Teodora Vázquez esperaba su segundo hijo cuando un malestar tomó su cuerpo. Transcurría la tarde del 13 de julio del año 2007 en el comedor de un colegio en el que aún trabajaba, pese a que cursaba el noveno mes de embarazo. Antes de perder el conocimiento logró llamar al servicio de emergencias. Cuando se despertó, todavía confundida y con dolores, se encontró custodiada por la Policía. "¿Por qué lo hiciste?", la interrogó un oficial al preguntarle sobre el cuerpo de su hijo sin vida, todavía en el lugar. Minutos después, mareada y esposada, fue trasladada a una habitación sucia y oscura de una dependencia policial.
"Hasta entonces todo había sido absolutamente normal. Era mi segundo embarazo, estaba feliz de saber que iba a tener otro bebé. Era algo muy lindo porque siempre había soñado con tener dos hijos", cuenta sobre los meses previos a ese día.
Pero esa jornada fue el comienzo de una pesadilla que terminó sólo diez años después, en enero de 2018. En el medio, Teodora fue condenada a 30 años de prisión por homicidio agravado por el vínculo, encerrada en la prisión de Ilopango, separada de su hijo de cuatro años, su condena confirmada en el 2017 y, finalmente, puesta en libertad por buena conducta apenas un año después. Desde entonces, esquivando el enojo y el resentimiento, decidió volcar sus energías en la defensa de las mujeres que, como ella, padecen las injusticias de un país acostumbrado a darles la espalda.
"¿Qué está pasando?", preguntó Teodora a su abogado cuando el juez del Tribunal Supremo leyó la conmutación de la pena y la resolución que dictaba su liberación inmediata. Desde entonces, y ya convertida en una activista feminista, como le gusta definirse, ella y sus abogados pelean por lograr que la Justicia declare su inocencia. "No nos declaran inocentes porque se niegan a reconocer que violentaron nuestros derechos, que cometieron una injusticia con nosotras. Las mujeres en El Salvador somos condenadas sin ninguna prueba". Y tiene motivos para pensarlo, porque pese a que desde el primer momento sostuvo que lo suyo había sido una emergencia obstétrica, que esperaba a su segundo hijo con mucha ilusión, y que lo perdió de forma natural, hace más de diez años que Teodora conoce sólo una sentencia: culpable.
"Lo que me pasó con mi bebé fue algo que yo no planee, en ningún momento. Lastimosamente, es la situación que vivimos las mujeres en El Salvador. Ahora es mi historia y es mi experiencia pero también es algo que no debió sucederme, que no debió ni debe sucederle a nadie. La justicia se apoderó de mí, no me dio el valor de la credibilidad, me impuso una condena. Y esta es la forma en la que el Estado ha actuado con las mujeres, sobre todo con las de bajos recursos económicos y con las de zonas rurales", explicó.
Desde el año 1997, con la reforma del Código Penal y posteriormente en el año 1999 con la nueva Constitución, el pequeño país centroamericano forma parte del grupo cuya severa legislación prohíbe el aborto en todas las circunstancias, incluso cuando el embarazo implica un riesgo de vida para la madre o el niño, o cuando fue producto de una violación, o cuando el feto sufre malformaciones. Esos causales habían estado contemplados en la constitución anterior, del año 1974, pero una coalición entre los partidos de la derecha y organizaciones de la sociedad civil ligadas al Opus Dei logró que queden en el olvido. Esto pese a que, de acuerdo con Naciones Unidas, este tipo de reglamentaciones restrictivas violan la Convención contra la Tortura al exponer a mujeres y niñas a la situación de ser humilladas y tratadas con crueldad.
Un informe realizado en el año 2015 por la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto Terapéutico Ético y Eugenésico y titulado "Del hospital a la cárcel" dio cuenta del problema de la criminalización de las mujeres en El Salvador: entonces, eran nada menos que 147 mujeres procesadas por aborto o como homicidio agravado en casos similares al de Teodora Vásquez.
En la prisión de mujeres de Ilopongo, la mayor del país y ubicada a menos de diez kilómetros del centro de la capital, Teodora lidió con el hacinamiento -regularmente compartía una celda con 70 mujeres, pero llegaron a ser más de 200-, con una dieta que estaba lejos de los estándares nutricionales aceptables -la comida frecuentemente incluía gusanos y en la cocina había ratas-, y el agua que bebían estaba contaminada. "Te podrás imaginar cómo se vive en una cárcel habilitada para cuatrocientas mujeres en las que viven tres mil", responde ante la pregunta sobre las condiciones de su encarcelamiento.
"Entro a la cárcel pero la cárcel no entrará en mí", recuerda que trató de autoconvencerse Teodora en esas circunstancias. "Aunque en esos momentos uno piensa que ya no hay más nada por hacer, que no hay esperanzas, decidí aprovechar cada oportunidad que tuve allí adentro: estudié y terminé mi bachillerato, hice todos los talleres que la cárcel me ofrecía, aprendí a cocinar y varios oficios más", relata orgullosa.
El acompañamiento incondicional de su familia ha sido, parcialmente, uno de los motivos de su tenacidad. "No estaban preparados para que me pasara algo así, uno planifica la vida de otra manera. Y aunque fue complicado separarnos, lo importante es que creyeron en mi inocencia, sabían que yo no había cometido ningún delito", cuenta Teodora sobre su principal sostén, que además se hizo cargo de su hijo hasta que ella fue puesta en libertad. Y agrega: "La cárcel destroza la vida de cualquier ser humano, pero para mí fue más fuerte porque yo no había hecho nada malo, no andaba en la delincuencia ni nada parecido".
