de los presidentes de izquierda fueron sucedidos por mandatarios de signo opuesto y regresaron tres fantasmas que habían quedado en el olvido: la intervención de las Fuerzas Armadas, las protestas callejeras caóticas y la caída de los gobiernos.
El último año con crecimiento a tasas chinas fue 2010, cuando el PIB de América Latina a precios constantes subió 6,3%, según datos de la Cepal. Entonces comenzó una desaceleración que no se detiene. En 2015 y en 2016 se registraron retracciones de 0,2% y 1%, y la expansión en 2017 y 2018 fue de apenas 1,2 y 1 por ciento. El PIB per cápita, que entre 2010 y 2014 avanzó un 7%, de 8.578 a 9.162 dólares, empezó a caer desde ese momento y terminó 2018 en 8.882 dólares.
El desempleo, que había bajado sostenidamente desde comienzos de siglo, volvió a subir. El promedio de América Latina había descendido de 7,1% a 6,4% entre 2010 y 2013, pero llegó a 7,2% en 2018. La pobreza media, que entre 2010 y 2014 bajó cuatro puntos porcentuales, de 31,6% a 27,8%, empezó a recorrer un camino alcista y alcanzó el 30% en 2018, también de acuerdo con la Cepal.
“Durante casi 12 años las economías de la región se beneficiaron del crecimiento y del precio de las exportaciones de materias primas. Esto se vio reflejado en empleos, mejores salarios, más recaudación impositiva para los gobiernos y mayor inversión pública y reducción de la desigualdad a través de transferencias a los grupos más desprotegidos. En los últimos años, el estancamiento nos devolvió a la realidad. Pero en muchos países la ciudadanía, sobre todo de clase media, se había acostumbrado al crecimiento, y las expectativas no cumplidas los han llevado a desconfiar de las instituciones, de la política y de los políticos. Esto está afectando la valoración ciudadana de la democracia, del Congreso y de los partidos”, explicó Miguel Ángel Lopez Varas, profesor de ciencia política de la Universidad de Chile, consultado por Infobae.
En 2010, la aprobación presidencial promedio en la región era del 56%, según Latinobarómetro. A partir del año siguiente empezó a bajar y en 2018 terminó en 32 por ciento. Al mismo tiempo, se desplomó la confianza en los gobiernos. De 45% en 2010 pasó a 22% en 2018.
Más preocupante es lo que pasó con el apoyo hacia la democracia, que cayó de 61% en 2010 a 48% en 2018. En el mismo período, la indiferencia respecto de la primacía de un gobierno democrático o autoritario trepó de 16 a 28 por ciento. A la vez, la proporción de latinoamericanos satisfechos con el funcionamiento del sistema descendió de 44% a 24%, y la de insatisfechos creció de 52 a 71 por ciento.
“Esta insatisfacción refleja, entre otras cosas, que probablemente la redemocratización, la expansión de una ciudadanía consciente de sus derechos y el auge económico ampliaron el horizonte de lo posible para las y los latinoamericanos, algo que Daniel Lerner en su momento llamó la ‘revolución de las expectativas crecientes’. Según los teóricos de la privación relativa, en momentos de marcada modernización y auge, la ciudadanía desarrolla expectativas de que las condiciones de vida seguirán mejorando. Cuando la capacidad de los gobiernos de satisfacer estas expectativas se separa de la realidad, emerge una brecha intolerable, que eventualmente conduce a la conflictividad social e incluso a la violencia”, dijo a Infobae Rossana Castiglioni, profesora de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales.
El símbolo más potente de este cambio de época es que, a casi diez años de aquella cumbre de Campana, la Unasur quedó virtualmente extinta. Las crisis llevaron al poder a muchos presidentes opositores a los que la habían impulsado, que la veían demasiado alineada a las ideas políticas de sus antecesores.
Su fallida intervención como mediadora en el conflicto venezolano —impugnada por la cercanía del secretario general Ernesto Samper con el gobierno de Nicolás Maduro— fue el desencadenante. Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú suspendieron su participación en abril de 2018. Los primeros cinco anunciaron luego su salida definitiva y a ellos se sumó Ecuador en marzo de 2019.
“La narrativa positiva de hace una década, de una América Latina fiablemente próspera y políticamente estable y democrática, era una ilusión óptica y una narrativa promocional, que ocultaba las debilidades subyacentes. Los desafíos actuales son serios, pero no se limitan a América Latina. Se enfrentan en Europa y en otros lugares, incluyendo a Estados Unidos”, sostuvo Abe Lowenthal, profesor emérito de relaciones internacionales de la Universidad del Sur de California, en diálogo con Infobae.
