Viaje al fin del Amazonas, donde la selva y el cultivo son frontera hecha a tractorazo y fuego

por Silvina Heguy *

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*Capítulo VI del libro Viaje al fin del Amazonas, de editorial Penguin-Random House

El horizonte, al final del camino, promete una de las regiones que nadie teme en comparar con el Paraíso: el Parque Nacional Xingú. Atrás el sol está a punto de desaparecer y el cielo tiene rojos imposibles de imaginar. La selva es puro verde, hasta que se avanzan unos kilómetros y se descubre la puesta en escena. El monte natural sólo es una franja, detrás se esconden hectáreas de plantaciones. A los costados de la ruta, los troncos están calcinados, son los restos de los últimos incendios de agosto. Un pájaro aún más rojo que el color que está tomando el cielo está estrellado en el pavimento. No puede mover sus alas. Se nota que un camión lo noqueó cuando volaba bajo entre las dos franjas selváticas que custodian la ruta. Naturaleza muerta. El triste arte de la belleza de la selva.

La fazenda Amantino es la primera que aparece camino al poblado llamado Cláudia. La cortina que esconde a la soja tiene lianas y amontona a los animales que antes vivían en extensiones que parecían no tener límites. Se encuentra en el kilómetro 39 hacia el Xingú. En una estancia vecina, dos tractores levantan maíz a destiempo. Ivanir Sandri llegó hace un rato con su 4 × 4 para controlar el trabajo. Usa sombrero de ala ancha, anteojos, camisa a cuadros y pantalones verdosos. Una cara redonda y una piel roja de tanto sol son la herencia de sus padres, que llegaron de Italia a Brasil.
"Los productores somos los malos del planeta, pero somos los que generamos el alimento y tenemos toda la pérdida. Para preparar la tierra, tenemos que enleñar, es decir preparar la leña, quemar. No hay otra alternativa. En Mato Grosso no se puede sembrar ni cosechar sin quemar", dice sin vueltas. Y muestra con números el riesgo de su inversión. "Las semilleras nos cobran el paquete de semillas y agroquímicos por hectárea a 20 bolsas al contado o 27 al final de cada cosecha. Más 15 bolsas de gastos que son de la cosechadora y el arrendamiento. Si la cosecha es buena se saca 60 bolsas por hectárea", enumera. "Pero nadie nos asegura ese resultado. Solo la lluvia de antes de octubre. Los pequeños productores no tenemos silos para almacenar y eso es otro gasto. Ganamos, pero arriesgamos", dice.
En la madrugada siguiente, cuando el cielo vuelve a desplegar colores indescriptibles, su vecino, también de origen italiano, insistirá en el tema del costo. "La bolsa de maíz de 60 kilos cuesta unos 28 reales y para sacarla de esta región se debe pagar otros 20 en transporte. El gran problema es de logística. Porque la bolsa que se cosecha en Río Grande, cuanto mucho, cuesta 32 con transporte", dice Celso Pichilini.

La cosechadora está detenida cerca de un castaño de Brasil. La selva comienza como una pared impenetrable. Las flores de una especie de mango más dulce y rojiza se abren cada día con el calor. Son un imán para las abejas. Unas nubes extrañas del sur retrasan el inicio del trabajo. Hay que esperar que la humedad de la noche se termine de disipar para comenzar la cosecha, de lo contrario las semillas se guardarán con el rocío y será un problema para su venta. Se escuchan unos guacamayos. Pecho amarillo, alas celestes, pico negro. Arman un baile alocado sobre el nido. "Ahí hay huevos", dice Celsio. La selva y el cultivo son una frontera hecha a tractorazo y a fuego. La práctica es una costumbre que se remonta a los 70. La mayoría de los incendios son intencionales, parte del sistema de producción agraria.

