"Las ciudades crecen hacia el este", dijo un vecino legendario de las costas uruguayas. Su razonamiento empieza en Montevideo, atraviesa Punta del Este y termina en José Ignacio. El crecimiento demográfico ha ido capturando las ciudades en dirección al este: primero la capital del país, luego la principal península del departamento de Maldonado y finalmente la amenaza por conquistar un pueblo exclusivo con tradición pesquera.
José Ignacio se enfrenta a un dilema: cómo asimilar su condición de aldea suntuosa y distinguida sin adulterar su identidad de paraje, cómo soportar su fama sin caer en la masividad, cómo vivir del turismo sin traicionar su esencia. El coqueto balneario es hoy la playa más top del lugar más top de Sudamérica. Ese cartel que ostenta tiene su contrapunto, casi como si fuese una ironía. Recibe cada vez más visitantes atraídos por el encanto de sus costas apacibles, por la inocencia de su naturaleza, su belleza al natural, y por la dicha de pertenecer al jet set internacional.
Ese valor tiene su costo: la popularización. Ya no entra mucha más gente en los veranos de José Ignacio. Las playas, los accesos se saturan. En los últimos años, el desborde de gente y de autos alcanzó categoría de caos. Lo que derivó en una situación de política pública que dispuso tres soluciones de infraestructura: pavimentación de caminos de arena, ampliación a dos carriles de las calles principales y la construcción de un estacionamiento.
Pero antes de convertirse en un rincón codiciado por el público de alto poder adquisitivo, José Ignacio fue el nombre del primer poblador español que habitó estas costas. Era un "abridor de caminos" que la corona española encargó para transportar mercaderías portuguesas en 1728. Para sobrevivir en este paraje, no tuvo más remedio que hacerse pescador. En 1877 se construyó el emblemático faro para articular la circulación de buques en una zona brava del Atlántico: esa fecha se la reconoce como el comienzo del poblado. La leyenda habla de un "pueblo de pescadores", aunque sus actuales propietarios renieguen del mote.
Antonio Díaz es hijo de la primera familia que construyó una casa en José Ignacio por los años 40, cuando todas las residencias eran chozas. Vive hace más de 30 años en el pueblo y es dueño de una inmobiliaria con dos décadas de historia. "Es cierto que esto fue un pueblo de pescadores, pero no es que hubo un puerto donde se juntaban todos a pescar. Eran comerciantes de Maldonado, de San Carlos que tenía su rancho aquí y pescaban, nada más", contó.
Su visión es ambigua. Acepta que no hay manera de detener el progreso, dice le gustaría que la idea de un pueblo peatonal pero entiende que es inviable. Sabe que el pueblo se convierte en un caos vehicular cada verano. "A José Ignacio lo está mirando el mundo. La gente viene y se precisan más camas cada vez que vienen", exclamó.
Los cambios estrepitosos del desarrollo y la urbanización los considera necesarios pero antiestéticos. Sin embargo, cree que lo nativo, lo intrínseco del lugar se mantiene inalterable: "La esencia es la misma. El espíritu seguirá estando, lo que cambiaron son las construcciones: ahora se ven los viejos ranchitos y las casas modernas".
Y el porvenir lo ve sin modificaciones sustanciales en la fisonomía del lugar. En José Ignacio se reglamentaron normativas de construcción en la década del 90 en pos de la conservación del paisaje y la naturaleza: en la península están prohibidos los edificios, los hogares no pueden superar los 6,5 metros de altura, la ocupación del suelo está limitada en un 35% del área del terreno. "Nadie puede venir a hacer un destrozo acá porque hay una ordenanza que lo prohíbe", destacó Antonio Díaz.
Diego Machado es otro residente ilustre. Es administrador del restaurante Popei, hijo de Nivio el Tata Machado -un poblador que creció al compás del pueblo- e integrante de la Liga de Fomento de José Ignacio, una organización no gubernamental que desde hace medio siglo trabaja en la preservación de la identidad, el espíritu y el medio ambiente del lugar. Su reflexión es sobre el progreso, el desarrollo y la urbanización, el dilema que afronta un pueblo que no quiere perder su cultura en el cemento ni su verde en el material.