El colapso de las democracias iliberales
“Es extremadamente difícil hablar de América Latina en un sentido general. Para mí, estas transformaciones deben ser observadas de manera particular para cada país, ya sea Brasil, Argentina, Chile, Perú o Venezuela, porque hay diferencias visibles que deben ser tenidas en cuenta”, dijo a Infobae Cairo Junqueira, profesor de relaciones internacionales de la Universidad Federal de Sergipe.
El vuelco más abrupto en esta década se produjo en las versiones más radicalizadas del giro a la izquierda. Los gobiernos que lideraron el proceso variaron en el grado de reforma del sistema económico, pero coincidieron en una visión plebiscitaria e iliberal de la democracia.
El caso emblemático es el de Venezuela. En 2012, el último año del ciclo que se abrió con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia en 1999, el PIB per cápita venezolano llegó a 8.976 dólares, muy cerca del techo de 2008 (9.067), y el líder de la revolución bolivariana volvió a ser reelecto, con el 55% de los votos. Pero el 5 de marzo de 2013, con su muerte, comenzó el colapso.
Las instituciones democráticas, que ya habían sido severamente erosionadas durante los gobiernos de Chávez —que eliminó el límite a la reelección y colonizó al Tribunal Supremo de Justicia, entre muchas otras cosas—, terminaron de implosionar bajo el mando de Nicolás Maduro. Parte de la oposición apostó a una salida anticipada convocando a masivas protestas que fueron brutalmente reprimidas y decenas de dirigentes políticos fueron encarcelados.
Entre 2017 y 2018, el Gobierno anuló al Poder Legislativo —controlado por el antichavismo desde 2016— y convocó a elecciones presidenciales sin permitir la participación de los principales partidos y dirigentes opositores. Eso llevó a que Maduro dejara de ser reconocido por casi 60 países y que se abriera un conflicto de poder sin salida a la vista por la decisión de la Asamblea Nacional de desconocer su mandato y nombrar a Juan Guaidó como presidente encargado.
En el ínterin, la economía se desplomó. El PIB per cápita bajó en 2018 a 4.274 dólares, menos de la mitad que en 2012, la hiperinflación superó el millón por ciento y más de cuatro millones de personas abandonaron el país, en el mayor éxodo conocido por el continente.
“Aunque las causas subyacentes de las dificultades de América Latina son en gran medida endógenas y los casos individuales son bastante diferentes, se pueden identificar algunos problemas compartidos —dijo Lowenthal—. Estos incluyen el debilitamiento de las instituciones políticas autónomas, la falta de inversión suficiente en infraestructura, educación y comunicaciones, y la tentación de seguir los llamados populistas para salir del declive económico, lo que a menudo conduce a la inflación. Los líderes políticos de muchos países se han visto tentados a prometer formas de avanzar que no pueden revertir la caída, pero la exacerban”.
El caso más parecido a Venezuela es el de Nicaragua, con la diferencia de que la economía no fue un factor tan disruptivo. Sí el desgaste de las instituciones políticas para reducir el pluralismo al mínimo.
Daniel Ortega, el máximo referente del Frente Sandinista, que había regresado al poder en 2006, ganó la reelección en 2011 con el 62 por ciento. Entonces reformó la Constitución para remover los límites a los mandatos presidenciales, avanzó sobre la Justicia y proscribió a los opositores más importantes para volver a ganar en 2016, con un 72% que ningún adversario consideró legítimo.
El 18 de abril de 2018 comenzó una ola de masivas protestas que paralizó al país. Más de 300 personas fueron asesinadas por las Fuerzas de Seguridad, que adoptaron los métodos de la dictadura Somocista para amedrentar a la población civil. Distintas rondas de diálogo entre gobierno y oposición fueron infructuosas por la falta de voluntad oficial de ceder realmente y la crisis permanece abierta.
Como en Nicaragua, tampoco hubo crisis económica en Bolivia, donde Evo Morales parecía invencible. En 2014 el PIB creció 5,5% —tras un alza de 6,8% en 2013— y el líder cocalero obtuvo la reelección con el 63% de los votos, casi 40 puntos más que el segundo, Samuel Doria Medina. Pero una sociedad civil que había acompañado en su mayoría el proceso político de Morales reaccionó cuando este quiso quedarse un nuevo período y rechazó la reforma constitucional propuesta en 2016.
Lo que pasó después es historia conocida. Un Tribunal Supremo de Justicia carente de autonomía lo habilitó a presentarse indefinidamente en un fallo insólito, según el cual los límites constitucionales violan los derechos humanos, y los comicios del 20 de octubre pasado terminaron en un escándalo por las múltiples irregularidades admitidas por el propio gobierno.