La situación sólo comenzó a cambiar para ella en el año 2014, seis años después de su primera condena, cuando gracias a la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto recibió la visita en prisión de activistas y representantes de Amnistía Internacional, que querían comenzar una campaña y hacer público su caso afuera de El Salvador. Después de que Teodora les diera su consentimiento, los petitorios comenzaron a circular junto a su historia y una campaña global que tenía como eje la legalización del aborto o, como mínimo, la despenalización de la práctica. Unas 250.000 personas firmaron por su libertad alrededor del mundo. Teodora formaba parte, además, del "Grupo de las 17", mujeres que después de sufrir una emergencia obstétrica durante su embarazo hicieron el mismo recorrido, del hospital a la cárcel. Las 17 estaban lejos de ser las únicas, pero fueron los rostros de una campaña lanzada dentro del país con el objetivo de mostrar el impacto que la criminalización tiene en la vida de las mujeres, pero que finalmente les dio una identidad y un rostro a las cifras.
En 2017, apenas un año antes de ser liberada, Teodora sufrió uno de los mayores golpes de su condena. Gracias a la visibilización del caso se logró una segunda audiencia en la que se revisaría la condena. Era el 13 de diciembre de 2017 y en el círculo íntimo y no tanto de Teodora las esperanzas eran altas. Con todo, la sentencia fue, otra vez, categórica. "Me había hecho muchas ilusiones, tenía mucha fe en que iba a salir de prisión. Tenía las pruebas, tenía mis méritos, tenía mis argumentos, tenía todo a mi favor. Pero el juez… pues, el juez decidió que yo era culpable y que ratificaba mi condena", cuenta sobre ese episodio oscuro.
Hubo que esperar un año más, intentar recuperar las esperanzas, volver a someterse a un juicio y hasta que las Naciones Unidas pidieran a las autoridades nacionales la revisión de los casos de mujeres que cumplían largas penas por provocarse -intencionalmente o no- un aborto. El 15 de febrero del 2018, Teodora volvió a sonreír. La Corte Suprema de Justicia y el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública corrigieron la sentencia y conmutaron la pena bajo el argumento de que existían "razones poderosas de justicia, equidad y de índole jurídicas que justifican favorecerla con la gracia de la conmutación".
"Fueron muchos años, y todo estaba muy distinto. Fue difícil volver a ser yo misma, volver a encontrarme, volver a empezar a vivir. Por suerte estando en la cárcel conocí una organización con la que entré en contacto estando afuera, y una semana después de recuperar mi libertad empecé a trabajar con ellos en el programa Mujeres en el Camino. Lo que hago hoy en día es acompañar a mis compañeras privadas de libertad y también a las que ya están fuera, como yo", cuenta emocionada. Teodora encarnó así otro hecho histórico para su país al ser la primera ex presidiaria en reingresar a prisión, ya no como condenada, sino como facilitadora de programas.
"Tenía miedo, para mi era muy fuerte volver a confrontar con esa realidad. Pero finalmente fue un orgullo la idea de llevar un incentivo para mis compañeras que aún están en prisión. Y me encontré con las mujeres con las que compartí diez años de mi vida, con las que compartí el mismo plato de comida y lo poco que teníamos. Y así también reafirmé la convicción de que yo no quiero pelear por mí misma, sino que es nuestro deber como mujeres seguir levantando esta voz para que el estado reconozca que se deben respetar nuestro derechos y que tenemos derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo", explica, pausada, Teodora.
Desde el pasado 1 de junio El Salvador tiene un nuevo presidente, que ha sido noticia por su excéntrica forma de dirigir su gabinete desde Twitter, su corta edad, y una serie de controvertidas decisiones. Nayib Bukele tiene 37 años, un gabinete con muchas mujeres, pero una línea en relación sobre el aborto que parece más continuidad que ruptura con el pasado. Antes de asumir la presidencia apenas afirmó que estaba en contra de la interrupción del embarazo pero que sí estaba dispuesto a analizar aquellos casos en los que estuviera en riesgo la vida de la mujer. "Yo prefiero esperar, no adelantarme. A veces uno se lleva sorpresas", dijo Teodora sobre Bukele, tratando de mantener el optimismo.
Probablemente sea el optimismo y no el enojo el sentimiento que le permitió a Teodora sobrevivir ante la tragedia de la pérdida de un hijo, la separación del otro, la pérdida de la libertad y la condena social y judicial, todo a la vez. "No estoy enojada. Siempre pelee contra enojarme y contra llenarme de coraje por algo que ya pasó. No quiero morirme y que se me vaya la vida en eso. Yo se que no cometí un delito, pero eso no me va a llenar de amargura. Al contrario, creo que lo que me pasó me dio valor. Por supuesto no agradezco haber estado diez años presa al Estado, pero tampoco le guardo rencor porque sé que nuestra condena sirvió en algún punto para que la sociedad tome conciencia, sepa qué pasa y por qué. Una de las cosas que no me deja sentir enojo es saber que lo que estoy haciendo ayuda a algo mayor que está cambiando y que quizás no logre verlo yo, pero estoy segura que será de provecho para otras generaciones", concluye.
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