Mitos y verdades de la desigualdad en Chile: hasta qué punto explica el estallido que sacude al país

Las profundas diferencias entre los estratos superiores y el resto de la población son presentadas como la causa unívoca de la fenomenal crisis que vive el país desde hace tres semanas. Sin embargo, las estadísticas muestran una realidad contradictoria, que no resiste explicaciones simplistas

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A la izquierda, un hombre
A la izquierda, un hombre sin techo en una calle de Santiago. A la derecha, la Gran Torre Santiago, símbolo de la opulencia de la capital del país (Shutterstock)

Tras las profundas reformas económicas implementadas durante la dictadura de Augusto Pinochet, y profundizadas desde el regreso de la democracia en 1990, Chile se convirtió en un paradigma. Para los defensores del mercado, era el modelo a seguir. Para los partidarios del Estado, pasó a ser todo lo que está mal.

Durante muchos años, el sólido crecimiento económico del país pareció darle la razón a los primeros. Ahora, el estallido social que hace tambalear a una de las democracias más consolidadas del continente sugeriría que los segundos estaban en lo cierto.

La realidad, no obstante, está hecha de matices y no se puede comprender con categorías absolutas.

Manifestantes lanzan piedras durante una
Manifestantes lanzan piedras durante una protesta contra el gobierno de Chile en Concepción, el 7 de noviembre de 2019 (REUTERS/Jose Luis Saavedra)

La desigualdad en Chile y en América Latina

El dato, repetido hasta el cansancio, no es por eso menos cierto: América Latina es la región más desigual del mundo. Es cierto que no es la más pobre, pero sí es donde mayores son las distancias entre los que más y menos tienen.

Por eso, no debería llamar la atención que Chile esté entre los países más desiguales del planeta. Sin embargo, y contrariamente a lo que se cree, está lejos de ser el país más inequitativo de la región.

Si se toma como referencia el índice de Gini, que estima la distribución de los ingresos con un coeficiente que va de 0 —igualdad absoluta— a 1 —desigualdad absoluta—, la inequidad en Chile es de 0,454, según datos de la Cepal, que excluye a países como Argentina y Venezuela por los problemas registrados en su sistema de estadísticas públicas en los últimos años.

Está por debajo de la media latinoamericana, que es 0,466, y es bastante menor a la de países como México (0,504), Colombia (0,511) o Brasil (0,539). Los únicos que son claramente más igualitarios entre los que la Cepal tiene números actualizados son Uruguay (0,390) y El Salvador (0,399).

Otra forma de medir la desigualdad es ver directamente cuánto del total de ingresos que genera la sociedad se lleva cada parte. Con ese criterio, Chile es incluso menos desigual que con el Gini. En promedio, el 20% más pobre recibe el 6,3% de la torta en América Latina. En Chile, en cambio, recibe el 7,7 por ciento. Sólo lo superan Uruguay (10,3%) y El Salvador (7,8%).

Cuando se calcula la desigualdad como la diferencia de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre, Chile también aparece como el tercero menos desigual. En Uruguay el estrato superior gana 11,8 veces más que el inferior; en El Salvador, 13,8 veces más; y en Chile, 17,6 veces más. La media latinoamericana es 22,5 veces y el país más desigual es Brasil, con una diferencia de 42,8 veces.

El presidente chileno Sebastián Piñera
El presidente chileno Sebastián Piñera se dirige a la nación en Santiago, el 26 de octubre de 2019 (Foto de Pedro Lopez / AFP)

“Al margen de que Chile no sea el país con más desigualdad de la región, ésta es muy alta. Hace mucho tiempo que está instalada en la sociedad chilena como uno de los grandes problemas del modelo económico. La verdad es que no hubo políticas fuertes de tipo patrimonial, ni medidas para cambiar un sistema tributario todavía muy regresivo”, dijo a Infobae el economista Raúl González Meyer, doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

El dato que muestra a Chile por encima del promedio de desigualdad de América Latina es la porción de la torta que se lleva el 10% más rico. La punta de la pirámide chilena se queda con el 37% del total, cuando la media regional es 36 por ciento. Está más cerca del 42,8% de Brasil que del 29,6% de Uruguay. Esta es una de las razones del descontento que viene expresando tanta gente en la calle en las últimas semanas, y que une a la base con el centro de la escala social.