Una de las razones que permiten entender por qué Maduro y Ortega continúan en el poder y Morales no es el rol arbitral que recuperaron las Fuerzas Armadas en esta etapa, un fenómeno difícil de prever en 2010. Estas se plegaron en defensa de los dos primeros gobiernos sin importar el costo, pero empujaron al presidente boliviano a irse, sugiriéndole que renunciara cuando buena parte de la Policía se había sublevado.
“El factor político es esencial para entender la inestabilidad latinoamericana. Podríamos hablar del proceso de formación nacional de estos países, pero me quedo con que son naciones con una historia política problemática y democracias recientes, que han pasado por gobiernos dictatoriales. Además, no podemos olvidar el papel que tienen los sectores de la elite, lo que también explica los cambios repentinos que se han producido en los últimos años”, dijo Junqueira.
El que parecía tramitar institucionalmente el declive de la experiencia populista era Ecuador, aunque el cierre de 2019 deja varias dudas. Rafael Correa también lucía imbatible en 2013, cuando consiguió la reelección con el 57% de los votos. Pero su modelo económico empezó a experimentar problemas graves. El PIB creció solo 0,1% en 2015 y se contrajo 1,2% en 2016.
En ese contexto, más allá de algunas señales contradictorias, decidió respetar los plazos estipulados por la Constitución. Claro que su popularidad había caído y sus probabilidades de perder eran mayores a las de Chávez y Morales. De hecho, su delfín, Lenín Moreno, ganó en 2017 en segunda vuelta por apenas 51 a 49 por ciento.
Su sucesor se peleó muy rápidamente con él y adoptó un programa político y económico opuesto, lo que abrió una crisis de gobernabilidad en el país. Correa, con pedido de captura por un caso de corrupción, se exilió en Bélgica. Al mismo tiempo, Ecuador vivió entre septiembre y octubre semanas de una inestabilidad extrema por las masivas protestas contra las medidas de ajuste.
Crisis económica e incertidumbre política
“Hay gobiernos que prácticamente han destruido las economías de sus países, pero otros han logrado mejores desempeños que el promedio. No parece haber una fórmula que asegure en nuestra región un crecimiento económico sostenido con estabilidad política y paz social. Pero es posible pensar que alguna combinación de políticas de bienestar social, por un lado, con el cuidado de ciertos equilibrios macroeconómicos, por otro, debería convertirse en política de Estado para reducir la volatilidad económica y la indignación social simultáneamente. Mientras tanto, se debe buscar un difícil equilibrio entre el fortalecimiento de los partidos establecidos y la apertura de espacios para la incorporación de visiones alternativas que no se sientan representadas en el sistema”, dijo a Infobae Daniel Buquet, profesor del Instituto de Ciencia Política de la Universidad de la República.
En dos de los tres países más importantes de la región en términos de PIB no hubo un deterioro institucional comparable al del primer grupo. Lo que se produjo fue, después del mayor ciclo de crecimiento de sus historias, una profunda recesión, que no parece encontrar salida.
Cuando Lula da Silva dejó la presidencia de Brasil en diciembre de 2010, tenía una popularidad del 87%, un récord absoluto. Su historia personal de éxito lo convertía en la encarnación perfecta de un Brasil que soñaba con convertirse en una potencia mundial y que ese año había crecido un 7,5% en términos reales. Pero los cimientos económicos y políticos de ese proyecto eran mucho más endebles de lo que se creía.
En 2012, apenas dos años después de la asunción de Dilma Rousseff, comenzó una fase de estancamiento sin precedentes. En los siete años siguientes, la economía tuvo un crecimiento medio de apenas 0,1% y el PIB per cápita cayó al nivel en el que había terminado la década pasada. Sobre ese trasfondo de descontento creciente explotó la bomba del Lava Jato, que expuso la corrupción generalizada de la dirigencia brasileña.
La clase política, que hasta poco antes se peleaba por estar cerca de Lula y su círculo, trató de despegarse como fuera posible. El juicio político a Rousseff les pareció a muchos una buena salida, dado que era rechazada por la gran mayoría de la población. Si bien a varios legisladores les sirvió para desviar la atención sobre sus propias conductas, lo único que consiguió la destitución de Rousseff en agosto de 2016 fue agravar la crisis política.
A la montaña rusa brasileña le quedaban dos giros impensables en 2010: el arresto de Lula en abril de 2018 y el triunfo de Jair Bolsonaro en las elecciones de octubre de ese mismo año. Solo en un clima de profunda desafección y enojo podía convertirse en presidente una figura que hasta 2017 era tan marginal y tan extrema.
