La imagen del avión del papa Francisco dejando Chile rumbo a Perú, minutos antes de que en Santiago tres víctimas del sacerdote Fernando Karadima dieran una conferencia para insistir en sus denuncias contra el obispo Juan Barros, es, probablemente, el equivalente a la salida al balcón de La Moneda de Juan Pablo II junto a Augusto Pinochet hace 31 años.
La diferencia es que, mientras los biógrafos de Wojtyla le restan responsabilidad al Papa polaco, acusan "un engaño" e insisten que la visita fue un éxito, en el caso de Bergoglio, la decisión de salir a defender al obispo Barros antes de dejar Chile fue personal. Quienes conocen al Papa dicen que pese a sus declaraciones sorpresivas, no es un hombre que improvisa. Todo lo piensa cuidadosamente. Y quería dejar claro su posición sobre el prelado, denunciando lo que calificó de "calumnias".
"Cuando me traigan pruebas hablamos", dijo. Para Austen Ivereigh, el autor de El Gran reformador –la más alabada biografía de Francisco- lo que se vio en Santiago fue la "rehabilitación de Barros". Lo dijo en un diálogo con La Tercera antes de las palabras del Papa y parece haber acertado.
Pero el que podríamos llamar "el balcón de La Moneda" del papa Francisco, tuvo un efecto doblemente negativo para una visita que desde antes de que saliera de Roma, el 15 de enero pasado, se preveía complicada.
El secretario de Estado, Pietro Parolin, lo había dicho en una entrevista al portal de noticias del Vaticano. "No será una visita simple". Y el propio arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, aseguró el día antes de la llegada de Bergoglio, que "el Papa recibirá una iglesia en crisis, pero una crisis que es bendición".
Analistas vaticanos y algunos sacerdotes jesuitas –muchas veces cuestionados por sectores conservadores por sus posturas excesivamente críticas- aseguraban que el tema de la Iglesia chilena preocupaba en Roma y que el Papa lo tenía "muy claro". Hablaban de una iglesia que perdió "credibilidad", "que no tenía el vigor de otras épocas" y que sufría una sangría de fieles a ritmo acelerado. Si en 1987, cuando Woytila fue a Chile, los católicos eran más del 80%, hoy –según una encuesta de la Universidad católica- bordean el 60%.
Y si Francisco sabía que la Iglesia estaba en problemas, como lo dejó claro en sus discursos del primer día, expresando "vergüenza" por los abusos a menores y denunciando en la Catedral -en el mejor discurso del viaje-, el clericalismo, la iglesia de elite, los pastores sin "olor de oveja", probablemente no imaginó con lo que se encontraría.
Fuentes vaticanas dijeron que en la cena de su última noche Francisco dijo estar feliz de su viaje a Chile. Probablemente sea más por la confianza de que su presencia ayude a cambiar el panorama, más que por la recepción del pueblo chileno –el contraste con Perú ha sido comentario obligado. Que los vaticanistas que viajan habitualmente con el Papa mostraran su sorpresa por el escaso fervor en un país latinoamericano e incluso sugirieran que la tensión por los ataques a iglesias les traía a la memoria Egipto, no puede ser una buena señal. Egipto es un país de mayoría musulmana, mientras que Chile no sólo era uno de los más católicos y conservadores reductos de América Latina hasta hace sólo unos años sino que, además, en el periodo de las dictaduras militares, la Iglesia chilena gozaba de la estima de la que carecía en otros naciones de la región, por su defensa de los derechos humanos.
Por eso, si el Papa quería que su visita desatara un proceso de cambio, remeciera al episcopado chileno y revitalizara una iglesia amodorrada, el "momento balcón de la Moneda" podría haber tirado todo por la borda. Para una de sus biógrafos, Elisabetta Piqué, el Papa es "un animal político", habría que imaginar –dándole el beneficio de la duda- que tenía muy claro lo que quería decir en Iquique y que no fue "sorprendido" como Wojtyla hace 31 años.
*Periodista chileno experto en temas vaticanos