A fines de 2014, el Instituto Medioambiental de Estocolmo, Suecia, se ocupó de investigar quiénes realmente han carcomido la selva. El estudio determinó que la expansión de la frontera agrícola no es responsabilidad de pequeños campesinos y ganaderos, como antes se creía, sino de unos cuantos miles de propietarios de más de 800.000 kilómetros cuadrados —de los cinco millones de la Amazonía brasileña—, los culpables. Los causantes del ochenta por ciento de la deforestación son los grandes ganaderos y productores de soja. El trabajo se basó en cruzar las imágenes satelitales con los documentos oficiales sobre las propiedades. Así se determinó que casi la mitad de la superficie deforestada entre 2004 y 2011, unos 36.000 kilómetros cuadrados, corresponde a áreas dominadas por las grandes propiedades, aquellas mayores de quinientas hectáreas. Los medianos y pequeños propietarios se reparten en partes iguales otro veinte por ciento. Lo que queda, alrededor de un tercio, sucedió en áreas tan lejanas que ninguna autoridad llega para comprobar de quiénes son las tierras, y mucho menos, sancionar su mal uso.

Desde Estocolmo también advirtieron al lanzar el estudio que el daño causado en las grandes extensiones es más difícil de reparar. En una propiedad de mil hectáreas, las semillas nativas casi nunca pueden llegar hasta el centro del área para volver a crecer. El mismo trabajo muestra que desde que se lanzó el plan para frenar la deforestación en 2004 en Brasil —cuando la Amazonía perdía unos 20.000 kilómetros anuales— hubo avances, pero este sistema comenzó a detenerse con el gobierno de Dilma Rousseff y casi paralizarse con el de Michel Temer y Jair Bolsonaro. De una reducción del ochenta y ocho por ciento en los primeros años del programa se ha pasado a una reducción anual de sesenta por ciento en los últimos años. Incluso, en 2012, hubo un incremento relativo de la deforestación del veintiocho por ciento, la primera vez en una década que aumentaba el ritmo de tala. En 2013 también hubo un rebrote en el crecimiento de la deforestación.

Para Leonildo Barei, tener el pecado en el origen no es una cuestión religiosa. Lo explica sentado en una galería de su casa en el campo después de haber trabajado toda la mañana bajo el sol del Trópico. Tiene los pantalones sucios, una camisa desgastada y con un alicate se corta las uñas de los pies. No es la imagen que se podría tener de un terrateniente, pero Barei entra en esta categoría y además los representa: con setecientas hectáreas en producción, es el presidente de la cooperativa que une a los productores agrarios de Sinop, la ciudad que por la bonanza que trajo la soja es presentada como la Dubai de América. Para él, el pecado en el origen lo tienen estas tierras en las que se cultiva gran parte de la oleaginosa que produce Brasil.


Sinop, en el centro del Mato Grosso

Podría decirse que Sinop lleva ese supuesto pecado hasta en su nombre. En la década de los setenta nadie podía pensar que así se designaría a una ciudad próspera. "Sinop" es, en realidad, una sigla: la de la Sociedade Imobiliária Noroeste do Paraná, una entidad que surgió en 1948 en el sur de Brasil cuando Ênio Pipino y João Pedro Moreira de Carvalho la fundaron. Una cooperativa de productores agrarios, que fueron "seducidos" por la dictadura militar para migrar hacia el Estado de Mato Grosso.
"Nos prometieron todo: la vida entera. Yo soy del Estado de Paraná, como el ochenta por ciento de los que vinieron. Mato Grosso fue colonizado por paranaenses, gauchos, catarinenses, mineros y paulistas", cuenta Barei, quien llegó en 1979 cuando Sinop era un grupo de casas repartidas en unas 650 hectáreas.

