Donaueschingen (Alemania), 19 jun (EFE).- En los cuartos de final de la Eurocopa 2008, una barrera psicológica para la selección española, un muro donde se enterraron ilusiones de generaciones pasadas, la magia de Iker Casillas en momentos señalados y la valentía de Cesc Fábregas en su primer penalti en el fútbol profesional, cambiaron la historia ante Italia y desataron a un equipo ganador con un estilo que asombró al planeta.
La época dorada del fútbol español se impulsó desde un momento trascendental, la eliminación de los miedos desde una tanda de penaltis que premió la apuesta futbolística de Luis Aragonés. Asumiendo en el camino de la gran cita el riesgo de dar por finalizada la etapa de Raúl González como internacional. Cuando emergió la figura de Iker Casillas en un pulso para la historia con Gianluigi Buffon y la divina locura de Cesc.
Los éxitos cosechados en diferentes generaciones de las categorías inferiores de España fueron clave en el cambio de mentalidad. Impulsada desde un instante eterno. Casillas necesitaba desquitarse tras pasar de puntillas por el torneo. Nada había podido hacer en los dos goles encajados y había descansado ante Grecia por la oportunidad de, una vez clasificada tras las dos primeras jornadas, premiar a Pepe Reina.
De trasfondo asomaba el pulso por ser el mejor portero del mundo entre Buffon e Iker. Historia de una admiración compartida. El duelo consagró a Casillas como el mejor portero del mundo. Una parada salvadora a Camoranesi precedió sus dos penaltis rechazados de los cuatro que chutó Italia en la tanda final. Fue reconocido como jugador del partido.
Nunca había sido un 'para penaltis', pero mejoró a base de evitar pagar apuestas perdidas. Se convirtió en ritual en cada final de entrenamiento el pulso, con dinero de por medio, entre Casillas, Palop y Reina. Los tres se chutaban en tandas. Iker entrenó la intuición en las penas máximas.
Así adivinó el cambio de lanzamiento habitual de Grosso para acariciar el balón, pero quedarse con el molde. Lo que le faltaba para ignorar el estudio pormenorizado de José Manuel Ochotorena, preparador de porteros. Con respeto, le pidió que le dejase decidir a él mismo.
Voló a su derecha para rechazar el disparo de De Rossi, nada pudo hacer pese a adivinar la intención de Camoranesi, que colocó su derechazo en la escuadra y, cuando Guiza había fallado, cuando Italia se había levantado de la tanda con dinámica ganadora, la frenó en seco al adivinar las intenciones a Di Natale para tocar la gloria.
Habían marcado David Villa, Santi Cazorla y Marcos Senna. Y el quinto lanzamiento, habitualmente para uno de los especialistas, lo había reservado Luis Aragonés a un chico que había hecho debutar dos años antes con 18 años.
Venía de pasar momentos raros en la Eurocopa, subido a una montaña rusa emocional, obligado a adaptarse a otras demarcaciones que la suya natural por estar a la sombra de Xavi Hernández. Era su momento. Fue el único que no celebró la parada de Iker porque sintió el peso de la responsabilidad. Sólo él sabía que su último penalti en un partido lo había lanzado siendo cadete, con 15 años.
En los momentos de más tensión, antes del golpeo, dejó una imagen de motivación. Hablando consigo mismo. Convenciéndose de que lo iba a meter. De que estaba preparado para superar a Buffon. Tomó carrerilla, lo engañó con el cuerpo y provocó un momento de liberación compartido con un grito sintiendo a todo un país detrás. Fue el impulso a la brillante conquista del título en Viena. El punto de partido de la etapa mágica del fútbol español.
Roberto Morales