“Creo que el gran error de los gobiernos fue creer que el boom de las commodities iba a ser eterno y no prevenir para el futuro, mirando siempre en el corto plazo —dijo Lopez Varas—. No incentivaron el emprendimiento público privado, no diversificaron la matriz exportadora e hicieron promesas que no se pueden cumplir. Fallaron en no ser estrictos en el combate contra la corrupción y en mantener el Estado de derecho”.
El caso de Argentina es uno de los más paradójicos. Solo la economía venezolana padeció un castigo mayor. Sin embargo, logró mantenerse entre los más estables en términos políticos. El PIB argentino creció 10,1% en 2010 y 6% en 2011. Con esos números, no sorprende que Cristina Kirchner haya obtenido la reelección con el 54% de los votos y una diferencia de 38 puntos con el segundo, Hermes Binner.
Pero, como en Brasil, en los siguientes años se hizo evidente que no había un modelo de desarrollo sostenible. Entre 2011 y 2015 el PIB per cápita argentino a precios constantes cayó 2,5%, de 10.877 a 10.598 dólares.
El declive económico, combinado con el creciente rechazo a una forma de ejercer el poder considerada avasallante por parte importante de la sociedad, llevó al triunfo de Mauricio Macri en 2015. El nuevo gobierno cambió radicalmente el enfoque económico, pero la recesión se profundizó en vez de atenuarse. Entre 2015 y 2018, el producto por habitante cayó 4,6%, a 10.105 dólares, un nivel comparable al de una década atrás.
Argentina se convirtió así en el segundo país después de Chile que, tras haber girado para un lado volvió a girar en sentido contrario. En los comicios de octubre pasado, Alberto Fernández —secundado por Cristina Kirchner— se impuso a Macri por 48 a 40 por ciento.
“Se puede observar la convergencia de tres procesos diferentes. El primero es el estancamiento de las economías de la región y sus consecuentes problemas en materia de déficit fiscal, balanza de pagos y diversas modalidades de ajuste. El segundo es un proceso más global de desencantamiento con la política. El tercero es que la mayor parte de los países de la región completó el recorrido de un abanico ideológico a través de la alternancia entre opciones de izquierda y derecha. Esto es positivo, ya que remite a una profundización democrática. Pero también refleja un agotamiento de la capacidad del sistema para responder a las demandas de la ciudadanía. Las actuales protestas callejeras en varios países muestran que buena parte de la población ya no visualiza alternativas atractivas, en parte porque todas fracasaron”, sostuvo Buquet.
¿El fin de la estabilidad?
Fue en Chile donde se terminó de comprobar el alcance del cambio de época en América Latina. El estallido social que comenzó en octubre, en reacción a la suba del precio del metro, dio vuelta a uno de los países más estables de la región desde el retorno de las democracias.
Aunque se habían producido protestas callejeras importantes en los últimos años, protagonizadas por estudiantes secundarios y universitarios, nada es comparable a lo que pasó ahora. Primero, por lo masiva y diversa de la concurrencia a las movilizaciones. Segundo, por la violencia pocas veces vista de parte de ciertos grupos y de Carabineros. Que el Parlamento haya aprobado la convocatoria a un referéndum para reformar la Constitución de 1980 es un testimonio claro de lo incierto del periodo que se abrió.
“Si bien es probable que la insatisfacción ciudadana refleje en gran medida una creciente incapacidad de los gobiernos latinoamericanos para colmar las expectativas, debido a un contexto económico más adverso, existen otros factores —dijo Castiglioni—. Por un lado, a pesar de los avances en materia de reducción de la pobreza, la desigualdad de ingresos no se redujo con la misma celeridad. Esto trajo consigo el surgimiento de sectores de ingresos medios altamente precarizados, que muchas veces no son elegibles para beneficios sociales, y que acceden a bienes y servicios de baja calidad a través del mercado”.
Al igual que Chile, que sin caer en una crisis económica entró en una fase de desaceleración en 2014, que contribuyó a exacerbar los ánimos sociales, Perú cortó con la era de estabilidad que se había abierto tras el fin del fujimorato. La razón fue la polarización que sigue generando ese movimiento bajo el liderazgo de Keiko Fujimori y la imposibilidad de desarrollar un sistema de partidos sólido.
Su derrota por un puñado de votos en las elecciones de 2016 ante el impopular Pedro Pablo Kuczynski abrió una etapa de profunda incertidumbre, que terminó con la renuncia de este en 2018 y el cierre del Parlamento por parte de su sucesor, Martín Vizcarra, en septiembre de este año. A esa dinámica electoral se sumó la judicial, por las ramificaciones locales del Lava Jato, que envió a la cárcel a Keiko y a tres ex presidentes: Ollanta Humala, Alejandro Toledo y Kuczynski. La trama peruana incorporó además un ribete trágico con el suicidio de Alan García cuando iba a ser detenido.
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