La tierra prometida resultó ser una selva inhóspita. La dictadura había asegurado que iba a construir rutas e infraestructura, pero sólo había vegetación y malaria. "Los monos la trasmitían", asegura Barei. Los colonos aprendieron que para no enfermar y morir debían construir sus casas al costado del río, donde también era fácil acceder al agua.
"Estábamos obligados a desmontar", explica. "Ese es el pecado en el origen: si desmontabas, no había tanta malaria. Por eso nuestro Estado pecó en la manera de surgir. Los sueños de los ambientalistas no existían. El extractivismo ejercido en esa época era correcto para alimentar, para obtener el agua, espantar las panteras y terminar con la malaria". Para Barei, fueron adaptaciones que tuvieron que hacer para vivir en esas condiciones.

En la sombra de la galería, Barei no para de hablar, de tirar cifras, de citar hechos históricos, de dar nombres. Para explicar la actual situación de Mato Grosso se remonta más allá de la dictadura militar brasileña de la década de 1970. Concretamente, llega hasta el hambre tras la Segunda Guerra Mundial. Está seguro de que si el mundo no hubiera llegado a esa hambruna, la selva aún estaría en buen estado. "La producción de alimentos en climas templados ya no alcanzaba", dice para empezar a explicar su teoría. El mundo no conocía el potencial de producir en clima tropical, del paralelo 34. Es en ese momento cuando, según él, la clase gobernante empezó a pensar en que Brasil podría ser un país agrícola. "Esa idea, sumada a la de los militares de que el país tenía que poblarse, generó la ocupación de estas tierras", argumenta."'Integrar para no entregar', era el lema del gobierno militar. Porque hasta ese momento la idea del medioambiente no existía. No existía preservación. Nadie estaba ocupado por eso" e insiste: "Para cumplirlo, el gobierno militar tuvo que mentir a su pueblo".

Las primeras cosechas fueron de arroz. Plantarlo no era tan difícil como cosecharlo, en época de lluvias tropicales desaforadas que además de complicar la recolección aislaban a los campesinos por meses. No había caminos y menos, rutas. Un flete hasta la ciudad era más caro que la producción. Entonces apilaban los granos y cuando terminaba la época de lluvia, sacaban la parte fea de arriba y vendían el arroz que quedaba abajo. Muchas familias empezaron a tener dificultades para sobrevivir con la agricultura. Entonces, los jóvenes empezaron a trabajar en los garimpos ilegales, en las minas de oro.

"Acá se sobrevivió de orgullo", sentencia Barei. "¿Vio alguna vez a alguien sobrevivir de orgullo?", pregunta y responde: "Yo sí. Aquí sucedió. Nadie quería volver para atrás. De orgullo, no volvimos al sur. Muchas madres lloraron lágrimas de sangre sobre los cuerpos de sus hijos muertos de malaria o en los garimpos. Fue una verdadera desgracia. Buscábamos alternativas y una de ellas fue comenzar a trabajar con la mecanización de la cosecha de arroz", recuerda.

El primer experimento fue en una fazenda cercana a Lucas de Río Verde, una ciudad a 145 kilómetros de Sinop, también surgida por la llegada de la agricultura a Mato Grosso. Entre 1988 y 1998, su dueño prestó el terreno para realizar trabajos experimentales. "Venían ingenieros agrónomos de todo el mundo", recuerda Barei. Traían diferentes especies de arroz, algunas más precoces, otras de cosecha más tardía, y se empezaron a cruzar hasta lograr una clase ideal para la ex selva. Lo que se logró es probar que en el clima tropical era posible la agricultura y se entendió también que había un problema serio: el suelo. Fue cuando comenzaron a tirar calcáreo, para crear la acidez justa.

"Ibamos adaptándonos y ajustándonos hasta llegar al punto preciso. De esta manera, el Mato Grosso se convirtió en líder en producción en clima tropical y comenzó a batir récords de productividad en todos los cereales". Seguro de sus logros, Barei sostiene que los alimentos producidos aquí son mejores que los producidos en la Argentina, en los Estados Unidos o en cualquier país del mundo. Presenta cifras para esta afirmación: "De una bolsa de soja producida en la Argentina se obtienen once litros y medio de aceite en promedio. Catorce, aquí. Porque esta zona está bajo la línea del Ecuador, en el paralelo 13, donde hay más luz por día, y todos los aceites dependen de la cantidad de luz que recibieron las semillas que los producen", explica. Los productores se adaptaron y, actualmente, obtienen tres cosechas por año entre maíz y soja.