“Las estimaciones que ha realizado la OCDE muestran que prácticamente no mejora la distribución del ingreso antes y después de impuestos y transferencias monetarias. En el resto de los países de la OCDE el cambio es cercano a 20 puntos. Finlandia tiene una desigualdad igual o mayor que la chilena antes de tributos y transferencias, pero después de sumarlos Chile mejora solo cuatro puntos y Finlandia cerca de 30. Nuestro sistema no es redistributivo, sino que mantiene la enorme desigualdad original”, explicó el economista Juan Pablo Valenzuela, investigador de la Universidad de Chile, consultado por Infobae.

Lo que indigna no es tanto lo poco que reciben los de abajo como lo mucho que concentran los de arriba. De hecho, Chile es de los países que más redujo la pobreza en los últimos años. En 2003 era pobre el 40% de los chilenos. En 2017, último año con datos relevados por la Cepal, lo era sólo el 10,7 por ciento. Sólo Uruguay tiene menos pobreza: apenas 2,7 por ciento. Pero El Salvador, que es más igualitario que Chile, tiene casi el cuádruple: 37,8 por ciento.

La razón de esta aparente paradoja es que Chile es un país mucho más rico. Su PIB per cápita es de 15.777 dólares, pero el de El Salvador es de sólo 4.027 dólares. Cuando hay más para repartir, aún con un reparto más desigual es posible que la calidad de vida de todos sea mejor.

Panamá, en cambio, tiene un PIB per cápita de 16.629 dólares, pero como es mucho más inequitativo que Chile, tiene una mayor proporción de pobres: 16,7 por ciento. El único más rico y más igualitario en la región es Uruguay, que encabeza el ranking de PIB con 17.118 dólares per cápita.

Un miembro de las fuerzas
Un miembro de las fuerzas de seguridad toma a un manifestante durante una protesta contra el gobierno en Providencia (REUTERS/Pablo Sanhueza)

Por otro lado, a pesar de tener un acceso al sistema de salud que es considerado muy desigual —como el de casi todos los países latinoamericanos—, Chile logró algunos avances sorprendentes. Gracias a reducir al mínimo la mortalidad infantil y a mejorar la atención sanitaria, se convirtió en el país con mayor esperanza de vida de América Latina, junto con Costa Rica. En promedio, los chilenos viven 80 años.

Es bastante más que los uruguayos (77,7) y que los argentinos (76,4). Lo notable es que a principios de la década de 1970 estaba muy por debajo de ambos países: su esperanza de vida rondaba los 63 años, cuando la de los otros era 68 y 67 años, respectivamente.

Detrás del estallido

El modelo chileno fue —al menos hasta hace algunos años— muy exitoso para garantizar un crecimiento económico sostenido, reducir drásticamente la pobreza y aumentar la expectativa de vida, sin incrementar la desigualdad en relación al promedio latinoamericano. Pero fracasó rotundamente en construir legitimidad.

“La cuestión no es tanto la desigualdad, sino el modelo de desarrollo que ha tenido Chile en las últimas décadas, y que le permitió crecer bastante en los 90, aunque menos desde 1998. Se trata de una forma de organizar la vida social en la que casi todo pasa por el mercado, y donde los sectores populares y medios viven con gran incertidumbre respecto a lo que les puede pasar si tienen mala suerte, por ejemplo, perdiendo el trabajo o enfermándose. También respecto de lo que les pasará cuando se jubilen y ya no puedan trabajar, o sobre si podrán pagar los créditos que toman para estudiar en la universidad. Si el ingreso crece al 5% o más, la cosas parecen funcionar y esos miedos no son graves, pero si crece al 3% o menos, todo cambia”, sostuvo Javier E. Rodríguez Weber, profesor del Programa de Historia Económica y Social de la Universidad de la República, Uruguay, en diálogo con Infobae.

