Dicen que cada pueblo tiene su hora. La de Chile llegó ayer. Una hora inesperada y contundente. Una hora -cinco horas, en rigor- de pura transformación.
La convocatoria a provocar “la marcha más grande de la historia de Chile” comenzó a moverse en redes sociales y de boca en boca. Todos los días desde el viernes anterior, cuando estalló la primera protesta por el aumento del Metro, hubo concentraciones en Santiago y en otras ciudades del país, pero ninguna logró la dimensión que tuvo esta. Los números hablan de un millón de personas (algunos dicen un millón y medio), todos apilados desde el barrio de Providencia hasta La Moneda.
Fue una marcha anómala. Más bien, una concentración (porque marchar no se pudo por la cantidad de gente). Anómala, primero, porque no hubo banderas de grupos polìticos. Era difícil que las hubiera: no solo porque nadie está liderando el movimiento sino porque desde su gestación hay un rechazo absoluto a la clase polìtica en general. ¿Qué partido se hubiera animado a deplegar sus fuerzas ahí? ¿Qué político hubiera sido capaz de tal provocación?
Banderas de Chile, banderas del pueblo Mapuche. Máscaras de gas caseras o sofisticadas. Barbijos y botellitas de agua con bicarbonato. Los chilenos llegaron preparados para todo pero el destino -y acaso una buena decisión política, finalmente- hicieron que casi no hiciera falta usar esas máscaras.
Las otras banderas que flamearon fueron las del Colo Colo y las de la Universidad de Chile, equipos de fútbol rivales cuyos hinchas llideraron los cánticos. Fue sorpresivo para todos ver que durante la manifestación parecían columnas de la misma hinchada. “La marcha que unió a Chile”, titulaban algunos canales de televisión, amparados en esa imagen, la de los barras bravas compartiendo el humo, los bombos, las gargantas, el hartazgo.
Junto a ellos estaba José Rodríguez, un hombre de sesenta años que miraba a los jóvenes con lágrimas en los ojos. “Yo soy culpable de todo esto”, dijo a Infobae. Fue una de las pocas personas con barba larga y blanca, bañada de canas por los años. Dice que es responsable de lo que sucede en Chile porque votó a todos los gobiernos, salvo al de Piñera. Votó a Aylwin, votó a Frei, votó a Lagos, votó a Bachelet… Todas presidencias que según él abonaron a esta situación.
“Tengo que estar aquí con los jóvenes porque son los únicos valientes en este país. Todos los viejos son cobardes. ¡Viejos cobardes! Por culpa de ustedes y por culpa mía estamos en esta situación”, dijo antes de despedirse, a modo de acusación. Detrás suyo brotaba un humo rojo y de fondo se veía la estatua del General Baquedano. La escena componía el cuadro de Los Miserables, pero aquí no hubo quien llevara la espada al frente, quien liderara la batalla.
Sí hubo sin embargo una especie de héroe chileno auto percibido. Mientras que los disfraces de Spiderman, el Guasón y V de Vendetta se repitieron en distintas zonas de la Plaza, un muchacho de treinta y tantos iba de acá para allá con una vieja bandera de Chile a modo de capa.
“Tiene diez años de luchas. Diez años salvando gente a lo largo de todo Chile y Ecuador”, definió, sin dar el nombre porque cree en el anonimato. Durante todo el viernes se lo vio ayudando a la gente (sobre todo al final, cuando llegaron algunas bombas de gas).
“Seguimos, no paramos hasta que nos den lo que queremos: que se vaya el presidente. Los desmanes son tristes, pero el gobierno tiene a la policía que los protege, ¿quién nos protege a nosotros? ¿Cuánta sangre más quieren que se derrame para que hagan su trabajo como corresponde? Estamos luchando porque van 30 años de sueldos indignos, salud miserable, educación paupérrima… Por eso y más”, dijo sobre la situación.
¿Cómo se define un problema que está compuesto por todos los problemas posible? Ni el viernes ni el jueves ni el miércoles hubo una sola consigna. De hecho, con el correr de los días se fueron sumando lemas y reclamos, nunca afinando.