—¿Ustedes quieren avanzar para producir en las las tierras indígenas protegidas?
—Estamos en plena pelea. Si usted va a conversar con los indígenas, les dirán que ellos quieren vivir con lo suyo, tener un barco con motor, recorrer su zona, ahora existe una política de defensa para ellos. Pero vaya a una aldea indígena, viven en la pobreza. Son tan víctimas como los que están perdiendo tierras por ellos. Los que toman sus tierras tienen lazos fuertes con los políticos. Porque las tierras para los indígenas sobran; si no la van a trabajar, ¿para qué la quieren? No queremos tierra, queremos calidad de vida, dicen muchos: energía en nuestras aldeas, médicos, profesores, tener derecho a comprar. Ahora, darles más tierra, ¿para qué? Vender madera no pueden porque está prohibido. Garimpos, tampoco pueden. Para ellos, el extractivismo es sacar castañas y venderlas. Las castañas las venden a 18 reales y vas a la ciudad y cuestan 180 reales. Caminaron dos días para sacarlas, y después les hacen eso. No es digno. Llevan a una persona a vivir una situación degradante.

—¿Qué es lo que ustedes proponen, entonces?
—Limitar tierras para ellos, que hay de sobra, las que no están trabajadas. Aquellas que están, indemnizarlos por su valor, pero que no sean tierras para ellos. También hacer estudios sobre las que tienen para determinar si pueden alquilarlas, y que lo hagan. Además, que les den el programa social de la canasta básica. Son personas que se tienen que alimentar, vivir dignamente. Tienen una percepción comunitaria y hay que entenderla. No todo el mundo quiere trabajar todo el fin de semana hasta la medianoche. Pero el Estado brasileño debe garantizar el derecho a quienes lo quieran hacer, en lugar de dividir y confrontar a un grupo contra otro, por un interés del gobierno.

—Un productor dijo que son vistos como los malos del planeta y que nadie ve las corporaciones detrás que les dan los paquetes de semillas y agroquímicos a precios cada vez más altos y con contratos leoninos…
—Todos quieren hacer el mejor negocio, sacar dinero. Mientras los pequeños y medianos no se unan, los grandes van a devorarlos. Es el caso de Monsanto. En Sinop los detuvimos. Les dijimos que esperasen porque iban a triturar el sistema económico, social y ambiental. Aquí, en clima tropical, tenemos un ciclo continuo de insectos diferente al templado. Usamos más agrotóxicos que en cualquier lugar del mundo. En los debates en las universidades nos preguntan por qué usamos tanto. La respuesta es: porque aceptamos transgénicos. Porque el propio mercado trae una variedad que usa menos, pero el ministerio no lo acepta. Porque hay intereses políticos. La planta puede usar dieciocho tipos de productos, hay algunas que tienen que usar seis o siete. Hay muchos intereses y poco entendimiento. Quien está en el poder dicta reglas, quien no está en el poder forma una cooperativa o un sindicato para pelear por sus intereses contra quienes están en el poder.

"Acá hay un dicho que dice 'catitú fuera de banda es comida de onza", al puerco de la selva solo se lo come el puma. Si una persona no es parte de nada, va a ser triturado por el sistema. Si se organiza para reclamar sus derechos, todo cambia.
—¿Ustedes pelearon contra Monsanto/Bayer, gigantes de la industria y también trabajan con ellos en el desarrollo de semillas en campos experimentales?
—Somos amigos y peleamos con todos, con Monsanto también.

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