Sugiere que los cambios siempre fueron progresivos. "Los primeros turistas eran pescadores que venían de San Carlos y Maldonado a pescar, todo giraba en torno a la pesca. Mi familia ingresaba a la gente en carretas", recordó. Hasta que José Ignacio se fue poblando de a poco por visitantes seducidos por la tranquilidad y la belleza virgen. "Los antiguos pobladores sabían que con el desarrollo venía la comodidad: el luz y el agua eran necesidades básicas. Nuestros padres consideraban que el asfaltado de las calles, la luminaria y los servicios eran indispensables. Porque una cosa es desarrollarse y otra es quedarse en el tiempo. Y con el desarrollo viene el progreso. El tema es cómo cada pueblo lo lleva a cabo", razonó.
Diego Machado contextualizó la disyuntiva: "El desarrollo siempre fue regulado: se crearon normas que establecen determinadas características. Nadie va a venir a instalar una torre de catorce pisos porque no se lo van a permitir. Esto es un pueblo abierto. Muchos de los propietarios que tienen un afecto y un arraigo muy especial por este lugar, tal vez quieran que sea un barrio privado. Este no es un barrio privado: es un pueblo de la costa uruguaya en un país democrático al que tiene acceso cualquier ciudadano del mundo. Obviamente hay que cuidarlo, obviamente hay condiciones que deben mantenerse, pero es imposible frenar el desarrollo porque José Ignacio no es un cuadro, es un pueblo".
A comienzos de siglo, la zona experimentó una explosión inmobiliaria que multiplicó los valores de los terrenos. Ese fenómeno coordinó un filtro: los antiguos propietarios vendieron sus parcelas a personas de la alta sociedad. Mirtha Legrand y Amalita Fortabat, por citar dos casos, construyeron sus casas de cara a la playa Mansa de la península, a metros de donde resisten el paso del tiempo los botes de los antiguos pescadores. El boom inmobiliario llegó al pueblo con rasgos de exclusividad. Lo contó Diego: "Quedamos desfasados en varios servicios: salud, seguridad, tránsito, higiene, saneamiento, electricidad. Por momento la capacidad de carga del lugar no daba abasto. Hace diez años que veníamos solicitando una mejora en el tránsito. Y las autoridades, en base a ese pedido, la ejecutaron".
El estacionamiento es lo que despierta controversias. Es una gran explanada sin más que asfalto y líneas blancas. "La empezaron en octubre e intentaron terminar la primera etapa para esta temporada. Está en un 25% y se construyó para solucionar el problema del tránsito en este verano. Pero va a continuar: se va a expandir, falta la luminaria y el enjardinado. Es como si hubiesen hecho los cimientos de una casa", explicó Diego, quien además interpretó la queja de algunas residentes: "Somos conscientes de que no era el momento de comenzar la obra, que hubiese sido mejor empezarla en Semana Santa para tenerla completa y terminada la próxima temporada, pero también somos conscientes de su necesidad".
En José Ignacio viven durante el año menos de cien personas. Es un pueblo con su radiografía tradicional: una plaza como centro neurálgico y los edificios satélites, la iglesia, la municipalidad, la escuela, la policía. El contraste de lo que era y lo que es convive con armonía. En temporada, el número de residentes se multiplican y el casco histórico colapsa. Los comerciantes, los que se quejan de su urbanización y los que no, aprovechan el gentío para incrementar sus ganancias en locales gastronómicos donde el gasto por comensal puede ascender a 80 dólares.
Fernando Suárez, alcalde del Municipio de Garzón y José Ignacio, habló de una diferencia de conceptos: dijo que el balneario podrá ser exclusivo, pero no puede ser privado. Un reconocido trapito de la zona graficó el dilema con una metáfora: "Quieren estar en la puerta del horno y no sentir calor".
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