Una barricada en llamas bloquea
Una barricada en llamas bloquea una carretera en Providencia, el 7 de noviembre de 2019 (REUTERS/Henry Romero)

Tras muchos años de crecer a gran velocidad, Chile entró desde hace algunos años en una meseta. Entre 2003 y 2013, su PIB per cápita se multiplicó. De 4.770 dólares pasó a 15.804, un aumento del 231 por ciento. En cambio, en los últimos seis años decreció levemente, hasta terminar en los 15.777 dólares actuales.

La repentina interrupción de ese ciclo de expansión en una población que venía de décadas de mejoras sostenidas en el nivel de vida, con expectativas de bienestar crecientes, hizo que las desigualdades fueran más difíciles de tolerar. Sobre todo, por la percepción de que el estancamiento de las condiciones materiales de existencia de los sectores medios y bajos implica un aumento de la distancia con una cúpula que no sufre ningún tipo de desmejora.

“Chile tiene una prestación de servicios sociales vinculada a condiciones de ingreso, por lo cual, los servicios de calidad son solo para aquellos que tienen recursos económicos. Las listas de espera en el sistema de salud para las familias vulnerables son de años, las escuelas para ellos son de mucho menor calidad y una previsión basada en la cotización individual hace que se reproduzcan las condiciones de origen”, afirmó Valenzuela.

En otros países latinoamericanos hay sistemas públicos y gratuitos altamente deficientes, a los que suelen acudir solamente las personas de bajos ingresos, ya que las clases medias y altas optan por ir al sector privado. En ambos casos la desigualdad es manifiesta. Pero la gratuidad genera una ilusión de equidad e inclusión que legitima el orden. Eso no existe en Chile, donde las diferencias son mucho más explícitas y no tienen atenuantes, y el sentimiento de la mayoría es que son profundamente injustas.

Algo similar ocurre en Estados Unidos. Sólo que con una diferencia crucial, que no es económica, sino cultural: la primacía de un ethos individualista, que considera que cada uno debe valerse por sí mismo, sin esperar nada de otros. Esa cultura de la meritocracia no considera que la desigualdad sea mala, sino que la acepta como inevitable.

“Una dimensión clave del problema está en la relación entre el nivel de desigualdad y la tolerancia o aversión hacia ella que hay en una sociedad —dijo Rodríguez Weber—. Un país puede ser más desigual pero sus miembros pueden pensar que eso no es un problema, quizá porque su nivel de vida mejora ostensiblemente, como ocurrió en Chile en los 90, o quizá porque creen que es el resultado de los diferentes méritos y esfuerzos de las personas, es decir, que es justa. Creo que en el Chile del 2000 para acá se han desmoronado las dos cosas. El crecimiento se ha ralentizado y los chilenos han visto que su elite es en realidad como en casi todos lados: un grupo privilegiado por vínculos sociales y políticos o incluso por corrupción, en lugar de un conjunto de personas meritorias”.

Un hombre herido yace en
Un hombre herido yace en el suelo después de chocar con la policía durante una protesta en Santiago (REUTERS/Jorge Silva)

Otra razón por la que se magnifica en Chile la percepción de la inequidad es una política que históricamente fue muy elitista. Los líderes políticos y los altos funcionarios públicos pertenecen a los sectores de mayores recursos. En muchos casos, a familias tradicionales.

“A la desigualdad material, se suman otro tipo de desigualdades, como el maltrato y el menoscabo. En 2017, el PNUD publicó ‘Desiguales’, un estudio que dio cuenta de que para los chilenos y chilenas la principal demanda era la dignidad. Este concepto ha cruzado las movilizaciones recientes. En un país altamente clasista y racista como Chile, el reclamo por un trato humano y justo ha brotado con mucha fuerza. Chile tiene una elite endogámica, que comparte los mismo colegios, universidades y puestos de poder económico y político. Esa elite se escindió de la gran mayoría de la población, que no ve nada en común con aquellos que han administrado el país en los últimos 46 años”, dijo a Infobae Cristian Cabalin, profesor del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile.