Atento a esto, Pablo -un artista chileno- armó un proyecto y lo llevó a la plaza: el Pliego Colectivo. Llevó un montón de cartulinas blancas y las pegó en el piso como si fuera un largo lienzo. Llenó la zona de marcadores e invitó a la gente a escribir ahí lo que quisiera. De ese modo fueron brotando las palabras para nombrar el descontento.
“Nos interesa saber qué es lo que motiva a la gente para estar acá en la calle. No hay una consigna definitiva pero sí una búsqueda de justicia y de una sociedad más igual”, explicó el creador de la idea, cuyo resultado puede verse en una cuenta de instagram.
Desde cada codo, desde cada monumento llegaban las canciones. Hay algo de culpa en definirlo como fiesta: si bien el espíritu fue festivo, sus razones no. Sin embargo, los miles y miles de jóvenes (la mayoría absoluta, una vez más, tenía menos de 30 años), parecían estar en su más grande primavera. Circulaba la cerveza, pateaban pelotas de fútbol al aire y bailaban.
Cada pocos minutos, cantaban uno u otro hit: “El que no salta es paco/ el que no salta es paco” (en desprecio del accionar de la policía desde que comenzó la revuelta). “Oh… Chile despertó/ despertó, despertó… Chile despertó”, acaso el himno de esta semana fatídica. “El pueblo, unido, jamás será vencido”, hit latinoamericano que no podìa faltar. Y una versión anti represión del Dale Alegría A Mi Corazón: “Y vas a ver… las balas que nos tiraron van a volver”.
Los que no eran jóvenes, lo parecían. Por espíritu o por contagio. O simplemente por estar ahí en familia, otra de las imágenes que se vio. Madres con sus hijas. Familias enteras. Adolescentes con sus hermanos mayores.
Tania llegó con muchos de sus seres queridos. “Hay varias generaciones acá: mis hijas de 13, de 15, de 17… Amigos de 22, de 23. Toda mi familia está en la calle. Llevamos desde el día uno aquí porque llevamos demasiados años esperando la reinvindicación social. Demasiados años esperando por justicia, por una verdadera democracia, y principalmente por un cambio de constitución. Desde ahí tiene que partir todo: asamblea constituyente”
Si bien la hora señalada para la convocatoria era a las 17, la gente fue llegando antes. Quienes estuvieron en distintas manifestaciones notaron rápidamente la extrañeza de esta: ¿una marcha sin columnas? Una marcha sin columnas. ¿Una marcha sin micros que lleven a la gente? Una marcha sin micros. ¿Una marcha sin una figura que salga ganando detrás? Una marcha así, sí. Pacífica, festiva, creativa, autoregulada.
Hasta las ocho de la noche la gente no se iba. Recién a esa hora comenzaron a volver a sus casas. Fue, además, la primera concentración en la que carabineros no recibió la orden de dispersar. Los días anteriores la policía tiró gases desde temprano, provocando enfrentamientos y heridos. Esta vez se mantuvo al margen. Recién intervino a las nueve de la noche, cuando todo estaba llegando a su fin. Tiraron algunas bombas de gas y balas de goma, y después persiguieron a la facción minoritaria de manifestantes violentos.
Sobre la noche apareció la violencia y estado de furia. Ya no fueron las familias ni los jóvenes, sino la minoría más embravecida. La misma que produjo algunos saqueos y encendió barricadas en las calles aledañas. Pero no arruinaron la paz que comandó el día. La ciudad quedó vacía poco antes del toque de queda, que comenzó a las 23 horas. Caminar por ahí se volvió un ejercicio distópico: en el aire flotaba la sensación de que la historia había cambiado, en las calles ardían las esquinas y se escuchaban sirenas.
¿Cómo se gestó la marcha más masiva desde el regreso de la democracia en Chile? Al parecer y según la voz de sus protagonistas, fue gestándose durante treinta años. Y un día llegó la hora. Porque todo pueblo tiene la suya, y la de Chile acaba de quedar en la historia.
Fotos y video: Joaquín Sànchez Mariño
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