Es cierto que la política chilena había logrado ser muy estable y tener un alto grado de institucionalización, pero al precio de ser demasiado rígida, con escasa capacidad de adaptarse a los cambios sociales. El sistema electoral heredado de la dictadura, el binominal, sólo permitía el acceso al Parlamento de miembros de las dos grandes coaliciones políticas, y dejaba afuera a los pequeños partidos.

Miembros de las fuerzas de
Miembros de las fuerzas de seguridad miran una pared pintada que dice "No más abusos" durante una protesta (REUTERS/Jorge Silva)

Eso cambió en 2017, tras la adopción de un sistema proporcional que permitió la creación de nuevas fuerzas políticas, como el izquierdista Frente Amplio, que tiene 20 diputados en el Congreso. Pero esa importante modificación no fue suficiente para contener un descontento que se venía cocinando desde hacía tiempo.

Por otro lado, la sucesión de escándalos de corrupción que afectaron a los principales partidos políticos profundizó el desencanto con la política. A pesar de los reclamos que había hacia la dirigencia, el grueso de los chilenos le tenía cierto respeto por considerar que era relativamente honesta, algo que no ocurría en muchos otros países de la región. Pero las desagradables revelaciones de los últimos años sepultaron esa sensación.

“A la desigualdad como disparador de las movilizaciones, se le debe sumar un creciente desprestigio de las instituciones debido a casos de corrupción, malversación y abusos —continuó Cabalin—. En los últimos años, Chile experimentó un progresivo deterioro de las instituciones que deben representar los intereses de la población. Se descubrieron casos de financiamiento irregular de la política por parte de grupos económicos, desfalcos en instituciones militares y policíacas, y abusos sexuales y de poder en la Iglesia Católica. Todas las instituciones perdieron credibilidad en la población”.

Un manifestante utiliza una señal
Un manifestante utiliza una señal de alto como protección mientras otro lanza piedras durante una protesta contra el gobierno el 29 de octubre de 2019 (REUTERS/Jorge Silva/File Photo)

El malestar y el enojo se fue acumulando durante mucho tiempo y no pudo ser canalizado a través del sistema político. Por eso, terminó manifestándose en forma de estallido tras la suba de la tarifa del metro de Santiago el 6 de octubre.

Sectores radicalizados incendiaron varias estaciones de la red y realizaron saqueos, pero cientos de miles de personas inundaron las calles para protestar pacíficamente contra un orden social que consideran injusto. La decisión del gobierno de Sebastián Piñera de declarar el Estado de Excepción, con toques de queda y entregando la seguridad a los militares, reforzó todavía más la indignación con la clase política.

“La desigualdad constituyó un telón de fondo del estallido, pero acompañada de otros aspectos tan importantes como aquella. La acumulación de abusos, fraudes tributarios y colusiones de las empresas de productos básicos. La impunidad o las bajas penas para sus autores, y las vinculaciones entre el mundo empresarial y el mundo político, que hizo perder aún más el prestigio de la política. Los fraudes de las más altas autoridades del Ejército y de los Carabineros. La lejanía física y del mundo de vida de las elites tecnocráticas gubernamentales respecto de los sectores medios y populares, particularmente en el gobierno actual”, sostuvo González Meyer.

La evidencia más clara de que el hartazgo es sistémico es que la principal demanda es una reforma constitucional. No está claro cómo debería ser la nueva Constitución —la actual fue redactada durante la dictadura de Pinochet—, y es probable que no haya acuerdo entre la multiplicidad de actores que se estuvieron movilizando. Pero en lo que todos coinciden es en la necesidad de una refundación del país sobre nuevas bases.

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